Los olores en el ceremonial religioso mesoamericano.

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Una de las formas de manifestar el culto a los dioses consistía en dejar ofrendas olorosas para que pudieran captar su esencia etérea. Sin duda, uno de los elementos fundamentales era el copal, una resina que se quemaba con brasas y despedía un olor agradable y delicado. Era considerado una ofrenda básica para agradar a los dioses y poder rendirles tributo.

Se pensaba que sería imposible recrear cómo olían las ciudades o los centros ceremoniales mesoamericanos, pero gracias a los avances de la tecnología, la arqueología puede analizar los restos depositados tanto en las ofrendas como en los suelos, para luego analizar las partículas y así poder identificar los elementos que estuvieron presentes.

Por un lado, sabemos que en ceremonias de la religiosidad mesoamericana como los sacrificios humanos, era común que los centros ceremoniales olieran a sangre proveniente de las víctimas. También sabemos de la afición de los indígenas por las flores y cómo las cultivaban para ofrendarlas a las deidades.

El estatus social también se reflejaba en los hábitos de higiene de la nobleza, siendo fundamental que las altas esferas como los guerreros, dirigentes y mercaderes desprendieran un aroma agradable para diferenciarse del resto. Esto se lograba llevando ramilletes de flores o fumando tabaco aromatizado, ya que simbolizaba la prosperidad y la felicidad, considerándose un atributo de perfección. Por otro lado, los malos olores estaban asociados con faltas éticas y morales de los individuos. La presencia de estos aromas desagradables era vista como una señal de desequilibrio en la vida de las personas, indicando que estaban siendo dominados por la «suciedad» de sus acciones. Esto no solo los exponía a enfermedades, sino que también afectaba a sus seres queridos, quienes se veían influenciados por su mal comportamiento.

En la cultura nahua, se menciona la figura de Tlazoltéotl, conocida como «la diosa de la basura», que se encargaba de «devorar» los pecados de las personas. Aquellos que confesaban sus faltas ante esta deidad tenían la oportunidad de recobrar el equilibrio en sus vidas.

La dicotomía de los olores reflejaba la forma binaria en que se dividía el universo. Mientras que los olores agradables estaban relacionados con los cielos y los dioses celestes, considerados como su aliento de aroma agradable, el inframundo, siendo el opuesto de la superficie, estaba asociado con la podredumbre y lo fétido, con sus habitantes siendo considerados como «flatulentos», haciendo referencia a los gases liberados en el proceso de descomposición.

Los cielos se imaginaban como un espacio floral que otorgaba su delicado aroma a sus habitantes. Incluso hay relatos indígenas, como los de los quichés, que mencionan jardines de flores en el inframundo. Esta interpretación sugiere que esta imagen representaba la vitalidad que se conservaba después de la muerte y permitía la persistencia del ciclo de regeneración.

El olor estaba relacionado con el aliento, lo que llevó a los investigadores a considerar elementos gráficos como las vírgulas como símbolos de la palabra, el aliento y el aroma en la iconografía. Por lo tanto, en algunas representaciones, se pueden observar vírgulas emanando de ciertos objetos.

Además de saber que el copal era uno de los elementos odoríferos presentes en el contexto ritual, también había otros muy comunes. Entre ellos se encontraba la sangre, que resultaba agradable a los dioses, ya sea el olor de la sangre fresca o quemada. Además, se utilizaba el pericón o yauhtli, así como el hule, lo cual puede parecer extraño. En los códices, hay diferentes representaciones donde se formaban bolitas de hule para quemarlas o se salpicaba papel con hule líquido antes de quemarlo.

Los sahumerios utilizados en las ceremonias eran elementos de manifestaciones artísticas con un profundo contenido ritual. En los sahumerios más sofisticados, era común encontrar representaciones de serpientes o jaguares. La serpiente estaba asociada tanto con la forma de las vírgulas, la sangre y lo fluido, mientras que el jaguar era un símbolo del poder.

En la representación gráfica, era habitual simbolizar los olores agradables a los dioses en forma de flores, lo que reforzaba la idea del cielo florido. Esta idea llegó a sobrevivir en el mundo colonial, donde era común ver en los murales cielos llenos de flores, algo único dentro de la iconografía cristiana.

Uno de los simbolismos que puede relacionar el olor con las flores y el cielo se refleja en los ojos que a menudo representan el cielo estrellado. Estos podrían haber surgido de la iconografía de las flores, donde se representan a través de dos círculos concéntricos para simbolizar el estambre, considerado como el corazón de las flores. Esta asociación lo relaciona con la ofrenda más preciada que se podía hacer a los dioses, como los corazones humanos.

En varios códices, el ojo representado con un círculo dividido en dos mitades, una roja y otra blanca con la pupila, a menudo sustituye al estambre en algunos glifos de las flores. Además, hay escenas donde el humo de los sahumerios, en lugar de salir de las flores, se representa con ojos celestiales, lo que indica la relación entre los olores perfumados y los cielos.

En la actualidad, tanto los huicholes como los coras suelen identificar los campos floridos con los cielos, ya que ven la tierra como una jícara donde se refleja el cielo. Esto refleja la idea de que los olores agradables representan a los cielos, mientras que lo fétido debe fungir dentro del orden cósmico como el contrario complementario de lo que debería ser, revelando así el desorden y las faltas al orden establecido.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Élodie Dupey García, revista Arqueología Mexicana no. 135.

– Olores y sensibilidad olfativa en Mesoamérica.

– De vírgulas, serpientes y flores. Iconografía del olor en los códices del Centro de México.

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Imagen:

 – Izquierda: Nezahualpilli, hijo de Nezahualcóyotl. Códice Ixtlilxóchitl, siglo XVI.

 – Derecha: Sacerdote con un sahumerio. Códice Nutall, lamina 9, cultura mixteca, Posclásico Temprano.

El desarrollo mesoamericano de la costa oaxaqueña.

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Desafortunadamente, varios territorios han sido ignorados por la arqueología debido a la constante falta de presupuesto para llevar a cabo investigaciones. Este es el caso de la costa oaxaqueña, que ha sido ampliamente descuidada en los trabajos arqueológicos. En su lugar, la atención se ha centrado principalmente en dos regiones: el Istmo de Tehuantepec y el valle del Río Verde. Esta situación se ve complicada por la compleja dinámica étnica que caracterizó a la costa oaxaqueña durante la era mesoamericana y que continúa siendo relevante en la actualidad.

En la costa oaxaqueña, se identifican varios grupos originarios, entre ellos los chatinos, chontales, mixes y amuzgos, quienes fueron sometidos por pueblos provenientes del interior. Por ejemplo, los huaves dominaron a los mixes, los zapotecos fundaron Tehuantepec en el Istmo, y se destaca el conocido episodio de la conquista del rey mixteco 8 Venado y la fundación del reino de Tututepec, como relatan tanto las fuentes prehispánicas como coloniales.

A pesar de esta compleja historia, las investigaciones arqueológicas en la costa oaxaqueña han sido escasas y se han centrado en un número limitado de sitios, como los restos de Tututepec, algunos lugares documentados en Pinotepa Nacional y las bahías de Huatulco. Estos sitios son importantes para comprender la relación de la región con potencias mesoamericanas como Monte Albán y Teotihuacán. Sin embargo, se requiere un mayor apoyo y recursos para explorar adecuadamente esta rica y diversa región arqueológica.

Se ha descubierto que Río Verde fue un importante núcleo poblacional en etapas tempranas, como el Preclásico temprano, que abarca desde aproximadamente los años 1800 al 700 a.C. Durante este período, experimentó un crecimiento gradual de la población de las comunidades, aprovechando las dinámicas comerciales propiciadas por Teotihuacán. Esto se evidencia en la proliferación de la obsidiana de Pachuca y la adopción de estilos cerámicos como el anaranjado delgado.

