Las repúblicas de indios y sus relaciones con los españoles.

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Para el proyecto de segregación colonial destinado a constituir las repúblicas de españoles y las de indios, se enfrentaron a una dificultad adicional debido a los efectos de las diversas epidemias que azotaron a lo largo del siglo XVI. Estas epidemias cambiaron su patrón de afectación, pasando de impactar a la población en edades comprendidas entre 0 y 30 años, a afectar a los niños neonatos hasta los 5 años, lo que tuvo un impacto significativo en la recuperación demográfica de los indígenas.

Esta situación se vio agravada por la imposición del matrimonio monogámico como parte de la vida cristiana, lo cual suprimió otras formas de relaciones familiares que eran comunes en tiempos prehispánicos, como la poligamia o la poliginia. Como resultado, las familias que seguían estos esquemas familiares fueron obligadas a disolverse para forzar al varón a elegir a su esposa legítima. Como consecuencia de estas decisiones, las otras parejas y su descendencia quedaban como ilegítimas, perdiendo así cualquier tipo de legitimidad. Estas familias eran expulsadas de la casa principal y quedaban en una situación de miseria, sin recibir ningún tipo de apoyo, incluso llegando al extremo de favorecer a la mujer que aceptara convertirse al cristianismo en detrimento de aquellas que no lo hacían.

Los trabajos de evangelización se llevaron a cabo en estrecha colaboración entre los frailes del convento y las autoridades indígenas del cabildo. Los frailes solicitaban a los miembros del cabildo la realización de diversas obras, como la construcción de conjuntos eclesiásticos, la decoración de templos, la financiación de la liturgia y el mantenimiento de escuelas de primeras letras para los niños.

El cabildo se organizaba para disponer de los miembros de la comunidad y llevar a cabo los trabajos necesarios. También se encargaba de adquirir los materiales necesarios para las actividades religiosas, siendo común enviar a alguien de la comunidad a comprar lo necesario en los grandes mercados fuera del pueblo.

Con la incorporación de las cofradías y las mayordomías como elementos de organización, las responsabilidades del cabildo disminuyeron gradualmente. Las cofradías se encargaban de realizar ciertos trabajos como parte de sus actividades devocionales al culto de su santo patrono y la organización de los festejos.

A pesar de que la división entre las comunidades españolas e indígenas tenía como objetivo evitar los abusos y garantizar una conversión adecuada al cristianismo, esto no impidió que los españoles cometieran actos de violencia contra los indígenas. Estos actos incluyeron casos extremos, como la ejecución ordenada por el obispo Juan de Zumárraga del cacique don Carlos Ometochtzin, así como decretos de exilio y castigos físicos como azotes o encarcelamientos en las celdas de los conventos. Además, hubo actos de agresión motivados por la arrogancia de los españoles.

Estas acciones generaron desconfianza entre los indígenas hacia los españoles. Frente a la falta de comprensión por parte de los funcionarios o los frailes, era común que los indígenas adoptaran una actitud cerrada hacia los españoles y mostraran sumisión para evitar provocar su ira y replicar la relación que existía entre ellos. Sin embargo, también es cierto que, junto con estas relaciones conflictivas, hubo casos de genuina amistad o entendimiento. Algunos frailes permitían la celebración de expresiones de la antigua religiosidad y actuaban como intermediarios frente a los abusos de otros españoles. Además, los niños españoles a menudo actuaban como un puente entre las dos comunidades al establecer relaciones sinceras con los niños indígenas, basadas en la amistad.

Como resultado del choque entre culturas tan diferentes, surgió una natural falta de comprensión tanto por parte de los españoles como de los indígenas hacia las actitudes que reflejaban su idiosincrasia. Los frailes fueron quienes más dificultades encontraron para entender estas diferencias, y solo lograron hacerlo a través de la convivencia y el trato directo con los indígenas. A su vez, los indígenas hicieron todo lo posible por preservar sus costumbres, adaptándolas y reinterpretándolas, convirtiendo algunas de sus creencias en supersticiones que fueron consideradas inocuas.

Dentro de su propio entendimiento, los indígenas llegaron a cuestionar lo que consideraban incoherencias de la cultura española. Por ejemplo, algunos, como don Carlos, llegaron a considerar a las diferentes órdenes mendicantes como religiones diferentes, lo que les llevaba a seguir practicando su religión original. También había quienes creían que podían deshacer el bautismo lavándose la cabeza después, e incluso algunos se negaban a comer los animales traídos por los españoles por temor a convertirse en ellos.

A pesar de la sumisión al orden virreinal, algunos indígenas buscaron rebelarse contra él. Algunos recurrían a la figura del nahual, que se transformaba en jaguar para atacar a los españoles que maltrataban a los indígenas. También hubo casos de indígenas que decidieron practicar sus costumbres ancestrales y fueron castigados por ello, como el sacerdote tlaxcalteca que fue lapidado por su pueblo.

El mestizaje fue un fenómeno generalizado tanto en el contexto hispano como en el mesoamericano, y se produjo de manera fluida, aunque con matices en su desarrollo. Una de las formas más destacadas fue la consensuada, que involucraba a las familias nobles indígenas, las cuales casaban a menudo a sus hijas con funcionarios españoles para asegurar sus privilegios en el orden virreinal.

Paralelamente, era común que los españoles que residían en las repúblicas de indios (ya fueran autoridades civiles, hacendados o miembros del clero) establecieran relaciones clandestinas o de amasiato con mujeres indígenas. A pesar de la ilegalidad de estas uniones, las familias indígenas no solían denunciarlas, guardando el secreto y considerando a los hijos de estas relaciones como indígenas, lo que propiciaba el mestizaje de forma encubierta.

El número de mestizos aumentó gradualmente, principalmente en contextos urbanos, donde quedaban fuera de las categorías de españoles e indígenas. Hacia finales del siglo XVIII, los mestizos se convirtieron en el grupo mayoritario, representando aproximadamente el 37% de la población.

Este proceso de mestizaje no solo fue demográfico, sino que también tuvo implicaciones culturales y sociales significativas, contribuyendo a la formación de una nueva identidad y un tejido social más complejo en la sociedad colonial.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía:

 – Pablo Escalante Gonzalbo y Antonio Rubial García. El ámbito civil, el orden y las personas, del libro Historia de la vida cotidiana, volumen 1

 – Elsa Malvido. La población, siglos XVI al XX.

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Imagen: Códice Azoyú 2, siglo XVI. 

Los itzaes del Peten ante la conquista española.

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Para el periodo Posclásico, la península de Yucatán experimentó un proceso de unificación política bajo el dominio de una triple alianza de reinos. Chichén Itzá, habitada por los itzaes; Uxmal, por los Xiu; y Mayapán, con los cocom, conformaban esta alianza. Sin embargo, en el siglo XIII, esta triada se deshizo cuando los cocom invadieron Chichén Itzá, estableciéndose como la potencia hegemónica. La derrota obligó a los itzaes a huir y establecerse en el Petén, territorio que distaba de su periodo de esplendor durante el periodo Clásico. Mientras tanto, el resto de los estados mayas de la península se sumieron en un periodo de guerras que provocó su decadencia cultural y social.

Durante un lapso de 250 años, los itzaes lograron constituir una nueva capital en una isla en medio del lago Petén Itzá, la cual recibió el mismo nombre. También fue conocida como Tayasal o Nojpetén. Este nuevo reino se estableció como la potencia dominante en la región del Petén, que para entonces había perdido importancia frente a los pequeños estados mercantes de la costa yucateca y los cacicazgos internos.

