Las repúblicas de indios y sus relaciones con los españoles.

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Para el proyecto de segregación colonial destinado a constituir las repúblicas de españoles y las de indios, se enfrentaron a una dificultad adicional debido a los efectos de las diversas epidemias que azotaron a lo largo del siglo XVI. Estas epidemias cambiaron su patrón de afectación, pasando de impactar a la población en edades comprendidas entre 0 y 30 años, a afectar a los niños neonatos hasta los 5 años, lo que tuvo un impacto significativo en la recuperación demográfica de los indígenas.

Esta situación se vio agravada por la imposición del matrimonio monogámico como parte de la vida cristiana, lo cual suprimió otras formas de relaciones familiares que eran comunes en tiempos prehispánicos, como la poligamia o la poliginia. Como resultado, las familias que seguían estos esquemas familiares fueron obligadas a disolverse para forzar al varón a elegir a su esposa legítima. Como consecuencia de estas decisiones, las otras parejas y su descendencia quedaban como ilegítimas, perdiendo así cualquier tipo de legitimidad. Estas familias eran expulsadas de la casa principal y quedaban en una situación de miseria, sin recibir ningún tipo de apoyo, incluso llegando al extremo de favorecer a la mujer que aceptara convertirse al cristianismo en detrimento de aquellas que no lo hacían.

Los trabajos de evangelización se llevaron a cabo en estrecha colaboración entre los frailes del convento y las autoridades indígenas del cabildo. Los frailes solicitaban a los miembros del cabildo la realización de diversas obras, como la construcción de conjuntos eclesiásticos, la decoración de templos, la financiación de la liturgia y el mantenimiento de escuelas de primeras letras para los niños.

El cabildo se organizaba para disponer de los miembros de la comunidad y llevar a cabo los trabajos necesarios. También se encargaba de adquirir los materiales necesarios para las actividades religiosas, siendo común enviar a alguien de la comunidad a comprar lo necesario en los grandes mercados fuera del pueblo.

Con la incorporación de las cofradías y las mayordomías como elementos de organización, las responsabilidades del cabildo disminuyeron gradualmente. Las cofradías se encargaban de realizar ciertos trabajos como parte de sus actividades devocionales al culto de su santo patrono y la organización de los festejos.

A pesar de que la división entre las comunidades españolas e indígenas tenía como objetivo evitar los abusos y garantizar una conversión adecuada al cristianismo, esto no impidió que los españoles cometieran actos de violencia contra los indígenas. Estos actos incluyeron casos extremos, como la ejecución ordenada por el obispo Juan de Zumárraga del cacique don Carlos Ometochtzin, así como decretos de exilio y castigos físicos como azotes o encarcelamientos en las celdas de los conventos. Además, hubo actos de agresión motivados por la arrogancia de los españoles.

Estas acciones generaron desconfianza entre los indígenas hacia los españoles. Frente a la falta de comprensión por parte de los funcionarios o los frailes, era común que los indígenas adoptaran una actitud cerrada hacia los españoles y mostraran sumisión para evitar provocar su ira y replicar la relación que existía entre ellos. Sin embargo, también es cierto que, junto con estas relaciones conflictivas, hubo casos de genuina amistad o entendimiento. Algunos frailes permitían la celebración de expresiones de la antigua religiosidad y actuaban como intermediarios frente a los abusos de otros españoles. Además, los niños españoles a menudo actuaban como un puente entre las dos comunidades al establecer relaciones sinceras con los niños indígenas, basadas en la amistad.

Como resultado del choque entre culturas tan diferentes, surgió una natural falta de comprensión tanto por parte de los españoles como de los indígenas hacia las actitudes que reflejaban su idiosincrasia. Los frailes fueron quienes más dificultades encontraron para entender estas diferencias, y solo lograron hacerlo a través de la convivencia y el trato directo con los indígenas. A su vez, los indígenas hicieron todo lo posible por preservar sus costumbres, adaptándolas y reinterpretándolas, convirtiendo algunas de sus creencias en supersticiones que fueron consideradas inocuas.

Dentro de su propio entendimiento, los indígenas llegaron a cuestionar lo que consideraban incoherencias de la cultura española. Por ejemplo, algunos, como don Carlos, llegaron a considerar a las diferentes órdenes mendicantes como religiones diferentes, lo que les llevaba a seguir practicando su religión original. También había quienes creían que podían deshacer el bautismo lavándose la cabeza después, e incluso algunos se negaban a comer los animales traídos por los españoles por temor a convertirse en ellos.

A pesar de la sumisión al orden virreinal, algunos indígenas buscaron rebelarse contra él. Algunos recurrían a la figura del nahual, que se transformaba en jaguar para atacar a los españoles que maltrataban a los indígenas. También hubo casos de indígenas que decidieron practicar sus costumbres ancestrales y fueron castigados por ello, como el sacerdote tlaxcalteca que fue lapidado por su pueblo.

El mestizaje fue un fenómeno generalizado tanto en el contexto hispano como en el mesoamericano, y se produjo de manera fluida, aunque con matices en su desarrollo. Una de las formas más destacadas fue la consensuada, que involucraba a las familias nobles indígenas, las cuales casaban a menudo a sus hijas con funcionarios españoles para asegurar sus privilegios en el orden virreinal.

Paralelamente, era común que los españoles que residían en las repúblicas de indios (ya fueran autoridades civiles, hacendados o miembros del clero) establecieran relaciones clandestinas o de amasiato con mujeres indígenas. A pesar de la ilegalidad de estas uniones, las familias indígenas no solían denunciarlas, guardando el secreto y considerando a los hijos de estas relaciones como indígenas, lo que propiciaba el mestizaje de forma encubierta.

El número de mestizos aumentó gradualmente, principalmente en contextos urbanos, donde quedaban fuera de las categorías de españoles e indígenas. Hacia finales del siglo XVIII, los mestizos se convirtieron en el grupo mayoritario, representando aproximadamente el 37% de la población.

Este proceso de mestizaje no solo fue demográfico, sino que también tuvo implicaciones culturales y sociales significativas, contribuyendo a la formación de una nueva identidad y un tejido social más complejo en la sociedad colonial.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía:

 – Pablo Escalante Gonzalbo y Antonio Rubial García. El ámbito civil, el orden y las personas, del libro Historia de la vida cotidiana, volumen 1

 – Elsa Malvido. La población, siglos XVI al XX.

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Imagen: Códice Azoyú 2, siglo XVI. 

La llegada de las ordenes de monjas novohispanas.

Desde la conquista española y de forma más limitada durante el siglo XX, los conventos de monjas han desempeñado un papel crucial como medio de conexión entre la sociedad y el clero. Estos conventos han otorgado a las mujeres cierto nivel de participación en los procesos de dirección de las devociones religiosas de la población, lo que se ha traducido en la prestación de servicios caritativos a las clases menos privilegiadas.