Con el paso del tiempo, el desarrollo de la región se volvió más modesto. Sin embargo, durante el Posclásico Temprano, que comprende desde el 900 al 1200 d.C., la región entró en un período de decadencia, caracterizado por el abandono de muchos de sus asentamientos. Este contexto propició la entrada de los mixtecos en la región y la fundación del reino de 8 Venado de Tututepec.

El territorio controlado por este estado mixteco alcanzó una extensión máxima de aproximadamente 25,000 kilómetros cuadrados a lo largo de la costa. Este estado llegó a ser tan importante que estableció nexos dinásticos con señoríos distantes, incluyendo la Mixteca poblana, varios reinos costeros y los Valles Centrales, gracias a la intervención de los toltecas-chichimecas liderados por 4 Jaguar.

Sin embargo, su importancia disminuyó con la expansión mexica a finales del siglo XV y principios del XVI. Según algunas fuentes, el reino mixteco de 8 Venado de Tututepec fue rodeado y debilitado, e incluso algunos relatos mencionan su conquista por parte de los mexicas.

Una de las regiones que ha cobrado relevancia ante los investigadores son las Bahías de Huatulco, cuyo registro arqueológico se vuelve fundamental ante la amenaza latente de la destrucción causada por la expansión turística. Las investigaciones y excavaciones arqueológicas realizadas en algunos sitios, especialmente destacado el de Bocana del Río Copalita, han sido cruciales. Este sitio ha sido restaurado y abierto al público.

Los resultados obtenidos de estos trabajos revelan que las primeras manifestaciones de ocupación humana datan desde alrededor del 2,500 a.C. Bocana del Río Copalita adquirió relevancia gracias a su estratégica ubicación en la desembocadura del río, que lo convirtió en un importante puerto tanto para los pueblos de la sierra que se comunicaban río abajo como para el emergente comercio marítimo por cabotaje. El sitio fue fundado durante el Preclásico Tardío (400 a.C. – 200 d.C.).

Gracias a su posición en las rutas comerciales, Bocana del Río Copalita experimentó un periodo de esplendor durante el Clásico, con la construcción de varios edificios del centro ceremonial, entre ellos el Juego de Pelota, que hasta ahora ha sido el único localizado en los sitios de la costa oaxaqueña. Esto revela la importancia que tuvo este lugar en el contexto regional durante esa época.

Las investigaciones han revelado que la costa de Oaxaca pudo mantener durante el periodo Clásico una relación sumamente dinámica con otras regiones mesoamericanas. Esto se evidencia en el hallazgo de materiales procedentes de Chiapas, Veracruz y Tabasco en Copalita. Sin embargo, aún no se ha determinado el grado de control o relación que pudo haber tenido el estado de Monte Albán sobre el puerto.

A través de las evidencias encontradas en los restos humanos y las figurillas, se ha podido determinar que la calidad de vida en la región alcanzaba una esperanza de vida de alrededor de 50 años. Además, se han obtenido detalles sobre la vestimenta, que revelan que los hombres utilizaban principalmente el maxtlatl o taparrabos, mientras que las mujeres llevaban faldas desde la cintura hacia abajo y el pecho descubierto. Es importante destacar que esta costumbre aún perduraba hasta la primera mitad del siglo XX entre las indígenas.

A pesar de dedicarse al comercio, Bocana del Río Copalita era capaz de producir sus propios materiales de consumo, como cerámica estucada, textiles variados y adornos de concha. Sin embargo, se cree que la manufactura de estos últimos podría haber sido importada, ya que no se han encontrado talleres para su producción local.

Esta situación de bonanza que experimentó Copalita cambió drásticamente durante el Posclásico, cuando tuvo que hacer frente a la despoblación de la región y al expansionismo mixteca liderado por 8 Venado. Eventualmente, cayó bajo el control de los mixtecas y se convirtió en un territorio tributario de Huatulco, con la obligación de reunir tributos para Tututepec, especialmente oro proveniente de los chontales de la sierra.

Según los cronistas del siglo XVI, Huatulco era un importante centro de llegada para los toltecas, manteniendo relaciones con el Altiplano Central. Esta conexión pudo haber despertado el interés de los mexicas por la región. Se registró una incursión de Moctezuma Ilhuicamina hacia 1455 y 1456, seguida por otra expedición de Axayacatl.

Antes de la llegada de los españoles, Copalita (posiblemente conocido como Copalitlán) experimentaba un período de decadencia, caracterizado por problemas de salud graves entre los niños y una epidemia de sífilis, lo que afectaba su calidad de vida. Esto facilitó el abandono del sitio de Bocana y la reubicación de sus habitantes en el pueblo de Copalitlán durante la conquista española.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Raúl Matadamas Diaz y Sandra L. Ramírez Barrera. Copalita, Huatulco. La transición al periodo Clásico en la Costa de Oaxaca, del libro Monte Alban en la encrucijada regional y disciplinaria.

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Imagen: Basamento del centro ceremonial de Bocana del rio Copalita, Oaxaca. 

Los europeos y los recursos americanos.

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El contexto natural de América resultó demasiado complejo para las diferentes naciones europeas que llegaron a conquistar diversas zonas del continente, lo que llevó a resultados muy variados que determinaron las formas de gobierno en los reinos y colonias. El Perú fue el que mejor cumplió con las aspiraciones de los conquistadores españoles, ya que el Imperio Inca valoraba enormemente los metales preciosos como el oro y la plata. Según las fuentes históricas, se pagó un rescate de cerca de 1,326,536 pesos de oro y 51,600 marcos de plata por la liberación de Atahualpa, quien fue secuestrado por Francisco Pizarro. En cambio, los señoríos mesoamericanos resultaron una decepción para los españoles, aunque obtuvieron a cambio importantes contingentes de mano de obra indígena y el excedente de su producción agrícola.

Por otro lado, la experiencia de los ingleses en Norteamérica fue diferente. Encontraron territorios gélidos donde solo podían aprovechar la obtención de pieles de animales. Sin embargo, a partir de Nueva Inglaterra hacia el sur, tenían la posibilidad de obtener cosechas importantes con los excedentes de sus recursos.

Los colonos ingleses veían con desaprobación la práctica de cultivos temporales de los indígenas del sur de la Costa Este, quienes abandonaban sus tierras estacionalmente para trasladarse como nómadas a otros territorios. Esta costumbre explicaba, según los colonos, la aparente pobreza y baja densidad de población de los indígenas, a pesar de contar con abundantes recursos naturales. Sin embargo, esta movilidad dificultaba el establecimiento de relaciones de servidumbre con los indígenas.

En contraste, los españoles lograron someter tanto el territorio mesoamericano como el andino, regiones que tenían milenios de organización civilizatoria donde existían relaciones de sumisión entre el pueblo y sus gobernantes. Por lo tanto, las autoridades y conquistadores españoles simplemente se integraron en estas estructuras preexistentes para obtener beneficios, aunque les resultaba difícil adaptarse a los sistemas de intercambio basados en semillas de cacao y plumas en lugar de oro y plata. Este tipo de dominio fue llevado al extremo del abuso por parte de los conquistadores españoles, quienes cometieron tropelías y saqueos contra los indígenas, utilizando la figura de la encomienda, todo con el fin de alcanzar los mismos niveles de riqueza que la nobleza peninsular.