El reino fue uno de los primeros en ser visitados por los españoles en la región, siendo Hernán Cortés quien lideró una expedición a la Hibueras el 16 de marzo de 1525, acompañado por su comitiva de guerreros mexicas y tlaxcaltecas (para ese entonces, ya había ejecutado a Cuauhtémoc en Itzamkanak). Fueron recibidos por el halach huinic Ah Canek, quien los atendió de manera cordial. Según los informes, le dijo a Cortés que ya tenían conocimiento de su presencia gracias a su campaña inicial en Tabasco, y les prometió su conversión al cristianismo y su aceptación de la sumisión a la corona española.

Aunque la breve estancia dejó muy buenas impresiones en Cortés, los pueblos vecinos, como los cehache, advirtieron sobre la beligerancia de los itzaes en la región y cómo eran considerados como formidables guerreros. Esto se confirmó más tarde cuando se informaron sobre las acciones de los españoles en los estados circundantes, lo que les permitió a los itzaes diseñar una estrategia para mantener su independencia y enfrentar la llegada de nuevas expediciones españolas.

Dado que la península yucateca resultó ser una decepción para los españoles en cuanto a los recursos que podían obtener de los indígenas, su control se restringió únicamente al noroeste. En el sureste, su presencia se limitaba a Bacalar, como resultado de la brutalidad de las campañas de conquista lideradas por Francisco de Montejo y las incursiones de Alonso de Ávila. Como respuesta a estas circunstancias, la corona dictó disposiciones que enfatizaban que cualquier avance hacia el resto de la península debía realizarse de manera pacífica y como parte del proceso de evangelización.

Fue así como hasta finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, los franciscanos comenzaron a hacer acto de presencia en la zona, principalmente en los alrededores de la bahía de Chetumal. Dos franciscanos llegaron a Petén Itza alrededor de 1618, procedentes de Mérida. Sin embargo, esta visita dejó una mala impresión entre los itzaes, ya que uno de los religiosos destruyó una estatua de su dios Tzimin Chac (según las historias, se trata de un caballo que Cortés dejó como regalo y que posteriormente fue deificado). En respuesta, los itzaes iniciaron una política de aislamiento e intolerancia hacia cualquier intento de visita por parte de misioneros o mayas conversos que pudieran servir como espías para los españoles.

Para entonces, los itzaes estaban bien informados sobre la creciente animadversión de los mayas habitantes de Bacalar hacia los abusos de los colonos y los problemas ocasionados por los cambios en el clero religioso, especialmente cuando los franciscanos fueron reemplazados por el clero secular. Estos últimos no lograron cumplir con el compromiso de la evangelización y tuvieron que ser sustituidos nuevamente por los franciscanos. Esta situación desencadenó una serie de problemas en el territorio vecino conocido como Dzul Winiko’ob, que incluía poblaciones como la antigua ciudad de Lamanai y Tipú. Ante esta situación, los itzaes comenzaron a promover la discordia para alejar a los españoles de sus fronteras.

Los esfuerzos de los itzaes tuvieron éxito al lograr fomentar la rebelión de Tipú y expulsar a los misioneros de la región durante la Cuaresma de 1633. Además, el escaso interés mostrado por los españoles hacia la región, al no encontrar recursos que explotar, llevó a la decisión de evacuar a los mayas manchés, de filiación chol, que se habían convertido al cristianismo. Este movimiento contribuyó a convertir al Petén en una zona de resistencia ante la dominación española.

Con esto, el sureste se convirtió en un territorio indómito al que los mayas del noroeste podían huir cuando sufrían abusos por parte de las autoridades españolas. Sin embargo, esto no significaba un completo aislamiento de los mayas rebeldes respecto a los territorios colonizados. Muchos de ellos mantenían lazos familiares en los pueblos hispanizados y continuaban comerciando entre sí. Como resultado, los mayas «teppche» comenzaron a adoptar ciertas costumbres occidentales, como la plena utilización de herramientas de hierro en las labores indígenas, el uso de camisones e incluso el inicio de un proceso de mestizaje religioso.

No se limitaba únicamente a Petén Itza, ya que esta solo era el centro político de varias poblaciones ocultas en la selva. Por lo tanto, los españoles nunca comprendieron completamente las dimensiones del enemigo. Incluso cuando lograron conquistar la ciudad hacia 1699, no podían estar seguros de su control, ya que la isla se convirtió en el único punto bajo su dominio frente a miles de enemigos que los rodeaban. Este problema nunca se resolvió y se manifestó en conflictos posteriores, como la rebelión de Jacinto Canek o la Guerra de Castas en el siglo XIX.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Sergio Angulo Uc. Los mayas del Peten y el presidio de Los Remedios. Historia de una colonización tardía, 1700-1760.

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Imagen: S. Puerto y O. Quintana. Esquema de los espacios urbanos del centro de Tayasal, 2014.

La campaña de evangelización jesuita en las islas Marianas.

El control de las Filipinas era un tema demasiado complejo. Por un lado, el gobernador español tenía que lidiar con los ataques de potencias rivales como Holanda e Inglaterra. También existía la amenaza de una posible invasión china incentivada por caudillos piratas como Koxinga. Además, se enfrentaban al peligro real que representaban los sultanatos de Mindanao y Joló, quienes realizaban ataques que sumían en el caos a las frágiles aldeas bajo su dominio.

Es por estas razones que territorios como las islas Marianas no resultaban una prioridad para su sujeción, a diferencia de las islas Molucas. En estas últimas, al menos se contaba con la garantía de su producción de especias, tan solicitadas por el mercado europeo. Incluso la comunicación desde Manila hacia Guam resultaba peligrosa, razón por la cual la única vía de tránsito era a través de las expediciones que llegaban de Acapulco para abastecerse en ella.

Esta forma de pensar era diametralmente opuesta a la que tenían los jesuitas, quienes priorizaban la salvación de las almas de los gentiles. Esto fue expuesto por el padre Jerónimo de San Vitores y su continua insistencia en evangelizar las Marianas, sopesando el factor económico. Este último era el tema de debate sobre la conservación o el abandono de las Filipinas, al considerarse más una carga que una pieza de valor para la monarquía hispana.

Finalmente, dentro de la conciencia de los reyes, primaría su compromiso por difundir y proteger a los cristianos en el mundo, sobre todo porque el archipiélago ya contaba con un importante número de fieles producto de los años de evangelización desde la llegada de Legazpi. Sin embargo, tendrían que hacerlo de una forma muy precaria para poder solventar los gastos tanto para la manutención de las parroquias como, sobre todo, para su defensa.

Lo que se sabía de las Marianas desde la perspectiva hispano-filipina era tanto la hostilidad de los isleños hacia su presencia como la escasa disponibilidad de recursos. Solo se contaba con pescado, algo que no podía costear las apretadas arcas de la capitanía. Además, se tenía conocimiento de que los nativos solían ganarse la confianza de los misioneros para después asesinarlos, de ahi que originalmente al archipiélago se le conociese hasta ese entonces como las «islas de los Ladrones».

Tanto el arzobispo de Manila, Miguel de Poblete, como el gobernador saliente, Sabiniano Manrique de Lara, y su sucesor, Diego de Salcedo (a cargo de 1663 a 1668), estaban en contra de apoyar ese tipo de campañas misioneras en territorios de los cuales no se podía obtener ningún provecho. Ni que decir tiene de la sociedad manileña, que era reducida y estaba dividida entre los que se dedicaban a las labores comerciales del puerto y las actividades de defensa.

En 1665, con la muerte del rey Felipe IV, se entró en un periodo políticamente complicado al asumir la regencia la reina consorte Mariana de Austria debido a la minoría de edad del príncipe Carlos (quien ascendió formalmente al trono en 1675). Este fue un periodo complicado ante la debilidad política frente a rivales acérrimos como Francia, llegándose a plantear la posibilidad de abandonar las Filipinas.