De esta manera, los conventos han proporcionado a las mujeres un papel activo en la sociedad. Por ejemplo, en el caso de los potentados novohispanos, para ganar el prestigio de sus familias y ser considerados como piadosos y devotos, a menudo ofrecían generosas limosnas para mantener los conventos o enviaban a sus hijas a profesar como monjas, cubriendo la dote como «novias de Cristo» para formalizar su vida como novicias.

Los recursos obtenidos tanto a través de las limosnas como de las dotes no solo se destinaban al sustento de las monjas, sino que también se utilizaban para financiar programas educativos como la enseñanza de primeras letras y catecismo para mujeres, así como para proporcionar servicios hospitalarios. Además, estos recursos se empleaban para financiar la formación y consagración de mujeres con vocación religiosa que carecían de los medios económicos para costearlo por sí mismas.

Siendo la primera orden en llegar a la Nueva España, los franciscanos organizaron el proceso de integración de las mujeres a la vida religiosa, junto con la tarea de la evangelización. Esto se llevó a cabo mediante la formación de congregaciones de laicas a través de las segundas y terceras órdenes, donde los frailes ejercían como guías espirituales para hijas de conquistadores o de la nobleza indígena.

Para consolidar el modelo monacal, se siguieron las directrices establecidas en el Concilio de Trento, que requerían que las órdenes guardaran los votos de clausura absoluta y obligatoria para mantener un estilo de vida contemplativo. Sin embargo, también se permitió que ciertas congregaciones mantuvieran cierto contacto con la sociedad o encontraran formas de sustento a través de la producción de bienes.

El modelo monacal tuvo tanto éxito que hacia finales del siglo XVIII se contabilizaban alrededor de medio centenar de conventos en la Nueva España, destinados a atender a diferentes sectores sociales. Además de la presencia de clarisas como una rama de la Orden de San Francisco, también había dominicas, carmelitas y jerónimas, cada una con diferencias profundas en cuanto a las actividades doctrinales y las funciones que desempeñaban ante la sociedad.

Una de las particularidades del establecimiento de las órdenes monásticas femeninas en la Nueva España es que no surgió por iniciativa de las órdenes mendicantes, sino que fue impulsada por mujeres de las primeras generaciones coloniales que se encontraban marginadas de la sociedad, como viudas, doncellas y huérfanas españolas. Para estas mujeres, ingresar a un convento representaba una forma de encontrar protección social y espiritual, y el clero vio en esto una oportunidad para ayudarlas.

El primer sistema de organización confesional para las mujeres fue a través de los beaterios, donde las «beatas» o beguinas eran laicas que asumían votos y compromisos religiosos bajo la supervisión de un sacerdote o fraile. Este sistema de beaterios persistió incluso después del establecimiento de los monasterios, sirviendo como alternativa para mujeres muy pobres. A partir de los beaterios, surgieron las clarisas, las concepcionistas y las dominicas, mientras que en el siglo XVII llegaron las carmelitas descalzas y las agustinas.

Por ejemplo, el Convento de la Concepción en la Ciudad de México se estableció a partir del beaterio de la Madre de Dios, las carmelitas descalzas del beaterio de San Nicasio y las dominicas de Santa Catalina del beaterio de Nuestra Señora de Santa Ana. Estos beaterios incentivaron la llegada de monjas profesas, invitadas por las mismas beatas debido a la afinidad que sentían hacia determinadas órdenes.

La fundación de un nuevo convento conllevaba todo un ritual, que comenzaba con la invitación de la comunidad solicitante a los monasterios matrices. Estos enviaban una primera generación de hermanas, que llevaban un velo negro hasta llegar a su nuevo hogar. Estas hermanas debían establecer tanto las reglas de su propia orden adaptándolas al lugar, como el establecimiento del coro.

En algunos casos, las monjas que salían del convento para fundar otro cambiaban de orden en el nuevo, un proceso que requería la aprobación papal.

Una de las preocupaciones de las monjas era proporcionar protección a las mujeres desamparadas de las comunidades donde se establecían. Para ello, implementaban programas de reclusión forzosa para las recogidas de casadas, «perdidas» y «arrepentidas», transformándolos en conventos o colegios monacales. También se encargaban de integrar a la vida religiosa los beaterios que se encontraban en las poblaciones, con el objetivo de convertir a las beatas en religiosas. Sin embargo, muchas veces estas últimas se negaban y preferían mantener su vida «laica».

El primer convento de monjas en la Nueva España fue el de la Purísima Concepción, fundado bajo la iniciativa del obispo fray Juan de Zumárraga en 1540. Sin embargo, su reconocimiento tanto ante la ley como ante el rey no se produjo hasta 1567. Desde entonces y hasta 1633, se fomentó la fundación de nuevos monasterios en la Nueva España, llegando a un total de 30, que representaban más de la mitad de los conventos fundados en ese período.

La necesidad de establecer comunidades monásticas se debió a la consolidación de la población virreinal en las ciudades, que crecía tanto de forma natural como por la llegada de migrantes. Además, existía un fervor devocional hacia Santa Teresa de Ávila, cuya devoción fue aprobada por Roma a pesar de su temprana muerte en 1582. Esto fue un reflejo de la consolidación de la influencia cultural española en las Indias.

Las comunidades monacales se concentraron principalmente en las grandes ciudades, siendo la Ciudad de México y Puebla las que albergaban la mayoría. Otras ciudades como Guadalajara, Oaxaca, Valladolid, Querétaro, Mérida, San Cristóbal de las Casas y Atlixco solo fundaron un convento cada una. Las órdenes más numerosas fueron las concepcionistas con 13 conventos, seguidas de las clarisas con 5, las dominicas con 6, las jerónimas descalzas con 3 y las carmelitas descalzas con 1.

El auge de las comunidades monacales llegó a su fin con la llegada del virrey-obispo Juan Palafox y Mendoza en 1641, quien aceleró la secularización del clero y asumió la administración de los recursos de los conventos bajo el episcopado.

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Federico Flores Pérez

Bibliografía: Rosalva Loreto López. Hermanas en Cristo. Balances, aproximaciones y problemáticas del monacato novohispano, del libro Mujeres en la Nueva España.    

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  • Izquierda: Convento de la Purisima Concepcion, Ciudad de Mexico, siglo XVI.
  • Derecha: Anónimo. Monja capuchina leyendo a un nativo, siglo XVIII.

La problemática presencia española en las Filipinas.

Actualmente, la escasa memoria histórica que prevalece en la sociedad, junto con la mala enseñanza que ha sido dirigida para favorecer los intereses de unos pocos, ha borrado muchos episodios de la historia. Esto ha sido aprovechado por diversos grupos para reescribirla y ofrecer una versión romántica e idílica del pasado, como ocurre con los movimientos irredentistas que, sin mayores explicaciones, ensalzan antiguos imperios para asumirse como sus herederos.