El maíz fue fundamental en la construcción del modo de vida indígena en gran parte del continente americano, permitiéndoles generar excedentes que les permitían mantener a sectores de la sociedad apartados de las actividades de subsistencia, especialmente en las regiones mesoamericanas y andinas. Aunque los españoles comenzaron a adoptar gradualmente la costumbre de consumir tortillas mesoamericanas, siempre añoraron el trigo y se esforzaron por introducirlo en el continente para que los indígenas lo cultivaran y así poder disponer de pan, ya sea de salvado para los colonos pobres o pan blanco, el cual tenía el doble de precio, para los adinerados. Esto se realizaba sin llamar la atención de los indígenas, quienes solo cultivaban trigo debido a la demanda española.

Contrariamente a lo que se pueda pensar, los ingleses valoraron la presencia del maíz y rápidamente lo adoptaron como alimento principal en las colonias. Esto se debió a la facilidad de su cultivo y a la dificultad de adaptar cultivos como el trigo, la avena y la cebada. Solo a finales del siglo XVII se logró establecer sembradíos de estos granos en la colonia de Chesapeake, sin que estos reemplazaran al maíz.

Con la llegada de los europeos también llegaron los animales de cría, destinados a proporcionar una fuente permanente de carne en su dieta o a servir como medio de transporte, como en el caso de los caballos. Sin embargo, los indígenas se vieron enfrentados a una serie de problemas, ya que el ganado solía destruir sus cultivos al adentrarse para alimentarse. En el caso de los españoles, delegaban la responsabilidad de la cría del ganado a los colonos pobres, quienes establecieron estancias y fincas para este fin.

Esta actividad económica resultó ser de gran importancia para territorios como la costa peruana, Chile y el norte de México, donde las sociedades giraban en torno a la cría de ganado, el cultivo de productos agrarios españoles como cereales, vid y aceites, así como la manufactura de artículos hispanos. Algunos cultivos indígenas adquirieron una importancia capital para la economía española, como fue el caso del cacao, el tabaco, el añil y la grana cochinilla, los cuales tuvieron una alta demanda en los mercados europeos y pronto fueron monopolizados por algunos terratenientes. Además, la cría de ganado vacuno y la producción de azúcar resultaron más prósperas que en la península, convirtiéndose en productos de exportación.

Los colonos ingleses se vieron obligados a conformarse con vidas más modestas al darse cuenta de la imposibilidad de encontrar las riquezas que los españoles habían hallado. Se vieron obligados a tener fincas pequeñas que debían defender de los indígenas y a ingeniar formas de aprovechar al máximo los recursos disponibles. No había forma de competir con las riquezas provenientes de los yacimientos de plata en México y Perú. La única manera de hacer sostenibles las colonias fue aprovechar las fértiles tierras de Chesapeake, donde descubrieron que eran adecuadas para el cultivo del tabaco. El éxito de las exportaciones de tabaco fue tal que intensificaron su cultivo y la población creció de forma exponencial, pasando de 2,500 habitantes en Virginia hacia 1620 a 100,000 al final del siglo.

Otra salvación para los colonos fue la posesión de la isla de Barbados en el Caribe hacia 1625, tras ser abandonada por los españoles. Descubrieron que sus tierras eran ideales para el cultivo de caña de azúcar y algodón, convirtiéndola en una potencia productora gracias a las técnicas importadas de Brasil por los portugueses durante las décadas de 1640 a 1650.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: John Elliot. Imperios del Mundo Atlántico. España y Gran Bretaña en América (1492-1830).

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Imagen: David B. Scott. Cultivos de tabaco en Jamestown, Virginia, hacia 1615, grabado de 1878.

El temor de los mesoamericanos a los eclipses.

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La cosmovisión mesoamericana se fundamenta en el principio de situar al Sol como el supremo gobernante de la existencia misma. Este astro dicta el orden de la realidad, estableciendo las funciones que deben cumplir tanto objetos, animales, seres humanos y dioses. Sin embargo, como todas las cosas tienen un fin, la finitud del Sol está determinada por la constante lucha entre Quetzalcóatl y Tezcatlipoca. Estas deidades se alternan el patronazgo de las eras, inicialmente asumiendo el papel de regentes del astro y luego siendo derrocadas mutuamente para dar lugar a otras deidades como Tláloc, Chalchiuhtlicue y Nanahuatzin, quien gobierna sobre el actual sol Nahui Ollin, «cuatro movimiento», subordinado a Tezcatlipoca. El fin del sol actual está predestinado por una serie de terremotos que eventualmente destruirán el mundo conocido.

Tras el fin de un sol, se inicia un período de anarquía donde las fuerzas nocturnas se apoderan del mundo, perdiéndose todo sentido existente y permitiendo que todos los seres realicen acciones contrarias a su naturaleza, como atacar a aquellos que no lo hacían o incluso consumirse entre sí. La existencia del Sol es fundamental para restaurar el orden en la realidad y garantizar que todos cumplan con su función.

El Sol mismo necesita ser nutrido para mantener su existencia, lo que le permite atravesar el inframundo durante la noche para resurgir al amanecer con sus fuerzas restauradas. Sin embargo, en la concepción indígena, hay momentos de crisis en los que el Sol podría «morir», como durante el Fuego Nuevo, que simboliza el fin del ciclo de 52 años, o durante los eclipses, referidos en náhuatl como Tonatiuh qualo o «el sol es comido», un disfraz cultural que también alude al acto sexual. Tanto en la iconografía prehispánica como en su posterior integración en tiempos coloniales, encontramos representaciones gráficas de un jaguar devorando un corazón, que corresponde al fin del primer Sol presidido por Tezcatlipoca cuando los jaguares empezaron a devorar a los gigantes, animal asociado con las fuerzas nocturnas. Esto se refleja en algunos documentos coloniales que hacen referencia a esta imagen, interpretándola como las fases del eclipse donde el Sol aparece «mordido».

Los indígenas modernos siguen manteniendo en sus creencias la idea de la lucha entre las fuerzas solares y nocturnas en los eclipses, representando al jaguar como el agente que devora al sol, así como a otros animales como águilas, murciélagos, serpientes e incluso hormigas. Además, se ha incorporado la religión católica al considerar este fenómeno como el momento en que «el Diablo le pega a Dios», recordando que Tezcatlipoca suele ser relacionado con el príncipe de las tinieblas.

Según los informes recopilados por los religiosos, cuando la sombra de la Luna comienza a proyectarse sobre el Sol, se considera una pérdida del equilibrio, como si estuviera «inquieto», lo que indica una ruptura del «orden y la moralidad». A medida que avanzan las etapas del eclipse, se interpreta como si el Sol estuviera muriendo. Para los mesoamericanos, era posible evitar esta muerte revitalizando al Sol mediante ofrendas de sangre, ya sea con sacrificios autosacrificiales o sacrificando personas con malformaciones como jorobados, albinos, leprosos, siameses y enanos (los tlaxcaltecas sacrificaban personas «bermejas» o pelirrojas), considerados encarnaciones o hijos de Xolotl-Nanahuatzin. Con esto, se intentaba recrear el mito del nacimiento del Sol actual.

Estos momentos eran aprovechados por los sacerdotes para reprender al pueblo por sus malas acciones contra el orden sagrado, advirtiendo que como castigo divino, los dioses ocultarían al Sol. Se llamaba a ofrecer sacrificios, sangre propia y hacer ruido para revitalizarlo, ya fuera entonando cantos guerreros para animarlo, llorando angustiados ante su muerte, o simplemente haciendo ruido, además de encender fogatas o incluso quemar sus casas para preservar el fuego.