Sin embargo, la reina Mariana recibió apoyo crucial de su confesor, Juan Everardo Nithard, un jesuita austriaco. Nithard defendió la política providencialista de la monarquía e incentivó la ejecución de proyectos misioneros jesuíticos, incluyendo el de San Vitores. Como resultado, la reina emitió una Real Cédula para oficializar la campaña y asignó 21,000 pesos para financiarla. Este gesto de agradecimiento por parte de los jesuitas llevó al cambio de nombre del archipiélago de Islas de los Ladrones a Marianas.

A pesar del patrocinio real, el gobernador Salcedo se negó a facilitar el transporte a Guam para los misioneros de San Vitores. Como resultado, él, junto con los padres Tomás Cardeñoso y Felipe Sonsón, tuvieron que tomar un barco con dirección a Acapulco, obtener fondos en la Nueva España y regresar con ellos para refundar la misión de Guam.

San Vitores llegó a Acapulco en enero de 1668 y se trasladó a la Ciudad de México para entrevistarse con el virrey Antonio Sebastián de Toledo Molina y Salazar, marqués de Mancera. Este encuentro se logró gracias a la intercesión de su confesor y prefecto del colegio jesuita de San Pedro y San Pablo, Francisco Ximénez, lo cual facilitó que el virrey aceptara darle 10,000 pesos de las Cajas Reales a cuenta del situado de las Filipinas, además de algunos sirvientes y otros donativos.

Con el objetivo logrado y la adhesión de otros 5 misioneros jesuitas, San Vitores regresó embarcándose en Acapulco en marzo para llegar a Guam en junio. Comenzaron las labores tanto de evangelización como de construcción, que se verían reflejadas con la edificación del templo de San Ignacio de Agaña en febrero de 1669. Sin embargo, al mismo tiempo, aumentaba la tensión entre los nativos chamorros, quienes se sintieron molestos por la destrucción de sus ídolos y la prohibición de costumbres como la poligamia.

Así, los micronesios empezaron a cazar a los misioneros jesuitas que llegaban a las diferentes islas, desvaneciéndose la idea de San Vitores de lograr una conversión pacífica. Se vieron obligados a encomendar al gobernador entrante, Manuel de León, que a su paso les dejara algunos hombres y armas para su defensa y solicitara donativos para su manutención.

A pesar de las dificultades que se iban sumando a la presencia jesuita en las Marianas, lograron ganarse el favor popular gracias tanto al trabajo de la Compañía de Jesús para comunicar a su feligresía sus esfuerzos evangelizadores en las islas como al aumento de la devoción hacia el mártir Felipe de Jesús. Las labores de Felipe de Jesús en Filipinas y su martirio en Japón eran motivo de orgullo para la sociedad novohispana.

Con esto, los jesuitas pudieron recaudar las limosnas suficientes para sostener el trabajo de San Vitores en Guam, permitiendo con ello depender menos de la administración filipina. Sin embargo, la población nativa seguía manteniendo su animadversión hacia la presencia de los misioneros en las islas, lo que iba a dificultar su estancia.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Alexandre Coello de la Rosa. El peso de la salvación: Misioneros y procuradores jesuitas de las islas Marianas y la Nueva España (1660-1672), de la revista Historia Mexicana no 71.

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Imagen: Giuseppe Antonelli. Convento de Agaña en la isla de Guam, 1841.

La problemática presencia española en las Filipinas.

Actualmente, la escasa memoria histórica que prevalece en la sociedad, junto con la mala enseñanza que ha sido dirigida para favorecer los intereses de unos pocos, ha borrado muchos episodios de la historia. Esto ha sido aprovechado por diversos grupos para reescribirla y ofrecer una versión romántica e idílica del pasado, como ocurre con los movimientos irredentistas que, sin mayores explicaciones, ensalzan antiguos imperios para asumirse como sus herederos.

Uno de estos casos lo encontramos en el fenómeno de los hispanófilos y su nostalgia hacia el imperio español. Hacen énfasis en las últimas colonias perdidas en manos del expansionismo estadounidense a finales del siglo XIX, como es el caso de Filipinas, el único enclave hispano en Asia. Incluso, si nos volvemos más exigentes, un sector del nacionalismo mexicano también la reivindica debido a sus 250 años de pertenencia al virreinato de Nueva España.

Sin embargo, con el paso del tiempo, se han olvidado las razones por las cuales Filipinas formó parte del mundo hispano, y especialmente las impresiones que se tenían sobre ese territorio. Si nos atenemos a los testimonios desde los siglos XVI hasta finales del XIX, queda claro que no eran en absoluto positivos.

Estamos hablando de un territorio que se localiza a una distancia de 11,000 kilómetros con respecto a España, donde no había ni oro ni plata, y las enfermedades estaban a la orden del día. Muy pocos españoles y novohispanos estaban dispuestos a asentarse en el archipiélago, y los que llegaban solo estaban impacientes para regresar lo más pronto posible a sus lugares de origen. Esta es una de tantas explicaciones por las cuales la cultura hispana resulta superficial dentro de la identidad filipina moderna. El único lazo que permitió cierto nivel de gobernabilidad del archipiélago en estos tres siglos han sido las órdenes mendicantes, donde los frailes tuvieron un poder mucho mayor que el que tuvieron en Hispanoamérica al asumir las funciones tanto religiosas como políticas y económicas de los pueblos. Fue por ellos que el catolicismo hispano sí lograría permear en los diferentes grupos indígenas.

Debido a la lejanía, fue que la monarquía le adjunta su responsabilidad a la Nueva España, la cual, tanto su gobierno como sus habitantes, mantuvieron al mínimo su interés sobre aquellas islas al solo proporcionarles defensas mínimas, reflejándose la debilidad de la colonia cuando se independiza México y España se vio obligada a asumir la responsabilidad de mantenerla.

Las defensas del archipiélago se tuvieron que valer de la formación de milicias locales de indígenas bajo el mando de unos cuantos militares españoles, muy alejado de lo que se logró con la formación de los ejércitos realistas en América y muy similar al modelo de las tropas coloniales de África y Asia. Aunque se debe destacar que, a pesar de que los militares no se interesaban en hablar los idiomas de los indígenas, lograron formar tropas muy eficaces.

Hasta 1771, la capitanía no poseía una armada propia y fue después de la invasión británica de Manila cuando decidieron formar la suya propia, la llamada «Armada Sutil», compuesta por algunos buques artillados que lograron contener la piratería. Fueron relevados por la Armada Real hasta mediados del siglo XIX. A lo largo de su existencia, las Filipinas españolas no se vieron comprometidas por invasiones de las potencias europeas, pero sí tenían a un poderoso enemigo al que poco podían hacer por frenar, y solo les quedaba contenerlos y evitar que cometieran atrocidades en los pueblos bajo su jurisdicción: los moros de Mindanao y Joló.

Antes de la llegada de los españoles, el archipiélago estaba prácticamente aislado de las dinámicas del sudeste asiático. Sin embargo, en el siglo XV, la llegada de comerciantes árabes y malayos marcó un cambio significativo. Comenzaron a islamizar a los pueblos isleños y a formar los primeros sultanatos, dando inicio a una mayor estructuración política con su propia concepción del islam. Esta transformación coexistía con las tribus animistas.