Uno de estos casos lo encontramos en el fenómeno de los hispanófilos y su nostalgia hacia el imperio español. Hacen énfasis en las últimas colonias perdidas en manos del expansionismo estadounidense a finales del siglo XIX, como es el caso de Filipinas, el único enclave hispano en Asia. Incluso, si nos volvemos más exigentes, un sector del nacionalismo mexicano también la reivindica debido a sus 250 años de pertenencia al virreinato de Nueva España.

Sin embargo, con el paso del tiempo, se han olvidado las razones por las cuales Filipinas formó parte del mundo hispano, y especialmente las impresiones que se tenían sobre ese territorio. Si nos atenemos a los testimonios desde los siglos XVI hasta finales del XIX, queda claro que no eran en absoluto positivos.

Estamos hablando de un territorio que se localiza a una distancia de 11,000 kilómetros con respecto a España, donde no había ni oro ni plata, y las enfermedades estaban a la orden del día. Muy pocos españoles y novohispanos estaban dispuestos a asentarse en el archipiélago, y los que llegaban solo estaban impacientes para regresar lo más pronto posible a sus lugares de origen. Esta es una de tantas explicaciones por las cuales la cultura hispana resulta superficial dentro de la identidad filipina moderna. El único lazo que permitió cierto nivel de gobernabilidad del archipiélago en estos tres siglos han sido las órdenes mendicantes, donde los frailes tuvieron un poder mucho mayor que el que tuvieron en Hispanoamérica al asumir las funciones tanto religiosas como políticas y económicas de los pueblos. Fue por ellos que el catolicismo hispano sí lograría permear en los diferentes grupos indígenas.

Debido a la lejanía, fue que la monarquía le adjunta su responsabilidad a la Nueva España, la cual, tanto su gobierno como sus habitantes, mantuvieron al mínimo su interés sobre aquellas islas al solo proporcionarles defensas mínimas, reflejándose la debilidad de la colonia cuando se independiza México y España se vio obligada a asumir la responsabilidad de mantenerla.

Las defensas del archipiélago se tuvieron que valer de la formación de milicias locales de indígenas bajo el mando de unos cuantos militares españoles, muy alejado de lo que se logró con la formación de los ejércitos realistas en América y muy similar al modelo de las tropas coloniales de África y Asia. Aunque se debe destacar que, a pesar de que los militares no se interesaban en hablar los idiomas de los indígenas, lograron formar tropas muy eficaces.

Hasta 1771, la capitanía no poseía una armada propia y fue después de la invasión británica de Manila cuando decidieron formar la suya propia, la llamada «Armada Sutil», compuesta por algunos buques artillados que lograron contener la piratería. Fueron relevados por la Armada Real hasta mediados del siglo XIX. A lo largo de su existencia, las Filipinas españolas no se vieron comprometidas por invasiones de las potencias europeas, pero sí tenían a un poderoso enemigo al que poco podían hacer por frenar, y solo les quedaba contenerlos y evitar que cometieran atrocidades en los pueblos bajo su jurisdicción: los moros de Mindanao y Joló.

Antes de la llegada de los españoles, el archipiélago estaba prácticamente aislado de las dinámicas del sudeste asiático. Sin embargo, en el siglo XV, la llegada de comerciantes árabes y malayos marcó un cambio significativo. Comenzaron a islamizar a los pueblos isleños y a formar los primeros sultanatos, dando inicio a una mayor estructuración política con su propia concepción del islam. Esta transformación coexistía con las tribus animistas.

Así, los sultanatos empezaron a configurarse como estados feudales primitivos que dependían en gran medida de la mano de obra esclava para atender sus cultivos y la pesca. Se convirtieron en naciones guerreras que dependían de asaltar y esclavizar a otros pueblos para subsistir, siendo los asentamientos hispanos los que tuvieron que lidiar con ellos. Sin embargo, lo que los convirtió en enemigos implacables fue su profundo conocimiento del entorno insular. Utilizaban naves ligeras que les permitían navegar sobre los arrecifes, lo que les facilitaba realizar incursiones en los pueblos, incendiarlos y retirarse rápidamente con su cargamento de prisioneros.

Los gobernadores españoles tenían que lidiar con enemigos implacables, escurridizos y muy aguerridos. Apenas se recuerdan hazañas como la de Sebastián Hurtado de Corcuera al intentar someter a los moros del lago Lanao en 1637, siendo necesario mantener ataques constantes a las fortalezas musulmanas en las islas. Sin embargo, ninguna de estas expediciones lograría acabar de fondo con el problema, y la «Armada Sutil» tampoco lograría gran cosa. Fue solo hasta el siglo XIX, con la llegada de barcos de vapor y una mejor artillería, cuando las cosas comenzaron a favorecer a los españoles. Hacia 1896, el ejército estaba a punto de someter el lago Lanao, que era el último reducto de los moros, cuando tuvieron que retirarse al iniciarse la guerra de independencia.

Todo esto demuestra que el colonialismo no es un fenómeno idílico donde la superioridad de un pueblo se manifiesta de manera evidente. Se trata de periodos complejos para los territorios sometidos, donde la potencia colonial tenía que disponer de los recursos para mantener territorios fuera de sus fronteras, y su permanencia dependía de los vaivenes del tiempo.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Julio Albi de la Cuesta. Moros. España contra los piratas musulmanes de Filipinas (1574-1896).

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Imagen: Antonio de Brugada. Ataque a la isla y fuerte de Balanguingui, 16 de febrero de 1848. Fuente: https://www.elespanol.com/el-cultural/historia/20220202/ignorada-feroz-guerra-espana-siglos-piratas-filipinas/646935391_0.html

Los sistemas organizacionales de los agustinos.

Como el resto de las ordenes mendicantes, los agustinos tuvieron que adaptarse a la nueva realidad que representaba el contexto americano, muy diferente al ritmo que llevaron durante todo el periodo medieval europeo, donde tendrían que lidiar en la realización de un verdadero trabajo de evangelización a pueblos que no tenían ninguna noción sobre el cristianismo. El primer reto que tuvieron fue la designación de los territorios que les tocaría trabajar, empezando por la primera traba donde se les negó la concesión de un espacio dentro de la Ciudad de México para que fundasen su propio convento al considerar que ya tenían bastantes con los tres que llevaban, por lo que tuvieron que ser alojados con los dominicos y la Audiencia de México dictamina que ocupasen los lugares que no pudieron ocupar tanto los franciscanos como los dominicos. Es así que sus primeros lugares de asiento fueron Chilapa y Tlapa a donde mandaron a fray Jerónimo de San Estaban y fray Jorge de Ávila, Ocuituco le tocaría a fray Juan de San Román y fray Agustín de la Coruña, Santa Fe y el marquesado quedaría bajo el cuidado de fray Alonso de Borja, mientras en la capital se quedaron fray Francisco de la Cruz y fray Juan de Oseguera quienes finalmente obtuvieron el permiso para que la orden tuviese su convento propio.