El eclipse era un evento con consecuencias funestas, ya que durante este tiempo se creía que corría el «viento malo» y las tzitzimime, espíritus de mujeres muertas durante el embarazo que se transformaban en seres demoníacos devoradores de almas, tenían libertad para acechar. En esos momentos, la gente debía resguardarse en sus casas, evitar comer y beber agua hasta que el Sol reapareciera, ya que de lo contrario podrían enfermarse. Se consideraba que el Sol había perdido su calor, por lo que era común que las personas portaran elementos rojos para preservar este calor solar. La ausencia de este calor solar podía tener efectos graves en las mujeres, como alteraciones en sus ciclos menstruales, esterilidad o deformidades en los fetos, como el labio leporino. Por ello, se las escondía para protegerlas, y debían llevar consigo objetos afilados como protección.

Las consecuencias físicas de mirar directamente el eclipse, como la ceguera, se consideraban un castigo divino. Se le daban diferentes explicaciones simbólicas, como la ceguera temporal de los astros o el momento en que el Sol y la Luna mantenían relaciones, lo que lo convertía en un acto de transgresión que merecía castigo para los mortales (de ahí la superstición de que presenciar actos sexuales causa enfermedades oculares).

El eclipse era visto como un evento anómalo que perturbaba el orden establecido al interrumpir la trayectoria habitual del Sol con un momento de oscuridad. Se consideraba consecuencia de las acciones de los dioses, representando un lapso de debilidad del Sol que sucumbía ante las faltas de la humanidad, lo que podía llevarlo a la muerte y tener serias repercusiones en personas vulnerables como los neonatos o los niños, quienes podrían sufrir deformidades o transformarse en animales. Durante estos momentos, los religiosos aprovechaban para reprender a la sociedad, culpándola por el eclipse como resultado de sus faltas en sus deberes con los dioses. Se veía como una oportunidad para redirigir sus acciones y cumplir con sus obligaciones hacia los dioses.

Hoy en día, muchas de estas creencias populares persisten, y algunas costumbres similares se practican aún en algunos pueblos, muchas veces desconocen el origen de estas practicas. Estas tradiciones forman parte de la rica herencia mesoamericana y representan un intento de explicar estos fenómenos naturales como una forma de relacionar la conducta humana con el cosmos y sus seres divinos.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Jaime Echeverria García. “El Sol es comido”: representaciones, practicas y simbolismos del eclipse solar entre los antiguos nahuas y otros grupos americanos, de la Revista Española de Antropología Americana, vol. 44, núm. 2.

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Imagen:

  • Izquierda: Serpiente aparece devorando al Sol. Codice Dresde, folio 57, cultura maya, Posclasco Temprano.
  • Centro: Representacion de un eclipse. Codice Borbonico, cultura mexica, Posclasico Tardio.
  • Izquierda: Eclipse solar con influencia europea. Codice Telleriano Remensis, t. I, parte III, lám. XXIX, siglo XVI.

Los itzaes del Peten ante la conquista española.

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Para el periodo Posclásico, la península de Yucatán experimentó un proceso de unificación política bajo el dominio de una triple alianza de reinos. Chichén Itzá, habitada por los itzaes; Uxmal, por los Xiu; y Mayapán, con los cocom, conformaban esta alianza. Sin embargo, en el siglo XIII, esta triada se deshizo cuando los cocom invadieron Chichén Itzá, estableciéndose como la potencia hegemónica. La derrota obligó a los itzaes a huir y establecerse en el Petén, territorio que distaba de su periodo de esplendor durante el periodo Clásico. Mientras tanto, el resto de los estados mayas de la península se sumieron en un periodo de guerras que provocó su decadencia cultural y social.

Durante un lapso de 250 años, los itzaes lograron constituir una nueva capital en una isla en medio del lago Petén Itzá, la cual recibió el mismo nombre. También fue conocida como Tayasal o Nojpetén. Este nuevo reino se estableció como la potencia dominante en la región del Petén, que para entonces había perdido importancia frente a los pequeños estados mercantes de la costa yucateca y los cacicazgos internos.

El reino fue uno de los primeros en ser visitados por los españoles en la región, siendo Hernán Cortés quien lideró una expedición a la Hibueras el 16 de marzo de 1525, acompañado por su comitiva de guerreros mexicas y tlaxcaltecas (para ese entonces, ya había ejecutado a Cuauhtémoc en Itzamkanak). Fueron recibidos por el halach huinic Ah Canek, quien los atendió de manera cordial. Según los informes, le dijo a Cortés que ya tenían conocimiento de su presencia gracias a su campaña inicial en Tabasco, y les prometió su conversión al cristianismo y su aceptación de la sumisión a la corona española.

Aunque la breve estancia dejó muy buenas impresiones en Cortés, los pueblos vecinos, como los cehache, advirtieron sobre la beligerancia de los itzaes en la región y cómo eran considerados como formidables guerreros. Esto se confirmó más tarde cuando se informaron sobre las acciones de los españoles en los estados circundantes, lo que les permitió a los itzaes diseñar una estrategia para mantener su independencia y enfrentar la llegada de nuevas expediciones españolas.

Dado que la península yucateca resultó ser una decepción para los españoles en cuanto a los recursos que podían obtener de los indígenas, su control se restringió únicamente al noroeste. En el sureste, su presencia se limitaba a Bacalar, como resultado de la brutalidad de las campañas de conquista lideradas por Francisco de Montejo y las incursiones de Alonso de Ávila. Como respuesta a estas circunstancias, la corona dictó disposiciones que enfatizaban que cualquier avance hacia el resto de la península debía realizarse de manera pacífica y como parte del proceso de evangelización.

Fue así como hasta finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, los franciscanos comenzaron a hacer acto de presencia en la zona, principalmente en los alrededores de la bahía de Chetumal. Dos franciscanos llegaron a Petén Itza alrededor de 1618, procedentes de Mérida. Sin embargo, esta visita dejó una mala impresión entre los itzaes, ya que uno de los religiosos destruyó una estatua de su dios Tzimin Chac (según las historias, se trata de un caballo que Cortés dejó como regalo y que posteriormente fue deificado). En respuesta, los itzaes iniciaron una política de aislamiento e intolerancia hacia cualquier intento de visita por parte de misioneros o mayas conversos que pudieran servir como espías para los españoles.

Para entonces, los itzaes estaban bien informados sobre la creciente animadversión de los mayas habitantes de Bacalar hacia los abusos de los colonos y los problemas ocasionados por los cambios en el clero religioso, especialmente cuando los franciscanos fueron reemplazados por el clero secular. Estos últimos no lograron cumplir con el compromiso de la evangelización y tuvieron que ser sustituidos nuevamente por los franciscanos. Esta situación desencadenó una serie de problemas en el territorio vecino conocido como Dzul Winiko’ob, que incluía poblaciones como la antigua ciudad de Lamanai y Tipú. Ante esta situación, los itzaes comenzaron a promover la discordia para alejar a los españoles de sus fronteras.

Los esfuerzos de los itzaes tuvieron éxito al lograr fomentar la rebelión de Tipú y expulsar a los misioneros de la región durante la Cuaresma de 1633. Además, el escaso interés mostrado por los españoles hacia la región, al no encontrar recursos que explotar, llevó a la decisión de evacuar a los mayas manchés, de filiación chol, que se habían convertido al cristianismo. Este movimiento contribuyó a convertir al Petén en una zona de resistencia ante la dominación española.

Con esto, el sureste se convirtió en un territorio indómito al que los mayas del noroeste podían huir cuando sufrían abusos por parte de las autoridades españolas. Sin embargo, esto no significaba un completo aislamiento de los mayas rebeldes respecto a los territorios colonizados. Muchos de ellos mantenían lazos familiares en los pueblos hispanizados y continuaban comerciando entre sí. Como resultado, los mayas «teppche» comenzaron a adoptar ciertas costumbres occidentales, como la plena utilización de herramientas de hierro en las labores indígenas, el uso de camisones e incluso el inicio de un proceso de mestizaje religioso.