Así, los sultanatos empezaron a configurarse como estados feudales primitivos que dependían en gran medida de la mano de obra esclava para atender sus cultivos y la pesca. Se convirtieron en naciones guerreras que dependían de asaltar y esclavizar a otros pueblos para subsistir, siendo los asentamientos hispanos los que tuvieron que lidiar con ellos. Sin embargo, lo que los convirtió en enemigos implacables fue su profundo conocimiento del entorno insular. Utilizaban naves ligeras que les permitían navegar sobre los arrecifes, lo que les facilitaba realizar incursiones en los pueblos, incendiarlos y retirarse rápidamente con su cargamento de prisioneros.

Los gobernadores españoles tenían que lidiar con enemigos implacables, escurridizos y muy aguerridos. Apenas se recuerdan hazañas como la de Sebastián Hurtado de Corcuera al intentar someter a los moros del lago Lanao en 1637, siendo necesario mantener ataques constantes a las fortalezas musulmanas en las islas. Sin embargo, ninguna de estas expediciones lograría acabar de fondo con el problema, y la «Armada Sutil» tampoco lograría gran cosa. Fue solo hasta el siglo XIX, con la llegada de barcos de vapor y una mejor artillería, cuando las cosas comenzaron a favorecer a los españoles. Hacia 1896, el ejército estaba a punto de someter el lago Lanao, que era el último reducto de los moros, cuando tuvieron que retirarse al iniciarse la guerra de independencia.

Todo esto demuestra que el colonialismo no es un fenómeno idílico donde la superioridad de un pueblo se manifiesta de manera evidente. Se trata de periodos complejos para los territorios sometidos, donde la potencia colonial tenía que disponer de los recursos para mantener territorios fuera de sus fronteras, y su permanencia dependía de los vaivenes del tiempo.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Julio Albi de la Cuesta. Moros. España contra los piratas musulmanes de Filipinas (1574-1896).

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Imagen: Antonio de Brugada. Ataque a la isla y fuerte de Balanguingui, 16 de febrero de 1848. Fuente: https://www.elespanol.com/el-cultural/historia/20220202/ignorada-feroz-guerra-espana-siglos-piratas-filipinas/646935391_0.html

Los franciscanos contra la Virgen de Guadalupe.

Durante los primeros años de la dominación y expansión española, la labor de evangelización estuvo a cargo del clero regular, representado por dos órdenes: los franciscanos, que llegaron primero, y los dominicos (agustinos y jesuitas llegaron posteriormente). Ambas órdenes tenían enfoques diferentes para llevar a cabo su labor misionera. Mientras que los dominicos eran más exigentes con los indígenas en lo que respecta a su conversión, los franciscanos adoptaron una actitud más laxa e incluso realizaron bautismos masivos sin proporcionar una preparación adecuada. Esta diferencia de enfoques permitió que las creencias y rituales mesoamericanos sobrevivieran y se fusionaran con la figura de Jesús y la Virgen María, convirtiéndolos en deidades.

La siguiente generación de frailes reflexionó sobre el papel que habían desempeñado en esta primera etapa y se percató del error que habían cometido. Esto llevó a que fueran más estrictos en cuanto a la práctica de la religión, evitando la idolatría y promoviendo un catolicismo más profundo. A mediados del siglo XVI, comenzaron a revisar la forma en que se llevaba a cabo el culto y a detectar prácticas idolátricas. Incluso se llegaron a destruir ermitas e imágenes católicas que se sospechaba que tenían deficiencias en este sentido, como lo hizo el obispo franciscano de Tlaxcala, fray Sarmiento de Hojacastro.

Esto fue una de las razones por las que no recibieron con agrado la llegada de Alonso de Montufar como segundo arzobispo de México, cuya misión era iniciar la secularización de la vida religiosa en la Nueva España. Esto se debió al espíritu de la Contrarreforma y el deseo de evitar un cisma similar al de los protestantes. Además, se buscaba volver a los principios del cristianismo primitivo, tal como lo hacían los franciscanos. La forma de evitar problemas similares era fomentar el culto a las advocaciones marianas, a Jesús y a los santos. Un estandarte importante de esta renovación litúrgica fue la imagen de la Virgen de Guadalupe del Tepeyac, que rápidamente ganó popularidad entre los indígenas. Montufar buscó utilizar el culto a la Virgen de Guadalupe para recaudar diezmos de españoles e indígenas.

Desde que se difundieron noticias sobre el culto en la ermita del Tepeyac, los franciscanos fueron cautelosos debido a la naturaleza del culto a las diosas madre. Cuando Montufar puso la ermita bajo la administración de la arquidiócesis para tener derecho a las limosnas, los franciscanos se opusieron. Comenzaron a desmentir las historias milagrosas que se estaban propagando sobre la Virgen, especialmente entre los españoles, para que sirvieran de ejemplo a los indígenas. Este movimiento fue organizado por el provincial de la orden, fray Francisco de Bustamante, quien también fue un crítico importante en relación con la creación del lienzo.

Los franciscanos estaban en contra de los sermones de Montufar que promovían la adoración de la Virgen como si fuera una diosa. Un debate se llevó a cabo en el Colegio de Santiago Tlatelolco entre los enviados del arzobispo y los frailes, donde estos últimos se opusieron recurriendo al Deuteronomio, que en su capítulo 13 indicaba que solo se debía adorar a Dios. Además, afirmaron que los milagros de la Virgen eran falsos e incluso criticaron el uso del nombre Guadalupe, en lugar de llamarla la «Virgen de Tepeaca o Tepeaquilla». Uno de los debates más acalorados tuvo lugar el 8 de septiembre de 1556, en un sermón pronunciado por Bustamante frente al virrey Luis de Velasco y la Real Audiencia, donde cuestionó directamente a Montufar sobre sus intenciones con el culto guadalupano y pidió una investigación.

Montufar respondió a las acusaciones de Bustamante presentando una investigación en la que intentaron refutar sus ataques mediante un documento que estaba sesgado y con testimonios cooptados para negar que el arzobispo promoviera la sacralidad de la imagen. El juicio que siguió no interesó ni al virrey ni a la corona, y tuvo pocas consecuencias más allá de causar un breve revuelo en la capital. Montufar continuó siendo arzobispo hasta su muerte en 1570, y Bustamante fue reelegido como provincial de la orden, por lo que el culto a la Virgen de Guadalupe siguió creciendo.

Otro crítico del culto guadalupano fue el sabio fray Bernardino de Sahagún, quien, en la elaboración de su obra «Historia general de las cosas de la Nueva España», incluyó comentarios sobre la falsedad de su culto, relacionándolo con el culto a Santa Ana de Chiautempan y San Juan Bautista de Tianguismanalco. Sahagún señaló el trasfondo idolátrico del Tepeyac, donde se adoraba a la diosa Tonantzin, y lo calificó como una «invención satánica para encubrir la idolatría». A pesar de los esfuerzos de los franciscanos por prohibir el culto guadalupano entre sus feligreses, no lograron desalentar la devoción de muchos. En secreto, los indígenas seguían visitando la ermita o asistiendo a misas para españoles. Incluso discursos como el de Bustamante fortalecieron la devoción de quienes lo escucharon, lo que llevó a que los franciscanos finalmente aceptaran el culto y se sumaran a este fenómeno de masas en la Nueva España.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Gisela von Wobeser. Origen del culto a nuestra señora de Guadalupe, 1521-1688.

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Imagen: François Léon Benouville. San Francisco de Asís, mientras era llevado a su lugar de descanso final en Saint-Marie-des-Anges, bendice la ciudad de Asís en 1226, 1853

El gobierno virreinal frente a la caída demográfica de los indígenas de Baja California.