Al paso de los años y con la expansión de los territorios conquistados los agustinos fueron designados a más territorios, como fue el caso de la Huasteca, las costas del Mar del Sur y Michoacán, sumándosele la responsabilidad de partir a realizar sus trabajos como misioneros a las islas del Pacifico y al archipiélago de las Filipinas, empezando porque el marino Andrés de Urdaneta pertenecía a la orden y fue el impulsor de su asiento en los nuevos territorios. Gracias al empeño que tenían por su labor hizo que fuesen designados para iniciar la cristianización del Perú, armándose una gran expedición donde varios agustinos fueron llevados para consolidar el poder español hacia 1551, teniendo el visto bueno del virrey Antonio de Mendoza, quien fue nombrado como el primer virrey del Perú y seria acompañado por los mismos agustinos quienes sirvieron como sus asistentes. Donde no pudieron avanzar fue en dirección al norte, ya que los franciscanos habían empezado a acaparar el puesto en las nuevas fundaciones, pero el haberles dado primicia para la evangelización de las Filipinas fue suficiente para que ya no buscasen la adjudicación de más territorios en la Nueva España.

Pero el haber aceptado esta situación donde los franciscanos y los dominicos lograron mantener su preminencia sobre los nuevos territorios conquistados hizo que el espíritu misionero agustino se fuese apagando, agregando la decadencia del sistema de los pueblos de indios como consecuencia de las epidemias, la persistencia de la idolatría entre los indígenas y el creciente conflicto del clero secular para imponer su poder sobre el regular hicieron que se fuesen relajando en su disciplina para abocarse a los pleitos y luchas de poder dentro de la orden. Esto no impidió que una parte de los agustinos no cesasen en buscar lugares para fundar nuevas misiones en los pueblos donde lo requiriesen, logrando obtener algunas plazas en territorios chichimecas. A pesar de las constantes dudas sobre la permanencia de las ordenes mendicantes, tanto su organización como la flexibilidad para poder adaptarse a su contexto los hicieron indispensables para lograr la cristianización de las sociedades indígenas, así como la organización de su vida religiosa, trabajo que no podían realizar a plenitud los curas acostumbrados a los ambientes urbanos y a atender a una feligresía de raigambre católica.

La cabeza de la orden estaba depositada en el provincial, quien permanecía en su puesto por un periodo de tres años, a ellos les seguían los priores quienes eran los encargados de dirigir los conventos, los cuales tenían una población de ocho frailes, uno de ellos era electo para ocupar el puesto de “discreto”, quien participaba en las asambleas capitulares y eran fundamentales para la elección del puesto de provincial. Algo que se puede deducir de los frailes elegidos en los puestos para la toma de decisiones de la orden es que siempre se encargaron de encumbrar a las personas que tenían un verdadero compromiso con la tarea de evangelizar, pero con el paso del tiempo y el estancamiento de la orden provocaría que los misioneros fuesen remplazados por frailes más atenidos a los negocios que hacían con la sociedad criolla. Con el crecimiento de la orden tanto en miembros como en plazas a su cargo hizo que se le sumara a la pirámide organizacional el puesto de vicario, quien ocupaba el puesto del provincial cuando este realizaba sus visitas pastorales en los monasterios, además de servir como consejero cuando había que decidir sobre temas difíciles.

Este sistema de organización participativa permitía que la orden se mantuviese informada sobre los problemas y deficiencias que tenían los territorios bajo su cargo, siendo los momentos cuando se elegían a los electores cuando salían a relucir los problemas que tenían los frailes en sus respectivos pueblos y esto determinaban la orientación de las votaciones. Fue mediante las asambleas donde se tomaron las decisiones del actuar de la orden en los pueblos de indios, pero fueron tres las que fueron más definitorias en la conformación de la reglamentación: el capítulo de Ocuituco de 1534, el de Epazoyucan de 1563 y el definitorio de Acolman de 1564, yendo desde reglamentaciones internas en la vida de la orden, la forma en que habrían de inculcar la religiosidad entre los indígenas, la dependencia a sus superiores de Castilla, pero el más importante es en lo referente al trabajo indígena y a la intromisión en asuntos políticos de los pueblos donde dejaron claro su prohibición hacia su uso para el beneficio de los conventos, así como el no involucrarse en cuestiones de cobros de tributos o sobre cuestiones del repartimiento de la mano de obra indígena para las haciendas y minas.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Antonio Rubial. El convento agustino y la sociedad novohispana (1533-1630).

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Imagen: Vista panorámica del conjunto conventual de San Agustin Tlapa (ahora catedral), Guerrero. Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=mUqSM5MV3C8

La secularización de la Iglesia en Yucatán en el siglo XVIII.

Desde un inicio, la corona confió en el clero regular para emprender la misión de evangelizar a los indígenas de la Nueva España, por lo que la presencia del clero secular estuvo reducida a atender a la pequeña feligresía española, ya que el papel de cura lo podían desempeñar los mismos frailes quienes se volvieron en los guías espirituales por excelencia. Pero conforme se consolidaba el proceso de evangelización empezaron a escucharse voces que exigían el retiro de las órdenes para que pasasen a manos del clero secular, pero la defensa de estos donde argumentaban como sus profundos conocimientos de la población autóctona permitían asegurar el orden en las comunidades, algo que un cura no estaba debidamente preparado al no hablar alguna de las lenguas de las comunidades. Este panorama a favor de las ordenes empieza a cambiar en el siglo XVII con la emisión de la real cedula de 1618, donde se exigía su retiro de las comunidades consolidadas para dar su lugar al clero secular, siendo el golpe definitivo la bula del papa Gregorio XV cuando se ordena la sumisión del clero regular a las autoridades del episcopado, por lo que la corona empezaría a revisar los casos para determinar la permanencia o no de los frailes.

Las condiciones para las ordenes mendicantes iban pasándoles factura, al comprobarse la cristianización de los pueblos indígenas, ya no hacía falta la presencia del trabajo de los frailes quienes pasaron a ser mantenidos por las comunidades sin hacer las labores que realizaron en los primeros años de la evangelización, por lo que su excesivo gasto era otro argumento a favor de remplazarlos por el clero secular donde solo se necesitaba la presencia de un sacerdote para atender a la feligresía. Fue así como la corona empieza a dictar medidas para reemplazar a los frailes de su presencia en los pueblos, ordenando la necesidad de los curas a que aprendiesen a hablar las lenguas de las comunidades a donde fueran mandados, algo que favorecería a los criollos quienes conocían los diferentes idiomas locales. Este proceso fue gradual y depende de las condiciones de cada región, este es el caso de Yucatán donde la presencia franciscana fue muy fuerte y pudieron hacer frente a las pretensiones del obispo para quitarles comunidades, por lo que en su caso sería un proceso muy lento y que pudo prosperar solo por la lucha de poderes y concesiones realizadas por las autoridades eclesiásticas-