No se limitaba únicamente a Petén Itza, ya que esta solo era el centro político de varias poblaciones ocultas en la selva. Por lo tanto, los españoles nunca comprendieron completamente las dimensiones del enemigo. Incluso cuando lograron conquistar la ciudad hacia 1699, no podían estar seguros de su control, ya que la isla se convirtió en el único punto bajo su dominio frente a miles de enemigos que los rodeaban. Este problema nunca se resolvió y se manifestó en conflictos posteriores, como la rebelión de Jacinto Canek o la Guerra de Castas en el siglo XIX.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Sergio Angulo Uc. Los mayas del Peten y el presidio de Los Remedios. Historia de una colonización tardía, 1700-1760.

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Imagen: S. Puerto y O. Quintana. Esquema de los espacios urbanos del centro de Tayasal, 2014.

Las variantes del mito creacionista maya en la tradición oral.

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Las similitudes y diferencias que encontramos en fuentes coloniales mayas como el Popol Vuh, el Memorial de Sololá y los Chilam Balam reflejan la existencia de una tradición cosmogónica común entre los mayas, tanto del altiplano guatemalteco como de la península yucateca. Esto se confirma mediante el rastreo tanto en la tradición oral de los grupos mayenses modernos como en los textos jeroglíficos y la cultura iconográfica maya del período Clásico. 

En el caso de las fuentes prehispánicas, contamos con datos adicionales como los cálculos matemáticos realizados por los religiosos para determinar la fecha de la creación del mundo según la tradición mítica. Por ejemplo, se encuentra un texto jeroglífico en Cobá, Quintana Roo, que data del 13 de agosto del 3114 a.C., fecha que coincide con la estela C de Quiriguá, Guatemala, donde está acompañada por una representación del dios Itzamná con forma de cocodrilo. Vale la pena destacar el caso de Palenque, con el tablero del Templo de la Cruz, donde se registra el nacimiento del «Primer Padre» el 16 de junio de 3122 a.C. y el de la «Primera Madre» el 7 de diciembre de 3,121 a.C., lo cual corresponde con la tradición de los quichés.

La persistencia de este relato se refleja nuevamente en fuentes del Posclásico, como el Códice Dresde en la página 74, donde se representa al dragón celeste Itzamna acompañado de la diosa anciana. En la narrativa, el dios provoca un diluvio sobre la tierra arrojando un torrente de agua desde sus fauces, mientras la diosa contribuye derramando agua desde una vasija, la cual cae sobre el dios Chaac, armado con dardos y lanzas, simbolizando la destrucción. 

Todos estos elementos del relato han sido transmitidos a través de la tradición oral entre los diferentes pueblos mayas, ya sea mediante los libros coloniales o de generación en generación, donde se han agregado elementos cristianos, pero se ha conservado el sentido original de la temporalidad cíclica. Es digno de destacar el relato tzotzil, que guarda similitudes con el quiché, describiendo una era primigenia de oscuridad habitada por demonios, jaguares, monos y «judíos» (reflejo de los prejuicios de la cultura cristiana de la época). Además, la Luna es vista como la Virgen María, quien queda embarazada de forma milagrosa para dar a luz a «Nuestro Padre Sol», Ojoroxtotil, quien asciende al cielo y al inframundo en dos días, resucita al tercero y al cuarto día mata a los seres de la oscuridad para dejar el mundo a los seres vivos.

Según el mito tzotzil, en la primera creación, el Sol creó a la primera pareja humana utilizando barro, pero carecían de entendimiento y, al tener hijos, los sacrificaban echándolos en agua hirviendo. Como consecuencia, el Sol los destruyó con un diluvio de agua ardiente, salvándose solo las ardillas, los monos y los mapaches, mientras que los niños fueron transformados en pájaros para sobrevivir. En la segunda creación, se creó a la humanidad con madera y pudieron multiplicarse, pero también carecían de entendimiento y no aprendían nada, lo que llevó a la destrucción del mundo por otra inundación. En esta ocasión, se salvó una pareja que fue transformada en monos, y algunos hombres no morían, sino que resucitaban al tercer día para vivir eternamente. La tercera creación mezcla el mito cristiano al presentar a Adán y Eva como creaciones del Sol, junto con la configuración de la tierra, los ríos y las formas de vida civilizada, como la agricultura, la ganadería, la religión y el sexo. Según la narrativa, la Virgen María proporcionó frutos para que pudieran comer, aunque con excreciones y parte de su cuerpo. Es importante destacar que, según esta narración, los primeros hombres hablaban español, pero debido a sus constantes conflictos, el Sol decidió otorgarles una lengua diferente a cada grupo para que pudieran convivir mejor.

Dentro del relato tzotzil, existe un componente racial que los distingue del resto de la humanidad: se consideran hijos directos del Padre Sol, mientras que a los mestizos y ladinos los consideran producto de la unión entre una sobreviviente de la humanidad de la primera época y su perro, lo que explicaría la persistencia de la lengua española. El fin del mundo también es un tema recurrente en las creencias tzotziles. Según sus mitos, la segunda época fue destruida por una inundación provocada por una banda de música proveniente de San Pedro Chenalhó, encabezada por San Garpar y San Alonso, llamando a sus almas. Como señal de la destrucción de la era actual, mencionan que los animales se acercarán a los humanos para ser sacrificados.

Otro grupo que conserva de manera destacada el relato del Popol Vuh en su tradición oral son los lacandones. En su versión, el dios K’akoch es el creador del mundo, y de una flor nacen el resto de los dioses, entre ellos Hachakyum, quien se encarga de ordenar el mundo creando el cielo y el inframundo. Finalmente, Hachakyum completa su obra al crear a la humanidad a partir de masa de pozol. Sin embargo, esta humanidad, que solo se alimentaba de dulces, quedó muy delgada, no practicaba la oración y comenzó a morir. Por ello, llamaron al dios Xulab, también conocido como «El Destructor», quien se convirtió en el planeta Venus y destruyó la tierra, dejando solo el mar. Entonces, Hachakyum tuvo que volver a crear el mundo y a sus habitantes, dando origen a los lacandones, seres perfectos cuyos ojos fueron sacados para tostarlos y evitar que vieran más allá. Cuando Hachakyum envejece, crea un doble que desciende al inframundo para enfrentarse al dios del inframundo, Kisin, y resucita varias veces. También sube al cielo para hablar con K’akoch y pedirle que evite la destrucción del mundo, creando al Sol para presidir desde él.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura

Federico Flores Pérez

Bibliografía: Mercedes de la Garza. Origen, estructura y temporalidad del cosmos, del libro Religión Maya.

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 – Izquierda: Tablero del Templo de la Cruz, Palenque, periodo Posclásico, cultura maya.

 – Derecha: Ixchel derramando agua sobre Chaak, Códice Dresden, pag.74, periodo Posclásico, cultura maya

Los grupos otomíes en México.

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Una de las familias lingüísticas con una amplia presencia en la zona mesoamericana ha sido la otomangue, que incluye grupos como los zapotecas, mixtecas, chiapanecas, los mangue de Centroamérica y los otomíes, quienes ocupan una distribución en el centro-occidente de México y conforman cuatro grupos muy relacionados. A lo largo de la historia, los pueblos otomianos fueron menospreciados por pueblos dominantes, como los nahuas, quienes los tacharon de «salvajes» o «montañeses». Esta carga negativa fue seguida por los españoles, lo que provocó que su historia fuera olvidada y contada principalmente por fuentes religiosas o los propios caciques.