La presencia española en América tuvo como su principal agente para garantizar su permanencia no a las armas ni a su «voluntarismo civilizador», sino a un factor que no podían controlar y que también les causó serios problemas: las enfermedades pandémicas. Estas enfermedades, desarrolladas en el contexto del «Viejo Mundo», hicieron que a los nativos americanos les resultara imposible adquirir las defensas que los colonos europeos tenían hacia ellas. Resultaba evidente cómo, poco después de establecerse misioneros o poblaciones españolas en diversas regiones, el número de habitantes descendía de manera crítica, generando así un grave problema demográfico. Aunque esto acababa con las resistencias a la presencia española y facilitaba la colonización, también planteaba la dificultad de no contar con la mano de obra a la que estaban acostumbrados para prosperar.

Este fenómeno se reflejó en el avance de la conquista hacia el noroeste, en dirección a los territorios de Sonora y las Californias. Allí, fue imposible penetrar mediante el uso de la fuerza debido a la resistencia indígena. Los jesuitas, convencidos de que ofrecer las bondades del cristianismo y la civilización europea podría lograr lo que los colonos no habían conseguido, se embarcaron en esta empresa con consecuencias desastrosas.

Desde finales del siglo XVI, los indígenas del noroeste entraron en contacto con los españoles a través de expediciones de conquista, misioneros voluntariosos, indígenas cristianizados y, en el caso de Baja California, piratas anglosajones que fondeaban en las costas para asaltar las naves españolas. Todos estos encuentros provocaron, con el tiempo, la proliferación de diversos brotes epidémicos que afectaron a las tribus nómadas.

La cultura chamánica de estos grupos se vio superada por la virulencia y mortandad de las enfermedades. Sin embargo, al asociar estas epidemias con la presencia de los europeos, lograron preservar su prestigio y atribuyeron la culpa a los misioneros. Estos últimos también tuvieron que lidiar con los enfermos de su feligresía, y los limitados alcances de la medicina europea hicieron que solo pudieran brindar cuidados paliativos para asegurar un final digno.

Los primeros brotes se dieron en los principales establecimientos españoles en la región, como Chametla y Culiacán, donde según los informes, casi extinguieron a la población indígena. Esta tendencia continuó con la llegada de los jesuitas, quienes establecieron sus misiones en la Pimería y California, fundando la misión de Nuestra Señora de Loreto en 1697.

En ese entonces se creía que los «californios» poseían inmunidad frente a las enfermedades, pero esto se debe a que los contactos eran esporádicos, como se demostraría con el avance de los jesuitas por la península y el aumento de fallecimientos en las cercanías de los territorios de las misiones, mientras que las tribus que permanecían alejadas se mantenían sanas. Lo que no se anticipó es que el sistema de «reducción» de las misiones, donde se congregaban diferentes tribus de una región para vivir en pueblos, era el principal agente de contagio de las enfermedades. En ese momento, la única explicación para su aparición era la voluntad divina, y nunca se consideró que las condiciones de hacinamiento fueran la causa, y que aquellos que seguían siendo trashumantes lograban salvarse de su contagio.

Aunque no hay registros que nos permitan saber cuáles fueron los brotes que afectaron a las diferentes regiones, todo indica que en Baja California la enfermedad que arraigó más en la población fue la sífilis, provocando no solo la muerte de los indígenas, sino también la esterilidad de los sobrevivientes.

Las estimaciones de los investigadores indican que la población de la península en 1697 debió haber alcanzado cerca de 41,500 habitantes. Estos números se redujeron alarmantemente en un 83% hacia 1768 con la expulsión de los jesuitas, quedando solamente 7,149 habitantes. Esto evidencia que en pequeñas poblaciones indígenas, como históricamente ha sido el caso de Baja California debido a sus condiciones agrestes, era más probable que se extinguieran que que sobrevivieran.

Esto contrasta con el caso de los vecinos Sonora y Sinaloa, donde, a pesar de que los indígenas también fueron víctimas de las epidemias, al tener una población más numerosa lograron amortiguar la mortalidad. Para mediados del siglo XVIII, empezaron a mostrar una tendencia hacia la recuperación gracias a la adaptación genética a las enfermedades. Sin embargo, esto no ocurrió con los indígenas californios, que nunca se recuperaron y mantuvieron números poblacionales marginales hasta su desaparición e integración a la población mestiza en el siglo XIX (con excepción del norte).

Una vez desalojados los jesuitas de las misiones, su lugar sería ocupado brevemente por los franciscanos del colegio de San Fernando, siendo reemplazados por los dominicos hacia 1773. Aunque los dominicos llegaron a informar de una ligera recuperación demográfica entre los indígenas, esto se debía a que ya estaban incluyendo en los censos a las misiones del norte de la península que aún no habían sido evangelizadas.

La situación en la península era catastrófica, ya que las enfermedades habían afectado especialmente a la población femenina, dejándolas muy débiles para concebir y con la posibilidad de contagiar a sus hijos durante el parto. Esto se agravó aún más con la prohibición de las relaciones polígamas tradicionales en las sociedades indígenas, lo que impedía que los hombres buscaran mujeres aptas para concebir. Para 1771, en tan solo tres años después del último censo, la población se redujo nuevamente a 5,094 habitantes distribuidos en 13 pueblos de misión. Esta situación provocó, por un lado, el ataque del clero secular para promover la desamortización de las misiones, así como la preocupación del gobierno al no saber qué hacer. Mientras tanto, los indígenas se resignaron y se dedicaron a la vida religiosa con la esperanza de que las oraciones los salvaran de la muerte.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Francisco Altable. Humanitarismo, redención y ciencia médica en Nueva España. El expediente de salud pública para frenar la extinción de los indios en la Baja California (1797-1805), de la revista Secuencia, núm. 80.

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Imagen: Ignaz Tirsch. Colono y mujer california, 1762-1767. 

Los sistemas organizacionales de los agustinos.

Como el resto de las ordenes mendicantes, los agustinos tuvieron que adaptarse a la nueva realidad que representaba el contexto americano, muy diferente al ritmo que llevaron durante todo el periodo medieval europeo, donde tendrían que lidiar en la realización de un verdadero trabajo de evangelización a pueblos que no tenían ninguna noción sobre el cristianismo. El primer reto que tuvieron fue la designación de los territorios que les tocaría trabajar, empezando por la primera traba donde se les negó la concesión de un espacio dentro de la Ciudad de México para que fundasen su propio convento al considerar que ya tenían bastantes con los tres que llevaban, por lo que tuvieron que ser alojados con los dominicos y la Audiencia de México dictamina que ocupasen los lugares que no pudieron ocupar tanto los franciscanos como los dominicos. Es así que sus primeros lugares de asiento fueron Chilapa y Tlapa a donde mandaron a fray Jerónimo de San Estaban y fray Jorge de Ávila, Ocuituco le tocaría a fray Juan de San Román y fray Agustín de la Coruña, Santa Fe y el marquesado quedaría bajo el cuidado de fray Alonso de Borja, mientras en la capital se quedaron fray Francisco de la Cruz y fray Juan de Oseguera quienes finalmente obtuvieron el permiso para que la orden tuviese su convento propio.

Al paso de los años y con la expansión de los territorios conquistados los agustinos fueron designados a más territorios, como fue el caso de la Huasteca, las costas del Mar del Sur y Michoacán, sumándosele la responsabilidad de partir a realizar sus trabajos como misioneros a las islas del Pacifico y al archipiélago de las Filipinas, empezando porque el marino Andrés de Urdaneta pertenecía a la orden y fue el impulsor de su asiento en los nuevos territorios. Gracias al empeño que tenían por su labor hizo que fuesen designados para iniciar la cristianización del Perú, armándose una gran expedición donde varios agustinos fueron llevados para consolidar el poder español hacia 1551, teniendo el visto bueno del virrey Antonio de Mendoza, quien fue nombrado como el primer virrey del Perú y seria acompañado por los mismos agustinos quienes sirvieron como sus asistentes. Donde no pudieron avanzar fue en dirección al norte, ya que los franciscanos habían empezado a acaparar el puesto en las nuevas fundaciones, pero el haberles dado primicia para la evangelización de las Filipinas fue suficiente para que ya no buscasen la adjudicación de más territorios en la Nueva España.