Si bien en un inicio pudieron librarla gracias a la intercesión del obispo Diego de Landa y a la incapacidad de su sucesor Gregorio de Montalvo, fue hasta 1590 con la ascensión del seráfico Juan Izquierdo a la mitra cuando se ordenan las secularizaciones de las doctrinas de Hocaba, Ichmul Tixcocob y Tixchel, de ahí el siguiente proceso se dio hasta 1679 con el obispo Juan Escalante y Turcios donde ordena el retiro de las doctrinas de Sahcabchén, Hunucmá, Champotón, Homún y Tizimín, esto provocaría la ira de los franciscanos quienes se llevaron los objetos litúrgicos de las iglesias, siendo excomulgados por el clero diocesano y finalmente los devuelven un año después. Para finales del siglo, los franciscanos yucatecos estaban en problemas al no justificar su presencia, ya que había fracasado su intento por evangelizar a los mayas rebeldes de la región kejache y el Peten, además de mantener conflictos internos donde los peninsulares eran quienes estaban realmente preocupados por mantener la misión evangelizadora, mientras los criollos solo se interesaban por permanecer en los conventos y tener una vida relajada.

Su situación empeora con la llegada en el año 1700 del fraile benedictino Pedro de los Reyes Ríos al obispado, quien durante sus primeros años realiza visitas pastorales a las comunidades para conocerlas y recoger a las necesidades de la feligresía, obteniendo como resultado el recibir las continuas quejas de los pueblos hacia la presencia de los frailes quienes se habían abocado a una vida de excesos y de continua explotación de los indios, ya sea cobrándoles entre 5 a 6 pesos por las sucesiones testamentales u obligarlos a trabajar en las instalaciones de los conventos. Se conocieron las historias donde los frailes tanto participaban en actos de despojos hacia los mayas como de la constante violación a sus votos de castidad como el caso de fray Diego Crespo, doctrinero de Bolonchen Ticul, siendo acusado el provincial de la orden, fray Bernardo de Rivas, como el principal culpable por permitir esas conductas entre sus hermanos, pero era tal la fuerza y cinismo de la orden que llegaron amedrentar al obispo con manifestaciones públicas de desobediencia, incluso trataron de asesinar al comisario seráfico de la orden quien llegaría a investigar los abusos en que estaban concurriendo hacia 1708.

El poder de fray Bernardo de Rivas era tal que tenía bajo su control al gobernador, Fernando Meneses Bravo Sarabia, a quien le daba generosos sobornos como para desobedecer las órdenes del obispo y contaba con el apoyo de poderosos potentados yucatecos, con ello evitaría la secularización de las doctrinas de Calkiní, Maxcanú y Becal. A pesar que el obispo tendría el derecho de excomulgarlos y dejarlos sin el derecho a impartir servicios sacramentales, esto no impidió que las disposiciones de secularización se llevasen a juicio y ganaran los franciscanos gracias a su defensa, dándose los resultados del juicio hasta 1716 a dos años de la muerte del obispo. Tiempo después tanto fray Bernardo de Rivas como algunos de sus hermanos si llegaron a ser amonestados por sus superiores en la Ciudad de México, pero esto no impidió la degeneración de su misión para convertirse en un lastre para la sociedad maya al convertirse en explotadores junto con los encomenderos sin que pudiesen ser regulados.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: José Manuel A. Chávez Gómez. La secularización de las doctrinas franciscanas de Maxcanú, Bécal y Calkiní bajo la observación diocesana en el siglo XVIII, del libro De Mérida a Taguzgalpa. Seráficos y predicadores en tierras mayas, chiapanecas y xicaques.

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Imagen: Parroquia de San Miguel Arcangel, Maxcanú, Yucatan. Fuente: https://mexicomeenamora.com/2021/11/03/maxcanu-yucatan/

La población española en la Nueva España.

Con la conquista de los reinos mesoamericanos, pero principalmente por el de México, la corona obtenía el papel de rector sobre los nuevos territorios del virreinato, lo que supuso por extensión el colocar a los propios peninsulares en la punta de la pirámide social por encima de los indígenas y de los esclavos africanos. Pero en este caso vamos a apreciar una serie de particularidades, como las empresas de conquista estuvieron bajo la dirección de la corona de Castilla, serian sus habitantes quienes tendrían derecho a poder migrar a los nuevos territorios, Aragón queda excluida para pasar a administrar los territorios patrimoniales en el Mediterráneo como Cerdeña, Sicilia y Nápoles, a este privilegio quedaría integrado Portugal a partir de la “unión por matrimonio” celebrada entre 1615 y 1616. Dentro de esta comunidad “española” existían claras diferencias entre castellanos y portugueses quienes mantenían su lengua, esto empezaría a complicarse con la distinción hecha a los nacidos en el reino, los criollos, quienes no gozaban de la confianza para ocupar puestos en el gobierno a diferencia de los peninsulares.

La cadena migratoria empezaba para quien lograse costearse el pasaje (lo que implicaba hacer grandes esfuerzos para ahorrar o vender todas sus posesiones), abordar en Sevilla para llegar a La Habana y de ahí había tres posibilidades, quedarse en la isla, irse a Yucatán o continuar el viaje hasta Veracruz, puerto con condiciones malsanas por las enfermedades y que hacía necesario emplazarse tierra adentro a villas como Córdoba, Perote, Orizaba y Xalapa. El primer experimento para crear el prototipo de asentamiento español en las Indias seria la ciudad de Puebla de los Ángeles, la cual fue levantada para que llegasen a establecerse los peninsulares campesinos, obreros y trabajadores en general, quienes tenían como incentivo la exención de impuestos y el otorgamiento de tierras para que construyese su casa, además de tener el atractivo de situarse en medio de una zona con grandes asentamientos indígenas y el estar en medio del camino entre Veracruz con México. Puebla resulto ser un éxito en las primeras décadas, pero con el paso del tiempo la sociedad poblana empezó a ver mal a los migrantes y los forzaban a seguir su paso a la capital, este esquema social llegaría a su fin hacia 1737 por la devastación causada por la epidemia de mazáhuatl que acabo con el 80% de sus habitantes, por lo que se rompieron las reglas sociales imperantes y los sobrevivientes empezaron a formar familias mixtas con indígenas y mestizos.

Para evitar que los peninsulares llegasen con la idea de explotar a los indígenas, la corona empezó a emitir una serie de ordenanzas para asegurar que los migrantes llegasen a poblar y a trabajar, como sucedió con la iniciativa de mediados de siglo XVI donde llevaron campesinos castellanos para trabajar el campo, pero solo se vieron limitados a vivir en Puebla y en los pueblos de los alrededores. Si bien en un inicio la corona esperaba que españoles e indígenas viviesen en las mismas poblaciones, la propensión de los abusos de los primeros y el recelo de los misioneros a que los pervirtiesen con sus costumbres hizo que se establecieran las “republicas de indios” y las “republicas de españoles” para mantenerlos separados. Poco a poco empezaron a nacer por el territorio ciudades para españoles, ya sea construyendo nuevas desde los cimientos u ocupando los principales centros políticos indígenas, aunque a diferencia de las europeas no llegaron a ser completamente urbanas, sino que combinaban funciones tanto rurales como domésticas.