Dentro de la familia otomiana, podemos dividirla en dos grupos: aquellos que mantuvieron el modo de vida nómada y seminómada de Aridoamérica, como los chichimeca-jonaz de Guanajuato y los pames; y aquellos que tienen sus raíces en la tradición mesoamericana, como los otomíes, mazahuas, matlatzincas y ocuiltecas. Los otomíes son el grupo de mayor distribución, con marcadas diferencias regionales.

Debido a la falta de fuentes, el pasado mesoamericano otomí ha sido relegado por parte de los investigadores. Es común encontrar argumentos que atribuyen a este grupo el papel de grupo primigenio en el Centro de México o el de migrantes llegados durante el colapso teotihuacano. En todos estos enfoques, es evidente la carencia de trabajos que permitan comprender su participación en los desarrollos de la cultura preclásica, teotihuacana o tolteca.

Un aspecto fundamental para comprender su alcance es el estudio de los señoríos en el Valle de Toluca, especialmente en el noroccidente de la Cuenca de México. Se centra en Azcapotzalco, habitado por los tepanecas de filiación otomí, que fueron el reino principal desde Teotihuacan, durante el periodo tolteca y hasta su caída en manos de los mexicas. Fuera de estos dos casos (incluyendo el de Xilotepec y su papel en la conquista del Querétaro colonial), el resto de los pueblos otomianos carecen de las fuentes necesarias para trazar su historia antes de la llegada de la conquista, salvo por algunas referencias. Por lo tanto, es necesario recurrir a investigaciones arqueológicas y etnográficas en esas regiones para obtener más información.

El corazón de los grupos otomíes podría considerarse el Valle de Toluca, donde predominan los matlatzincas y mazahuas, seguidos por algunos pueblos otomíes y los ocuiltecas de Ocuilan y el sur del valle. Hacia el noroccidente se localiza el señorío de Xilotepec, de clara filiación otomí, descendiendo hacia Chiapan, donde convivían con comunidades nahuas, para llegar a la Sierra de las Cruces o Quauhtlalpan. Desde allí, bajaban hacia la Cuenca de México, pasando por Tlacopan, Azcapotzalco, Naucalpan y la zona serrana del occidente, como Cuajimalpa, para continuar hacia Coyoacán, conviviendo con pueblos nahuas y matlatzincas. Se tiene conocimiento de poblados otomíes hasta Xochimilco. Al norte de la cuenca, la presencia otomí sigue por Cuautitlán, Zumpango, Tizayuca, internándose hacia el actual estado de Hidalgo, donde tienen su segundo núcleo cultural: Meztitlan, un señorío que logró mantener su independencia frente a los mexicas.

A partir de Hidalgo, las comunidades otomíes continúan dispersándose hacia el noreste, y se tiene constancia de su presencia en la Huasteca en algunas poblaciones. Sin embargo, la zona nuclear fue la Sierra Norte de Puebla, en pueblos como Pahuatlán, donde convivían tanto con los nahuas como con los totonacos. Otro corredor otomí puede rastrearse desde el valle de Teotihuacán, siguiendo por los llanos de Calpulalpan para internarse en Tlaxcala, de mayoría nahua. Se establecieron al oriente del volcán La Malinche en pueblos como Huamantla, Ixtenco y Tecoac, erigiendo el señorío de Tliliuhquitepec al norte, aliado de los estados tlaxcaltecas. Hacia el Valle de Puebla, su presencia se fue diluyendo en unos pocos pueblos como San Salvador el Seco, Quecholac y Tepeaca, con algunas comunidades en Huejotzingo, Tecali y Cuauhtinchan. Su punto más meridional fue una estancia en Coxcatlán llamada Otontepetl.

Más al sur, en el estado de Guerrero, la población otomí experimentó una significativa disminución durante las primeras décadas de la conquista, generando incertidumbre, especialmente con la influencia de factores como los chontales y los cohuixcas. No obstante, a través de referencias etnohistóricas, conocemos la convivencia de comunidades nahuas, mazahuas y matlatzincas, como en Tepecoacuilco, Cocula, Teahuixtlan, entre otros lugares.

Hacia el occidente, la presencia de los grupos otomianos parece estar vinculada a las tensiones generadas por la expansión mexica hacia el Valle de Toluca. Esto condujo a la expulsión de otomíes, matlatzincas y mazahuas, quienes fueron acogidos por el reino de Michoacán para frenar el avance mexica, dando origen a los llamados pirindas. El núcleo principal de los pirindas estuvo en Indaparapeo y Tiripitio, extendiéndose hacia Charo, Huetamo, Taximaroa (Ciudad Hidalgo), Tuzantla, Ucareo y Zitácuaro. Su punto más occidental fue Colima, aunque parece que la presencia otomí llegó con la conquista, con el asentamiento de los aliados tlaxcaltecas.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Pedro Carrasco Pizana. Los Otomíes. Cultura e historia prehispánica de los pueblos mesoamericanos de habla otomiana.

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La evolución de Tlaloc a través del tiempo.

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Mesoamérica logró constituirse como una civilización gracias a la agricultura. Esta práctica permitió concentrar grandes poblaciones sin necesidad de migrar constantemente en busca de sustento. Además, posibilitó la acumulación de reservas tanto para épocas difíciles como para el mantenimiento de sectores sociales, como artesanos, religiosos, guerreros y políticos. Estos grupos desempeñaron un papel crucial en el desarrollo de una cultura compleja que distinguió a Mesoamérica de otras regiones en el mundo.

Un elemento fundamental para este avance cultural fue la creación de un sistema religioso, encabezado por diversos dioses que controlaban los distintos elementos de la naturaleza, como los astros (Sol y Luna), la vegetación, el fuego y, sobre todo, el agua. Los ciclos caprichosos y las alteraciones aleatorias del agua podían provocar miseria entre los pueblos. Por lo tanto, el dios del agua y la lluvia se convirtió en una figura central para las comunidades agrícolas.

Todos los pueblos mesoamericanos comparten una cultura común, aunque ha sido adaptada según las diferencias étnicas y regionales. Algunas de las deidades acuáticas más conocidas son Tlaloc de la cultura nahua, Chaac de los mayas, Cocijo de los zapotecas y Dzahui de los mixtecas. A través de su representación artística, podemos apreciar cómo estas deidades comparten una misma raíz, que se remonta a la cultura olmeca.

El primer investigador que notó estas semejanzas fue el artista Miguel Covarrubias. Hacia 1946, elaboró un esquema ampliamente reconocido en el que comparó diferentes representaciones de los dioses de la lluvia con las esculturas de la figura mítica del hombre-jaguar. Encontró que todas estas figuras compartían rasgos comunes que permitían rastrear una línea evolutiva, revelando así la raíz directa de la religión olmeca.

A través de vestigios iconográficos olmecas, se puede interpretar que fueron los iniciadores del culto al concepto de la montaña sagrada. Esta montaña sagrada se define como un gran depósito de donde provienen las semillas de las plantas, el agua, las lluvias, los vientos e incluso las almas de los seres vivos (como el Tlalocan o Witz). Este concepto se convirtió en la base ideológica para la construcción de los centros ceremoniales, siendo posiblemente el primero San Lorenzo Tenochtitlan.

Para concretar la visión cosmogónica de su culto, concibieron a un ser híbrido entre el cocodrilo y el jaguar para resaltar la relación entre el agua y la tierra. Es por eso que vemos la combinación de elementos felinos con los del saurio en sus representaciones, y estos rasgos se transformarían con el paso del tiempo.

Con el paso de los años, se han descubierto más representaciones tanto a través de investigaciones como, desafortunadamente, debido al saqueo. Esto llevó al doctor Karl Taube a actualizar el ejercicio de Covarrubias, incorporando estos nuevos elementos. Los resultados continúan confirmando la tesis del vínculo evolutivo entre el dios olmeca y el resto de las deidades de la lluvia, con algunas variantes.