Pero el haber aceptado esta situación donde los franciscanos y los dominicos lograron mantener su preminencia sobre los nuevos territorios conquistados hizo que el espíritu misionero agustino se fuese apagando, agregando la decadencia del sistema de los pueblos de indios como consecuencia de las epidemias, la persistencia de la idolatría entre los indígenas y el creciente conflicto del clero secular para imponer su poder sobre el regular hicieron que se fuesen relajando en su disciplina para abocarse a los pleitos y luchas de poder dentro de la orden. Esto no impidió que una parte de los agustinos no cesasen en buscar lugares para fundar nuevas misiones en los pueblos donde lo requiriesen, logrando obtener algunas plazas en territorios chichimecas. A pesar de las constantes dudas sobre la permanencia de las ordenes mendicantes, tanto su organización como la flexibilidad para poder adaptarse a su contexto los hicieron indispensables para lograr la cristianización de las sociedades indígenas, así como la organización de su vida religiosa, trabajo que no podían realizar a plenitud los curas acostumbrados a los ambientes urbanos y a atender a una feligresía de raigambre católica.

La cabeza de la orden estaba depositada en el provincial, quien permanecía en su puesto por un periodo de tres años, a ellos les seguían los priores quienes eran los encargados de dirigir los conventos, los cuales tenían una población de ocho frailes, uno de ellos era electo para ocupar el puesto de “discreto”, quien participaba en las asambleas capitulares y eran fundamentales para la elección del puesto de provincial. Algo que se puede deducir de los frailes elegidos en los puestos para la toma de decisiones de la orden es que siempre se encargaron de encumbrar a las personas que tenían un verdadero compromiso con la tarea de evangelizar, pero con el paso del tiempo y el estancamiento de la orden provocaría que los misioneros fuesen remplazados por frailes más atenidos a los negocios que hacían con la sociedad criolla. Con el crecimiento de la orden tanto en miembros como en plazas a su cargo hizo que se le sumara a la pirámide organizacional el puesto de vicario, quien ocupaba el puesto del provincial cuando este realizaba sus visitas pastorales en los monasterios, además de servir como consejero cuando había que decidir sobre temas difíciles.

Este sistema de organización participativa permitía que la orden se mantuviese informada sobre los problemas y deficiencias que tenían los territorios bajo su cargo, siendo los momentos cuando se elegían a los electores cuando salían a relucir los problemas que tenían los frailes en sus respectivos pueblos y esto determinaban la orientación de las votaciones. Fue mediante las asambleas donde se tomaron las decisiones del actuar de la orden en los pueblos de indios, pero fueron tres las que fueron más definitorias en la conformación de la reglamentación: el capítulo de Ocuituco de 1534, el de Epazoyucan de 1563 y el definitorio de Acolman de 1564, yendo desde reglamentaciones internas en la vida de la orden, la forma en que habrían de inculcar la religiosidad entre los indígenas, la dependencia a sus superiores de Castilla, pero el más importante es en lo referente al trabajo indígena y a la intromisión en asuntos políticos de los pueblos donde dejaron claro su prohibición hacia su uso para el beneficio de los conventos, así como el no involucrarse en cuestiones de cobros de tributos o sobre cuestiones del repartimiento de la mano de obra indígena para las haciendas y minas.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Antonio Rubial. El convento agustino y la sociedad novohispana (1533-1630).

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Imagen: Vista panorámica del conjunto conventual de San Agustin Tlapa (ahora catedral), Guerrero. Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=mUqSM5MV3C8

La situación del septentrión a finales del siglo XVIII.

Para tratar de hacer frente al nuevo orden donde tenían a serios rivales encima, durante el reinado de Carlos III se dispone la creación de la división administrativa de la Comandancia General de las Provincias Internas del Norte, esta tendría autonomía con respecto al virrey de la Nueva España para poder atender las necesidades de las poblaciones fronterizas, tocándole la organización a Teodoro de Croix al ser nombrado comandante general en 1776, siendo un reto el tener que ver por las necesidades de un territorio que iba desde el Golfo de California hasta la zona de la Bahía en Texas. Esta separación de los territorios del norte no cayo nada bien al virrey Antonio María de Bucareli, con quien Croix mantuvo una relación ríspida por esta independencia y esto dificultaría el conocimiento de la situación de las poblaciones, por lo que al año siguiente Croix decide emprender una inspección por todo el septentrión para conocer la situación real de las misiones, presidios y demás establecimientos de la región. Como resultado de las expediciones realizadas de 1777 a 1783 se vio una situación nada alentadora por el contexto de guerra permanente con las tribus, donde las misiones estaban en pleno proceso de extinción tanto por los problemas para mantener a los indígenas, la falta de personal religioso y el desinterés por parte del gobierno.

La situación de los colonos estaba resultando mucho mejor, ya que a pesar de que había cesado la fundación de nuevas poblaciones, las ciudades y las villas existentes estaban empezando a tener una era de bonanza como producto de la explotación minera y la cría de ganado como caballos y mulas, además de que empezaba a despuntar el comercio como consecuencia del retiro de los franceses de la Luisiana, por lo que se levantan la barrera aduanal y empezaron a fluir las caravanas de carretas provenientes de la nueva provincia, aunque sus mercancías se estaban vendiendo a precios muy elevados, los colonos podían costearlos. Para 1783, acaba la administración de Croix aportando generosos datos sobre la situación del norte, siendo remplazado por quien fuera el primer gobernador de California Felipe de Nevé, quien por la organización de la fundación del sistema misional ya tenía una amplia experiencia del contexto, pero sería a él a quien le toca lidiar con los inicios de la presión de los estadounidenses quienes ya estaban teniendo presencia en las riberas del rio Mississippi para exigir el derecho de navegación. Fue por ello que era imprescindible empezar a poblar la frontera para impedir posibles disputas territoriales, el problema es que no había gente para habitarlos, ya que mientras el territorio de Coahuila pasaba por un periodo de crecimiento constante, la situación de Texas era preocupante al no lograr la reducción de los indígenas en las misiones y por la violencia de las tribus.

Los franciscanos encargados de velar por las misiones texanas tenían el problema de las limitantes para ser poblados, ya que a pesar de contar con los recursos suficientes para poder alojar a los indígenas en buenas condiciones, se impedía el asentamiento de rancheros y colonos, provocando con ello a depender de sus esfuerzos para congregar a los indígenas e impedir la entrada de los colonos quienes hubiesen logrado incrementar la población. Como los misioneros ocuparon las mejores tierras para su proyecto evangelizador, los rancheros novohispanos estaban obligados a establecerse en lugares muy alejados y poco favorables para el desarrollo económico, teniendo como consecuencia que las misiones no contasen con la protección de los rancheros ante los ataques indígenas, esto a la postre daría pie al nacimiento de la aspiración autonomista que sería aprovechada por los estadounidenses en el siglo XIX. El caso contrario ocurría en el sur en Coahuila y Tamaulipas, donde los religiosos fueron remplazados por los hacendados, donde a pesar de que acapararon grandes extensiones de tierras para su explotación, la demanda por trabajadores y peones acasillados hizo que empezaran a nacer pequeñas rancherías para alojarlos, donde ya una vez llegada la independencia hizo que se fueran constituyendo como pueblos en toda forma.