Las necesidades de expansión de los españoles hicieron que se abrieran dos ejes migratorios, el norte que ofrecía amplias tierras para la explotación ganadera y la posibilidad de encontrar yacimientos de plata, también estaba la ruta del comercio del Oriente y la necesidad de establecer puertos de llegada por el océano Pacifico, naciendo con ello Acapulco, Santa Cruz, Manzanillo, San Blas, Mazatlán y los puertos de California para recibir a la Nao de China. Las condiciones en la Nueva España nunca llegaron a ser cómodas para los españoles, la incapacidad de contener los brotes epidémicos provocaban grandes mortandades que acababan con las vidas tanto de indígenas, mestizos y españoles, pero también la gran demanda de mano de obra tanto indígena como esclava hacía que no hubiese trabajo para los españoles, sumado a lo difícil que implicaba hacerse a la aventura hacia los territorios inhóspitos hacía que buena parte de los migrantes acabasen en la miseria.

Dentro de las distinciones que hicieron los españoles era el monopolio de los europeos para instruirse en la vida religiosa, por lo que la gran parte tanto de sacerdotes seculares como en las ordenes mendicantes eran peninsulares o criollos (había algunas excepciones que se salían de la norma como algunos hijos de caciques indígenas o mestizos que entran por omisión), siendo las ordenes mendicantes quienes protagonizan gran parte del esfuerzo de evangelización de los indígenas. Los primeros que llegaron fueron los franciscanos quienes ocuparon las posiciones más importantes en el Centro de México, Yucatán y diferentes puntos a lo largo del reino, los dominicos fueron designados a algunos lugares del centro, Oaxaca, Chiapas y Guatemala, los agustinos se encargarían de buena parte de Michoacán, los actuales estados de Guerrero e Hidalgo y otros puntos del centro, los últimos en llegar fueron los jesuitas en 1572 quienes por su vocación educativa tuvieron presencia en todos los centros urbanos y sus esfuerzos misioneros se enfocarían en el norte. A pesar de su amplia presencia en la sociedad novohispana de todas las castas religiosas, tanto el clero secular como el regular nunca rebasaron el 0.24% de la población total del periodo virreinal, esto no impidió que por medio de las donaciones, pagos de las cofradías o por las herencias se convirtieran con el tiempo en los grandes terratenientes del reino.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Elsa Malvido. La población, siglos XVI al XX.

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Para saber más: https://www.arthii.com/los-espanoles-y-la-repoblacion-de-la-nueva-espana/

Imagen: José Joaquín Magón. Casta 3 de Español y Castiza el fruto bello se ve igual a su padre ya pelo a pelo, siglo XVIII.

Las andanzas de los misioneros franciscanos en Yucatán.

Para el siglo XVI, la sociedad europea vivía bajo la angustia permanente por que en cualquier momento el mundo se acabaría como consecuencia de los pecados provocando el Apocalipsis, por lo que surgiría un impulso popular para tratar de ganarse un lugar en el paraíso avocándose por la vida religiosa, pero a finales del siglo anterior, las exploraciones marítimas dieron con el hallazgo de nuevas tierras donde había personas que no conocían el evangelio, por lo que para los españoles se convertiría en un deber orientarlos a la “verdadera” fe y cumplir la voluntad de Dios. Los franciscanos eran los más entusiasmados por las nuevas buenas que regresaban del otro lado del océano, ya que según desde su punto de vista influido por el milenarismo y el mesianismo, se estaba cumpliendo la profecía apocalíptica de la última predica del Evangelio antes del fin del mundo, por lo que vieron en la figura de Hernán Cortes como el elegido cuya conquista habría de salvar a las almas de los gentiles.

Dado este fuerte impulso por llevar la palabra de Dios, los franciscanos fueron elegidos para iniciar la evangelización de las nuevas tierras, primero estableciendo la Provincia del Santo Evangelio de México y después la de San José de Yucatán en 1559 tras su separación de la anterior, esta había sido recientemente pacificada por Francisco de Montejo y sería una región muy atractiva para los frailes y su afán de preciar la palabra entre los indígenas o morir en el martirio por Cristo. Hubo varios religiosos que dejaron testimonio de su paso por Yucatán, como fue el caso de Bernardo de Lizana quien dejo escrito el “Devocionario de Nuestra Señora de Izamal y conquista espiritual de Yucatán”, donde narra las andanzas de los franciscanos en los primeros años, destacando el relato de fray Luis de Villalpando y fray Melchor de Benavente quienes estaban a punto de ser linchados por los mayas en Maní en 1548 por negarse a bautizar a un cacique que tenía esclavos, pero al final desisten de matarlos y esto fue tomado como un milagro divino.

Sin duda, uno de los más importantes misioneros y a la vez el más controvertido fue fray Diego de Landa, quien tenía la fama de ser un predicador con una gran convicción que llegaba a los extremos, pero su hermano de orden Lizana también relata que a lo largo de su trabajo se supo ganar la admiración de los indígenas quienes le llegaron a atribuir algunos milagros, ya sea impidiendo la celebración de los sacrificios o atribuyéndole la conformación del culto a la Virgen de Izamal. Otro de los religiosos que dejaron huella entre los mayas fue el caso de fray Francisco de la Torre, de quien se sabe era un hábil traductor del maya y se vuelve un difusor destacado del culto a la virgen de Izamal, desviviéndose por el cuidado por su feligresía y cumpliendo a rajatabla los principios de la pobreza franciscana, fue tal el cariño que alcanzo entre el pueblo yucateco quienes le empiezan a rendir culto como santo cuando muere, por lo que cuando Landa fue ascendido como obispo, hace trasladar su cuerpo de su sepultura en Izamal hacia Mérida.

Otros destacados misioneros recibieron el reconocimiento después de su muerte, como fue el caso del asistente de Landa, fray Alonso de Solana, quien se dedicada a escribir textos y doctrinas en maya para facilitar su comprensión e impulsar la conversión, también contamos con historias referentes a fray Juan de Hortelano a quien se le atribuía la habilidad milagrosa de encontrar pozos de agua o de construir iglesias de forma rápida. Para estos religiosos franciscanos se contaron un gran número de historias donde aseguraban la santidad de sus figuras, como ocurrió con fray Juan de Salinas a quien le atribuyen haber calmado a un toro suelto en una plaza cuando era ya anciano y de curar de forma milagrosa a los enfermos, también había otros religiosos como fray Juan de Acevedo y fray Pedro de Cardete, quienes eran tratados como santos y se le atribuyen algunos milagros después de muertos. Pero en el caso de Cardete era quien gozaba de una gran estima y de una peculiar fascinación por su “santidad”, ya sea por lo acertados que resultaron sus mensajes proféticos o por hechos sobrenaturales ocurridos a su muerte, de quien el pueblo trato de obtener pedazos de su cuerpo para venerarlos a la manera de reliquias, quitándole dos dedos.