Izquierda: Esquema original creado por Miguel Covarrubias. Derecha: Esquema actualizado con los datos aportados por Karl Taube. Tomado de la misma fuente bibliográfica.

En ambos esquemas, se observa que Chaac y Cocijo fueron los dioses más cercanos a la deidad olmeca al preservar los rasgos felinos y reptilianos. En cambio, en el caso de Tlaloc-Dzahui, se produjo un proceso de mayor abstracción de sus elementos, que culminaron en rasgos como el «bigote», los grandes colmillos y las anteojeras.

Así, las representaciones de los dioses de la lluvia convergen en rasgos tanto del cocodrilo como del jaguar, combinándose para formar un ser sobrenatural. Estos diseños siguen la directriz de aludir a las cualidades del agua, tanto en estado líquido como en su forma gaseosa, como las nubes. Por lo tanto, sus diseños son curvilíneos para resaltar su naturaleza.

Durante el Preclásico, las deidades del agua de todas las culturas mesoamericanas comparten similitudes, destacándose un vínculo más fuerte con el jaguar, evidenciado en la forma de la boca que recuerda a la del felino, con sus dos colmillos, y una ceja prominente en la parte superior que podría aludir a las protuberancias oculares de los cocodrilos, evolucionando más tarde en las anteojeras presentes en todos los dioses de la lluvia.

Además, los artistas y sacerdotes mesoamericanos integraron en la serie de rasgos de la deidad elementos de otros animales acuáticos, contribuyendo a la esencia acuática. Se observa la presencia de la serpiente como lengua en las representaciones de Cocijo, y en el rostro de Tlaloc, algunos trabajos sugieren su conformación como dos serpientes entrelazadas. En el caso de Chaac, posiblemente se hayan integrado características del tapir, como su trompa.

Las espirales también son un elemento común que conforma el cuerpo de la deidad, especialmente en la cabeza, donde puede constituir parte de ella o un penacho. Incluso, estas espirales pueden transformarse, asemejándose a una mazorca de maíz para enfatizar su conexión con la agricultura.

Todo parece indicar que los olmecas de la «zona nuclear», comenzando por San Lorenzo, fueron quienes establecieron las pautas para el quehacer político-religioso en gran parte de Mesoamérica (con la excepción del Occidente, donde encontramos representaciones de Tlaloc del Clásico). Introdujeron el concepto de la montaña sagrada como la base del poder político para gobernar. Al hacerlo, adaptaron este concepto a sus circunstancias particulares, iniciando así la diversificación de factores superficiales ligados a las culturas locales. Sin embargo, la esencia fue la misma, tanto para la concepción de una dimensión acuática que ocupa el mismo lugar que el mundo terrenal, como para la creencia en una deidad de naturaleza anfibia que lo rige.

Muchas de estas creencias han perdurado en las comunidades indígenas, que han incorporado este espíritu en algunos santos del catolicismo, como San Miguel o San Marcos. También persiste la presencia de sus ayudantes, que se mantienen en el monte o en las fuentes de agua para cuidarlas y evitar su uso indebido.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Karl A. Taube. El dios de la lluvia olmeca, de la revista Arqueología Mexicana no. 96.

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Imagen: Miguel Covarrubias. Comparación entre el hombre-jaguar olmeca y los dioses de la lluvia, 1946.

La producción agrícola de Mesoamérica.

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Para lograr el desarrollo civilizatorio, las culturas mesoamericanas se vieron obligadas a depender de la agricultura para obtener los excedentes necesarios que les permitieran establecerse en lugares fijos. Sin embargo, una limitación significativa para su desarrollo fue la falta de animales de carga. Esto les impedía participar en economías basadas en intercambios con poblados distantes, forzándolos a producir todo en sus propias tierras.

Debido a la topografía común en gran parte del territorio mesoamericano, la agricultura se basó en el sistema de roza, tumba y quema. Los campesinos trabajaban tanto en las laderas de los montes como en los linderos con las selvas y bosques. Utilizaban parcelas específicas durante períodos de 1 a 2 años antes de dejarlas descansar y pasar a otras. Esta práctica permitía recuperar los nutrientes del suelo, utilizando las cenizas de lo quemado como abono.

Sin embargo, el modelo de roza tiene limitaciones, como la capacidad de producir solo una cosecha al año con un tiempo de trabajo en la parcela de uno a tres años, dependiendo de la fertilidad del terreno. Después, es necesario dejar la parcela en reposo durante 5 o más años para permitir su regeneración. Además, este modelo solo es viable en climas tropicales, donde las lluvias facilitan la rápida recuperación de la vegetación natural en los terrenos abandonados.

Junto a este sistema, estaba el de labrado que permitía cultivar intensamente en una misma parcela año tras año, pero esto solo se lograba en tierras muy fértiles, como las de la región del Golfo de México o mediante sistemas adaptados en las zonas lacustres. Sin embargo, el sistema de roza fue generalizado. En las zonas templadas, resultaba difícil que el terreno recuperase sus condiciones debido al desarrollo más lento de la vegetación natural. Por ende, para mantener la fertilidad del suelo sin la necesidad de buscar nuevas tierras, los campesinos tenían que realizar un trabajo más exhaustivo.

Este trabajo incluía la remoción de la tierra varias veces durante el ciclo productivo, la selección de las mejores semillas para la siembra, la germinación de las semillas antes de sembrarlas en algunos casos (almacigo), la preparación del terreno formando camellones y el uso de abonos. Estas labores permitían obtener dos o tres cosechas al año sin necesidad de talar terrenos silvestres. Esta eficacia se incrementaba en zonas lacustres o con alta humedad, así como mediante la diversificación o rotación de cultivos, alternando entre el maíz, calabaza, frijol, chile, entre otras plantas, que contribuían a fijar nutrientes en el suelo.

En la accidentada orografía mesoamericana, existen zonas escarpadas donde no es posible realizar los trabajos agrícolas convencionales. En estos casos, los campesinos tenían que llevar a cabo trabajos de terrazas para aprovechar cada palmo de terreno. Sin embargo, este tipo de obras resultaban demasiado laboriosas para su mantenimiento debido al nivel de tecnicidad requerido para su construcción. A pesar de ello, lograban obtener suficientes beneficios por este esfuerzo. Estas estructuras permitían una mayor retención de la humedad y los nutrientes en los terrenos, además de contrarrestar los efectos de la erosión natural.

En todos los sistemas, el maíz fue la planta base de la agricultura mesoamericana y con ella se producían los principales alimentos requeridos por sus diversas sociedades. La gran parte de los cultivos se enfocaba en la producción de maíz, guardando las mazorcas en los graneros para su almacenamiento en tiempos difíciles. También se almacenaban las plantas y las vainas del frijol, que, al igual que la semilla, servían como alimentos.

Una de las ventajas de la agricultura mesoamericana fue disponer de diversas fuentes de fertilizantes para los cultivos. Podían utilizar tanto los desechos vegetales de los terrenos y los cultivos, como los residuos orgánicos de las casas y los lodos de las fuentes de agua. En la lengua náhuatl, también se incluían los «tlalli» o lodos de agua. Además, no escatimaban en el uso de desechos animales, como los depósitos de guano de murciélago de las cuevas o el estiércol humano.

La herramienta principal para las labores agrícolas era la coa o bastón plantador, que consistía en un palo con una punta afilada endurecida con fuego. En pocos casos se llegó a utilizar implementos de metal, pero bastaba con la coa para realizar las preparaciones de las parcelas. Otra herramienta registrada es la coa de hoja o uctli, que llevaba una parte plana de cobre endurecido en forma triangular, con un lado plano y el otro curvo. Esta herramienta se utilizaba tanto para la construcción como para la irrigación. Además, se contaba con el uso de diferentes cestas y ayates para transportar lo producido del campo.