Esto lo veremos con el caso del marquesado de Aguayo que poseía la hacienda de San Juan y la de Patos, de ellas nacerían las villas de Cuatrociénegas, Moctezuma, Santa Anna y Patos (actual General Cepeda), así como las propiedades de la Compañía de Jesús en Parras la cual como consecuencia de su expulsión dio lugar a la villa de Santa María de Parras en 1767. El proyecto planteado por Teodoro de Croix con el apoyo del padre José Agustín de Morfi fue la de poblar la región de La Laguna mediante el desarrollo de la economía basada en la agricultura y con ello crear un puente para conectar la zona del Bolsón de Mapimí con Saltillo, pero esto ya no pudo ser por la muerte de Morfi en 1783 promoción de Croix como virrey del Perú al año siguiente. La situación de inestabilidad seria atendida por el siguiente virrey Bernardo de Gálvez, quien conocía la situación al haber sido antes el gobernador de la Luisiana, pero con el iniciaría el proceso donde se menoscaba el poder de las Provincias Internas para regresar bajo el redil virreinal al darle una nueva división que no funcionaria, pero empodera a los colonos como organizaciones autónomas y que conocían mejor el territorio permitiendo su autogestión.

Con la llegada en 1789 del virrey Juan Vicente de Güemes, segundo conde de Revillagigedo, se cambia la estrategia para la comandancia al segregar las Californias, Nuevo León y Nuevo Santander para su reincorporación al virreinato, quedando dentro de las Provincias Internas Sonora, Nueva Vizcaya, Nuevo México, Coahuila y Texas con capital en Chihuahua. Para poder hacer frente al problema texano, el virrey Revillagigedo ordena la secularización de la misión de San Antonio Valero en 1793, las cuales estaban ocupadas por muy pocos indígenas quienes a veces trabajaban las tierras, beneficiando a los colonos de Béjar y San Fernando quienes las ocuparon, con ello se iniciaría el corto periodo de crecimiento poblacional del centro texano. Fue asi que el proyecto misional franciscano llega a su fin y con el tiempo se procede a la secularización del resto de las misiones, ya que por un lado los franciscanos ya no podían formar la cantidad de misioneros suficientes para poder atender a los indígenas y la feligresía podía ser atendida por el clero secular, pero aun así los franciscanos obstaculizaron la entrega de las misiones al argumentar que sus indígenas todavía no estaban preparados para entrar de lleno en la vida de la sociedad novohispana.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Luis Arnal Simón. Fundaciones del siglo XVIII en el noroeste novohispano, del libro Arquitectura y Urbanismo del Septentrión novohispano vol.1. Fundaciones del noreste en el siglo XVIII.

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Imagen: Theodore Gentilz. Agrimensores en Texas antes de la anexión a los EE. UU. 1845.

La evangelización inglesa a los indígenas de la Costa Este.

Los españoles tuvieron cerca de 50 años para consolidar la política a seguir tanto para la evangelización como para la protección de los indígenas, proceso donde participaron activamente tanto las ordenes mendicantes como el mismo rey quien dictaría una serie de disposiciones para regular las relaciones con los españoles, ya que para los religiosos los indígenas eran pueblos neófitos quienes vivían en un estado de inocencia, siendo su deber impedir que se corrompieran con los vicios europeos. Para lograr esto, las ordenes mendicantes tendrían el patrocinio directo de la corona quienes mantenían la financiación de los proyectos misioneros por los territorios ignotos, siendo los frailes los principales vigilantes de que los indígenas pudieran ser “reducidos”, concepto que puede tomarse a malinterpretaciones y que en la época quiere decir convencer de aceptar el evangelio, convirtiéndose asi en doctrineros. Este trabajo tenía como principal dificultad la persistencia de las creencias originarias escondiendo sus ídolos para rendirles culto en secreto, lo que provocaba cuando los descubrían que cometieran abusos como la destrucción de este material, por lo que los religiosos se avocaron tanto a la investigación de las culturas nativas como al aprendizaje de sus idiomas para hacer del cristianismo más comprensible y pudiesen saber si estaban realizando alguna ceremonia indebida.

Fue así como poco a poco las civilizaciones mesoamericana y andina fueron amoldándose al nuevo orden y se lograría la introducción de la Iglesia en sustitución de las religiones originarias, aunque también tendrían que enfrentar diferentes resistencias como la persistencia de ceremonias inaceptables como los sacrificios humanos y de ideas idolatras, provocando con ello que los religiosos los consideraran en un eterno estado de minoría d edad y los veían imposibilitados para poder ejercer el sacerdocio (aunque hubo algunas excepciones). Los españoles vendían sus logros como evangelizadores de las Indias ante los europeos y despertaría el recelo de las otras naciones, siendo una de ellas Inglaterra quienes estaban en plena lucha ideológica en contra de la Iglesia católica, tomándose como reto el igualar o mejorar el trabajo hecho por España. Si bien existía un cierto animo mesiánico de querer superar a sus enemigos, Inglaterra no poseía los medios para lograr el trabajo realizado en la Nueva España y el Perú, ya que durante el proceso de reforma de Enrique VIII para conformar la Iglesia anglicana desaparece las ordenes mendicantes, por lo que la evangelización solo quedaba en manos de pastores sin ninguna clase de respaldo institucional.

Durante el establecimiento de la colonia de Virginia, se lleva a cabo una asamblea donde se pone a la Iglesia anglicana como la única institución religiosa en 1619, pero para 1622 el territorio se había dividido en 45 parroquias a cargo de solamente 10 pastores, sumado a que el sustento de la iglesia era pagado por los colonos y no por la corona, limitándola a seguir sus intereses y a lo que podían pagar, por eso nunca seria opción el establecimiento de un obispado en Virginia y proyectos emprendidos como el Henrico College para educar a niños indígenas serian saboteados antes de empezar hacia 1619. El panorama de la evangelización de la Costa Este se complicaría aún más tanto por la estructura descentralizada de las Trece Colonias y sobre todo por la diversidad de confesiones cristianas establecidas en cada una, como el caso de Nueva Inglaterra establecida como una colonia puritana o Maryland que inicialmente sería una colonia católica y seria convertida al anglicanismo después del derrocamiento de Jacobo II en 1692. La falta de religiosos era un problema latente al no tener los suficientes ni siquiera para atender a los colonos, pero en la colonia de Massachussets se darían algunos esfuerzos individuales por convertir a los indígenas, como sucedía con los casos de Thomas Mayhew, John Eliot y Roger Williams quienes aprendieron el algonquino y lograron una pequeña comunidad de conversos.

Fue hasta 1649 cuando después de la Guerra Civil de Oliver Cromwell se formaría un proyecto metropolitano de evangelizar a los indígenas, aprobándose por el parlamento la Sociedad para la Propagación del Evangelio de Nueva Inglaterra la cual tendría como financiación por medio de donaciones individuales, teniendo como base los trabajos de traducción de Eliot para conformar un catecismo protestante en algonquino, la fundación del Indian College de Harvard en 1655 y la fundación de “pueblos de oración” concentrando en ellos a los indígenas. A pesar de la desconfianza de los colonos en el proyecto, se habían logrado algunos avances como la formación de una comunidad de 2,500 indígenas cristianos llegando a ordenar pastores nativos quienes se encargarían de evangelizar entre los paganos, siendo John Eliot quien defendería el proyecto de sus detractores al demostrar la capacidad de los indígenas de “civilizarse”(muchas veces se le ha comparado con De las Casas), pero ellos eran tan pocos a diferencia de los paganos que tenían que afrontar tanto su rechazo como sus ataques.