Con el caso de Yucatán, los frailes franciscanos buscaron que se les reconociera su compromiso con la fe mediante el impulso de la fama de sus miembros en su calidad de santos, incluso con fray Pedro de Cardete se intentó llevar a cabo un proceso de beatificación que se quedó perdido en la burocracia romana. Se piensa que esta iniciativa franciscana repetía los patrones seguidos en Europa, donde las ordenes monacales en los tiempos de Carlomagno se habían convertido en los centros políticos y económicos gracias a la fama alcanzada por medio de la religión, por lo que era importante fomentar esta clase de cultos populares para asentar los progresos de la religión y el avance de la civilización para con ello continuar el trabajo misional a los territorios que se iban descubriendo. Lamentablemente, muchos de estos relatos se han perdido a lo largo del tiempo, ya sea por los conflictos en diferentes siglos o ante las condiciones climáticas, por lo que la obra de Lizana es uno de los pocos ejemplos de esta época donde los franciscanos esperaban que su fama de santidad ayudase a los mayas a formar la esperada sociedad utópica del cristianismo primitivo.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Beatriz Pascacio Guillen. Tras las huellas de santidad. Intento franciscano de glorificar a frailes notables en la provincia de San José de Yucatán, del libro De Mérida a Taguzgalpa.

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La preparación de los frailes agustinos en los conventos.

En este rubro, las fuentes no son muy precisas en cuanto al proceso de preparación de los frailes de la orden de San Agustín en correspondencia con su origen étnico, procedencia social o su profesión previa, por lo que se cree pudieron haber ostentado el mismo nivel educativo consistente en su especialización en estudios teologales y el conocimiento de las lenguas indígenas. Los principales centros educativos de la orden estaban dispersos a lo largo del reino, teniendo como cedes México, Puebla, Valladolid, Tiripetío, Yurirapúndaro, Cuitzeo, Atotonilco, Acámbaro, Actopan, Ixmiquilpan, Metztitlán, Guadalajara y el Colegio de San Pablo de México centrado en la preparación doctoral de los frailes.  En general, los agustinos eran considerados personas muy cultas y preparadas por su nivel intelectual tanto en asuntos teologales como al nivel científico, ese es el caso del afamado fray Andrés de Urdaneta quien hace su ordenación en la Nueva España antes de partir a la expedición donde descubre el tornaviaje con las Filipinas.

Para ver el nivel de preparación de los agustinos, se tiene constancia que al menos el 87% de los frailes sabían lenguas indígenas, de estos el 69% hablaban solamente una lengua y el resto sabían dos o más, de las cuales la más aprendida era el náhuatl, seguida por el otomí, el purépecha, el ocuilteca y por último el mixteco. La principal materia de estudio de los frailes sin duda era la teología, artes y gramática, esto se dividía en un noviciado de 1 año donde por lo general entraban jóvenes de 13 a 16 años, seguido por la preparación en una profesión religiosa a partir de los 16 a los 22 años, mientras para la consagración sacerdotal su preparación era supervisada directamente por los obispos quienes les exigían presentar examen para demostrar que eran aptos para alcanzar el sacerdocio y poder dar misa para los 24 años. Pero para el siglo XVII y con el aumento de la demanda por entrar en la orden, se nota un continuo degradamiento del nivel educativo al verse superados, por lo que se revela en algunos edictos provinciales que muchos de los frailes ya no se dedicaban a estudiar las lenguas indígenas, por lo que en 1626 hicieron obligatorio que los hermanos que querían ser prior de alguna doctrina tuviesen conocimiento de al menos una lengua indígena.

Se sabe que a partir de 1572, el número de frailes que ingresaron a la orden empieza a aumentar gradualmente tanto por el ingreso de criollos como por el de peninsulares y esto dio pie a una mayor expansión de las fundaciones conventuales, se ralentiza hacia 1585 por los efectos de un ciclo epidémico que causo numerosas bajas y una vez superado la orden mantiene un crecimiento constante hasta el siglo XVII. Pare el siglo XVI, se sabe que de los miembros de la orden el 78% se dedicaban a misionar entre los indígenas, pero en el siguiente siglo se dio un descenso hasta el 64%, por lo que era casi obligatorio que los frailes alcanzasen la ordenación sacerdotal para poder cumplir con su objetivo. Mientras en los conventos urbanos esta exigencia era mínima al ser mayoría la población española ya cristianizada, por lo que aprovechando esta circunstancia estas fundaciones eran usadas como centros de noviciados y de estudios teologales, ya una vez preparados eran mandados a trabajar en las comunidades indígenas.

La división provocada por la animadversión entre peninsulares y criollos conformando las provincias de San Nicolas Tolentino de Michoacán y la Provincia de Jesús de México en 1602 provocaría un serio problema en cuanto al número de religiosos al servicio de las fundaciones urbanas y en los pueblos de indios, pero con el tiempo estas cifras se empezarían recuperar en ambas provincias, aunque en un sentido negativo. Para finales del siglo XVI empieza a provocarse un proceso de desgaste en cuanto a la presencia de los frailes entre los indígenas al finalizarse en proceso de alienación del catolicismo con la evangelización, por lo que los conventos eran cada vez más prescindibles en los pueblos y en 1611 se decreta el fin de la fundación de nuevas instalaciones monacales en los pueblos. Esto provocaría que los conventos urbanos tuviesen un problema de hacinamiento al ya no ser necesario mantener una gran cantidad de religiosos entre los indígenas donde solo destinaban entre 3 y 4 religiosos para darles servicios, mientras los frailes se tenían que acomodar entre los novicios y los estudiantes de las ciudades.

La población de los conventos empieza a tener como problema ante la sobredemanda de lugares a que no todos se pudiesen ordenar como sacerdotes, aumentando el número de hermanos lego quienes se dedicaban al servicio de las necesidades del convento como trabajos de conserjería, como miembros del coro, en el trabajo de las huertas, al libre estudio y otras labores donde no implicase el brindar los servicios religiosos a la sociedad. A esto hay que sumarle que la vida conventual se había convertido en una alternativa real para los miembros de la familia de la nobleza, ya que como el primogénito era el principal depositario de los bienes de la familia, el resto de los hermanos tenían como alternativa ordenarse como sacerdotes seculares o frailes para no desatar un problema por la herencia, asegurándose con ello un modo de vida digno y por esto los conventos de todas las órdenes religiosas tenían esta función como alternativa.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Antonio Rubial. El convento agustino y la sociedad novohispana (1533-1630). 

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Imagen: Detalle del mural del cubo de la escalera del convento de San Nicolas Tolentino, Actopan, Estado de Mexico, siglo XVI.