Las primeras referencias para alcanzar una mayor complejidad social incluyen las obras de irrigación, que consistían en la construcción de canales, presas y acueductos para disponer de agua y distribuirla en terrenos más lejanos. No debemos olvidar el desarrollo de terrenos elevados sobre los lagos, conocidos como chinampas. Estas consistían en la construcción de armazones de troncos y ramas sobre los lagos, rellenándolos de tierra para crear terrenos fértiles con productividad permanente. Las chinampas debían ser cubiertas con capas de lodo para contrarrestar el hundimiento por su peso. Además, se utilizaban árboles plantados como los sauces para prevenir la erosión y consolidar las plataformas.

Gracias a las chinampas, ciudades como México-Tenochtitlan tenían acceso a grandes cantidades de alimentos. Aunque resulta difícil calcular cuánto producían las chinampas en la Cuenca de México en tiempos prehispánicos, la productividad registrada hoy en día es de 4,000 kg de maíz por hectárea.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Enrique Semo, Historia económica de México, Vol. 1. Los orígenes.

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 – Izquierda: Terrazas de cultivo de San Lorenzo Tlacoyucan, Milpa Alta, CDMX. Fuente: https://www.facebook.com/Momoxco/photos/a.2190448814579091/2830780227212610/?type=3

 – Derecha: Campesino cultivando huahtli (amaranto). Códice Florentino, siglo XVI. 

Las mujeres y la guerra mexica.

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Según las descripciones dejadas por las crónicas españolas, el rol de las mujeres en las sociedades mesoamericanas se consideraba principalmente pasivo, ya que se ocupaban principalmente de las labores del hogar, mientras que los hombres trabajaban en el campo o participaban en las batallas. A las mujeres se les asignaba el trabajo en la milpa, el tejido de vestimentas, la cocina, la crianza de los hijos y, en ocasiones, la venta de productos. Su función principal era ser madres de las siguientes generaciones, y el embarazo y el parto se concebían como un campo de batalla donde el hijo ocupaba el papel del prisionero y la madre era la guerrera victoriosa. Por lo tanto, en caso de morir durante el parto, se creía que su alma se convertía en parte de la guardia del Sol y recibía los mismos honores que los caídos en batalla.

Este orden social definía los roles de género y el papel que debían desempeñar las mujeres. La sociedad tenía como objetivo representar el orden cósmico, donde las fuerzas frías se complementaban con las cálidas para lograr el movimiento del universo. Por lo tanto, se consideraba normativo seguir con estos roles para mantener el equilibrio. Además de las labores domésticas, las mujeres desempeñaban otras actividades consideradas propias de su género, como ser parteras, trabajadoras de la sal, curanderas, casamenteras, amantecas, ayudantes de tlacuilos y, en algunos casos, la prostitución.

Dentro del contexto bélico del Posclásico, contamos con información suficiente sobre la vida de la sociedad mexica, aunque también existen importantes lagunas. Encontramos algunos testimonios que nos hablan sobre las acciones realizadas por los ejércitos cuando se encontraban en campaña. A pesar de las restricciones impuestas a las mujeres, estas mantenían su presencia tanto en las labores de mantenimiento de la soldadesca como víctimas o prisioneras de las batallas. Aunque no era común que las mujeres se convirtieran en guerreras convencionales, existen algunos testimonios que confirman su presencia en momentos de crisis. Por ejemplo, durante los asedios a las ciudades, como en la defensa de Tlatelolco por parte de su rey Moquíhuix ante los mexicas en 1470. En esta ocasión, una vez perdida la batalla, Moquíhuix ordenó que un escuadrón de mujeres desnudas se enfrentara a los invasores.

Esta misma situación se repitió durante el sitio de Tenochtitlan por parte de Cortés y sus aliados. Cuando la resistencia fue derrotada en la propia capital, Cuauhtémoc y sus tropas se refugiaron en Tlatelolco, donde, como medida desesperada, se ordenó que las mujeres y los niños participaran en la lucha.

Para llevar a cabo las campañas militares, se requería una organización logística que asegurara el bienestar de las tropas y evitara privaciones. Los alimentos eran fundamentales para cumplir con estos objetivos, y las tropas se abastecían ya sea en la propia México-Tenochtitlan con alimentos que pudieran aguantar el trayecto, o forzando a los pueblos tributarios a mantenerlos abastecidos, con el riesgo de ser atacados si no cumplían con esta obligación. Aunque no hay referencias directas sobre su presencia, se teoriza que existía un cuerpo de mujeres encargadas de las labores de avituallamiento de la tropa, ya que los hombres no podían realizar la cocina por sí mismos. Se cree que estas mujeres se dedicaban a preparar alimentos básicos para mantener a las tropas saciadas, como totopos, pinole, frijol molido, masa para atole, entre otros.

Aunque no hay descripciones directas de su participación, hay referencias en las crónicas que mencionan la presencia de mujeres en roles de servidumbre durante las campañas. Los señoríos aliados, como muestra de lealtad a los mexicas, enviaban doncellas a los campamentos para preparar la comida o para actuar como curanderas para los heridos. Este gesto servía como oportunidad para los aliados de demostrar su lealtad al tratar a los mexicas con la mayor consideración posible.

Una de las actividades que marcaba el inicio de las hostilidades entre los señoríos era el abuso contra la población civil del pueblo enemigo que se encontraba en sus dominios, siendo las mujeres víctimas habituales de estas agresiones. Por ejemplo, en el comienzo de la guerra mexica-tepaneca, los últimos ordenaron impedir que los mexicas pudieran acceder al mercado de Coyoacán, resultando en el ultraje de las mujeres que se encontraban dentro. Cuando una población enemiga caía en manos de la tropa, esta tenía todo el derecho de cometer atropellos contra la población no combatiente. Es común en las fuentes encontrar menciones donde los soldados abusaban de las mujeres, las capturaban junto a los niños para esclavizarlos, o incluso en casos extremos, se ordenaba su exterminio en los mismos pueblos o como víctimas de sacrificios. Según las investigaciones realizadas en los restos encontrados en el Templo Mayor, al menos el 25% pertenecía a mujeres. Aún no se ha podido determinar si provenían de las zonas de campaña a donde los mexicas fueron a dar en el momento de su captura. Aunque está demostrado que la mayoría eran foráneas, estas pudieron haber llegado a través del mercado de esclavos, donde eran adquiridas para ser ofrecidas a los dioses.

Este párrafo aborda de manera detallada y concisa la cuestión de los roles de género dentro de la sociedad mexica y su relación con la iconografía y la práctica militar. Se destaca cómo, a pesar de ciertas representaciones de las diosas con elementos militares, esto no implicaba un militarismo femenino institucionalizado, sino más bien una atribución simbólica de cualidades consideradas «masculinas». Además, se enfatiza la rigidez de los roles de género en la sociedad mexica, donde las mujeres estaban principalmente confinadas a labores domésticas y de cuidado, aunque en situaciones de emergencia como la defensa de la ciudad, todos los habitantes debían participar en la lucha. Finalmente, se señala cómo las mujeres también podían ser afectadas por las acciones de guerra, ya sea como víctimas directas o al ser condenadas a la esclavitud. Este análisis proporciona una comprensión completa de la dinámica de género en el contexto militar mesoamericano.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Marco Antonio Cervera Obregón. La participación de la mujer en los campos de batalla y en la guerra entre los mexicas, del libro Mujeres en la guerra y en los ejércitos.

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Imagen: Mujer moliendo en el metate. Codice Mendocino, Lamina 60, siglo XVI.