El enfoque de la evangelización puritana distaba en gran parte de la católica, ya que se basaba en que el indígena se convenciese de su conversión en lugar de forzarlos, ya una vez que hubiese aceptado la “gracia de Dios” debían de adoptar los usos y costumbres ingleses para pasar a integrarse dentro de la sociedad, pero lo complejo de la doctrina puritana y la extrema austeridad de su culto (a diferencia de la cultura barroca) sería un obstáculo para la masificación de las conversiones. A pesar de los obstáculos que daban la autonomía de la colonia de Massachussets, el proyecto evangelizador estaba dando resultados y se estaban integrando a la sociedad colonial, llegándose a conformar un comisario de asuntos indios en 1656 con un jurado integrado por 6 indígenas y 6 colonos para dirimir los problemas. Pero el estallido de la Guerra del rey Felipe en 1675 borraría cualquier esfuerzo por integrar a los indígenas dentro de la sociedad colonial, el propio Eliot trataría de defender la persistencia integrista, pero la indignación popular hizo que no fuese oído, por lo que a partir de entonces serian considerados “barbaros degenerados” quienes era imposible tener cualquier clase de confianza.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: John Elliot. Imperios del Mundo Atlántico. España y Gran Bretaña en América (1492-1830).

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Imagen:

 – Izquierda: Anónimo. Retrato de John Eliot, siglo XVII.

 – Derecha: Tompkins Harrison Matteson. John Eliot predicando entre los indígenas, 1849. 

Los jesuitas novohispanos en las islas Marianas.

La expansión española por el Pacifico nos sería una empresa fácil de realizar, ya sea por las limitantes de la tecnología naval, la lejanía tanto de la misma España como de las Indias, la falta de colonos dispuestos a irse a poblar las islas y sobre todo por las amenazas que representaban los piratas holandeses, chinos, japoneses y musulmanes quienes rondaban por los océanos. Para finales del siglo XVI se daría la entrada definitiva de España en el contexto asiático con el sometimiento del archipiélago de las Filipinas, creando una ruta donde la Nueva España seria el vector para comunicar la colonia con la península, es a través de este camino donde encontraron con el resto de las islas de Oceanía, principalmente con la región de la Micronesia donde sumarian como parte del territorio filipino las islas Marianas, teniendo como centro principal la isla de Guaján o Guam. Pero debido a las limitantes antes señaladas, provocaría que las islas Marianas quedasen abandonadas a su suerte, con excepción de Guam que se había convertido en punto de parada para la Nao procedente de Acapulco, por lo que fueron los jesuitas quienes intentarían por su lado evangelizar a las tribus micronesias y con ello sumar por la vía pacífica nuevos territorios.

Quien recibiría el llamado providencialista de llevar la palabra de Cristo a las islas del Pacifico seria el padre Diego Luis de San Vitores, jesuita de origen burgales quien se había asentado en la Ciudad de Mexico hacia 1660 con la intención de misionar a las Filipinas, siendo recordado por su dedicación a su trabajo como religioso durante dos años como el fundar la ilustre congregación de San Francisco Javier en la parroquia de la Santa Veracruz y su trabajo caritativo con los enfermos y encarcelados, incluso el virrey Juan Francisco Leyva y de la Cerda, Conde de Baños, trataría de persuadirlo para quedarse en la capital, pero decide seguir el llamado de la fe en Asia. Fue tal el cariño que tuvo por parte de su feligresía que llego a recaudar en donaciones para completar su viaje 3000 pesos en ornamentos, alhajas y reales, embarcándose en Acapulco el 5 de abril de 1662 para llegar tres meses después a la isla de Guam, visita breve donde comprobó la falta de atención que tenían los chamorros (el pueblo autóctono de la isla) y vio la necesidad de establecerse en ella. Llega julio al puerto de Lampón en Manila encontrando una situación adversa en la colonia española, ya que el gobernador Manrique de Lara enfrentaba la amenaza de invasión del pirata chino Zheng Chenggong (mejor conocido como Koxinga) quien se había convertido en un caudillo estableciendo su feudo en Taiwán, por lo que se vio forzado a abandonar las guarniciones de las islas Molucas y la misión jesuita de Terrenate.

La crisis filipina iba en aumento, porque la amenaza pirata había hecho que las autoridades españolas decidiesen abandonar el presidio de Zamboanga en la isla de Mindanao por la amenaza de los “moros”, a pesar de las protestas de los habitantes indígenas ya cristianizados, se les dejaría a los pobladores de la villa sin soldados para su defensa. La administración eclesiástica también estaba envuelta en el desastre al tener que hacer frente al reacomodo de los misioneros siguiendo los movimientos de los militares, por lo que en esos tiempos el padre provincial Ignacio Zapata le encarga a San Vitores de los montes Santa Inés y Morataya primero, después seria puesto para encargarse de las congregaciones de Taytay y Cainta, donde pudo aprender el tagalo con la ayuda del hermano Marcos de la Cruz. Desde ahí critico el abandono de los habitantes de Zamboanga y pedía a los jesuitas a que mandasen religiosos para atenderlos, llegando a proponer la formación de la viceprovincia de las Marianas para aprovechar para tener presencia en aquellas islas sin descuidar las misiones establecidas en Mindanao y Joló.

Para ese entonces, la misma Compañía de Jesús era cuestionada por sus pares franciscanos y dominicos por sus métodos de evangelización en Asia, ya que ellos eran muy permisivos en cuanto a la integración y adaptación de algunos elementos religiosos de origen confuciano o taoísta de los habitantes de origen chino, por lo que varios integrantes del clero como el obispo Juan Palafox y Mendoza se convirtieron en enemigos de la orden llegando a pedir su supresión, llegándose a sumar a la cruzada antijesuita personalidades como el Conde-Duque de Olivares. Estas discusiones enrarecieron aún más el contexto filipino y se llegaron a mezclar con las disputas con las autoridades políticas de la colonia, por lo que no era posible en su momento financiar el proyecto misionero de San Vitores en las Marianas ante las acusaciones de corrupción salidas de la península. Fue así que, por un tiempo, tanto San Vitores como el resto de jesuitas desocupados tuvieron que cubrir las misiones desatendidas en Mindanao, de las cuales llego a describir a sus habitantes de dóciles debido a la ética y moral que les había dado su anterior religión el Islam.

De 1664 a 1666, se le manda a San Vitores a Manila para ser maestro de novicios en la universidad, promoviendo un modelo de predica más popular y con contacto directo con los fieles, es ahí cuando le toca recibir a la expedición del almirante Esteban Ramos y su tripulación de 4 filipinos quienes por 26 años habían permanecido como náufragos en Saipán y cómo pudieron fueron recorriendo todas las islas Marianas hasta llegar a Guam. Por las historias que le narraron, San Vitores se convence de seguir impulsando la misión evangelizadora en Guam al tener noticias que sus habitantes no habían sido contaminados por el islam y mantenían una condición de “gente dócil” y por lo tanto sería una empresa fácil de emprender. Insiste con sus superiores el iniciar la misión y logra llevar su causa al Consejo de Indias con el apoyo del padre Luis Pimentel, teniendo el visto bueno tanto del gobernador como del arzobispo, siendo aceptada la iniciativa de evangelizar las Marianas en 1665 por parte del padre San Vitores y lograría integrar a los náufragos filipinos como intérpretes, siendo un alivio para los españoles de las Filipinas por las islas abandonadas. 

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Alexandre Coello de la Rosa. El peso de la salvación: Misioneros y procuradores jesuitas de las islas Marianas y la Nueva España (1660-1672), de la revista Historia Mexicana no 71.

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Imagen:

  • Izquierda: Anónimo. Diego Luis de San Vitores, ca. siglo XVII.
  • Derecha: Marie Joseph Alphonse Pellion. Chamorros pescando, 1819.