La composición social de los agustinos en la Nueva España.

Durante su periodo de formación en Europa, la orden se caracterizó por mantener una diversidad en cuanto a las clases de procedencia de los frailes, aunque el profesorado por lo regular pertenecían a la nobleza baja como los hidalgos, pero durante el último tercio del siglo XVI hubo una mayor entrada de miembros de estratos humildes como consecuencia de una creciente crisis económica. Después de su llegada y asentamiento en la Nueva España, la orden seria la preferida por parte de los colonos peninsulares para entrar a profesar en alguno de sus conventos, pero desde inicios de siglo XVII con el proceso de separación y formación de la provincia agustina de Michoacán haciéndola la favorita para vivir y desplazaron a los criollos hacia los demás conventos del virreinato, provocando un serio problema de números al quedar con más elementos Michoacán. Los peninsulares solían tratarse de profesionistas que ocupaban por lo general la cabeza organizacional de la orden, así como se especializaban al tomar las carreras como filosofía, matemáticas, medicina, arquitectura y ciencias, aunque también era normal que españoles aventureros después de buscar fortuna entrasen a profesar.

Conforme la población migrante fue creciendo en la Nueva España, la cantidad de criollos fue creciendo exponencialmente, que con el sistema de mayorazgos donde el primogénito tenía el derecho a heredar gran parte del patrimonio familiar hacia la vida conventual una salida para poder sostenerse. Desde su llegada en 1533, los peninsulares habían sido mayoría dentro de la orden y poco a poco fueron entrando criollos, pero a partir de 1572 esta tendencia empieza a revertirse y ahora los criollos empezaban a ser mayoría, provocando animadversión entre los peninsulares por las exigencias para ocupar los puestos directivos dentro de los conventos, esta fue una de las razones que provocaron la separación de la provincia de Michoacán de la de México. Con este problema, en la provincia del Santísimo Nombre de Jesús de México buena parte de los religiosos eran criollos y en San Nicolas Tolentino de Michoacán los peninsulares fueron mayoría, pero ellos se negaban a perder su supremacía en el resto de la provincia agustina y fueron los principales impulsores ante el virrey para que se mandaran a los frailes novohispanos a evangelizar Filipinas para disminuir su número, arguyendo que era más barato a mandar españoles, pero los diferentes conventos se las arreglaron y lograron preservar a la mayoría.

Con el creciente número de frailes profesando, se le sumo el problema de la sobrepoblación en los conventos y que ya no se estaban fundando establecimientos monacales en los pueblos de indios para 1591, además de que el sistema de formación de los religiosos estaba volviéndose ineficiente y hacía que los frailes estuviesen mal preparados y eran acusados de tener una moral muy relajada, todo porque gran parte provenían de familias de la alta sociedad y que no sabían qué hacer con ellos. Como parte de la retórica criolla de su sentido de pertenencia a la Nueva España y este creciente clima de animadversión hacia sus actitudes, fue uno de los canales por donde empieza a fortalecerse el nacionalismo novohispano, por lo que las críticas a su forma de vida eran tomadas como parte de la eterna lucha entre peninsulares contra criollos. Los religiosos criollos empezaban a diferenciarse de los peninsulares mostrando una actitud de orgullo nacionalista, donde era fundamental defender todos sus derechos para no quedarse al margen los españoles, algunos de ellos fueron llamados por el rey para formar parte de los episcopados.

Sobre la presencia o no de indígenas dentro de la orden es un tema muy debatido, pero de los registros de la época tenemos que en el periodo inicial hubo algunos indígenas que fueron aceptados en el convento de México y en Tiripetío, como por ejemplo Antonio Huitzimengari quien era perteneciente de la familia real purépecha, uno de los puntos de choque fue la animadversión de las ordenes al considerar la “pureza de sangre” un elemento fundamental para evitar la deformación del dogma y se produjesen movimientos cismáticos locales, de ahí que posteriormente ya no se tengan noticias de religiosos indígenas. Para el siglo XVII, fray Juan de Zapata y Sandoval empieza a propugnar por la posibilidad de que los indígenas entrasen a profesar desechando que se les aplique la “pureza de sangre” como barrera, incluso llego a defender que son tan capaces tanto de oficiar misa como de detentar los mismos derechos eclesiásticos que los españoles. Este discurso cumplió con el cometido y de ahí en adelante la orden dio cobijo a los indígenas que quisiesen optar por la vida religiosa, demostrando ser muy capaces de poder asumir los cargos de sacerdotes, pero en realidad fueron muy pocos los que entraban al solo poder acceder las familias caciquiles.

Los que de plano despertó una verdadera animadversión a su presencia fue con el caso de los mestizos, todo esto se dejó ver hacia la década de los sesenta del siglo XVI donde entraron a la orden, uno de ellos fue el michoacano fray Rodrigo de Mendoza de padre español y madre purépecha. Al enterarse el provincial de Castilla, manda una carta a la Nueva España el 3 de junio de 1567 donde se prohibía que se permitiese la entrada de mestizos al considerar inaceptable que profesasen “hijos de idolatras”, a partir de ahí ya no se tuvieron noticias de mestizos dentro de la orden y en 1669 se ratifica la prohibición mediante una cedula real, lo que nos indica un desobedecimiento por parte de los conventos novohispanos. Un ejemplo de esto lo tenemos en el caso de fray Bartolomé de Jesús María, un místico laico que hacía practicas acéticas para venerar al Cristo de Chalma bajo la responsabilidad del convento de Malinalco, fue tal la fama entre la feligresía que decidieron aceptarlo como miembro hacia 1630 para controlar el culto.  

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Antonio Rubial. El convento agustino y la sociedad novohispana (1533-1630). 

Imagen: Escenas de la vida de San Agustin, Sala de profundis, Convento de Actopan, Hidalgo, siglo XVI.

Los agustinos en la Nueva España.

Las ordenes mendicantes fueron la base para el proceso de evangelización y sometimiento de los pueblos indígenas, diferenciándose de la violencia de la conquista militar al ofrecer una alternativa más blanda para llevar a cabo la complicada transición al modelo español y adoptasen la cultura cristiana. En el siglo XVI fueron tres las ordenes que llegaron y se repartieron el territorio para administrar los diferentes pueblos, llegando primero los franciscanos, seguidos por los dominicos y por ultimo entran los agustinos, la cual se remonta al siglo IV por las comunidades monásticas seguidoras del trabajo del doctor de la iglesia San Agustín de Hipona en África, pero fue hasta el siglo XIII cuando tomaron el ejemplo de las congregaciones de San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán cuando constituyen en forma a la orden por iniciativa del papa Inocencio IV, quien le otorga las bulas para su fundación y de ahí se empezaría a conformar su estructura para fundarse hasta 1290.

Al igual que los franciscanos y los dominicos, a los agustinos les tocaría enfrentar el convulso contexto europeo de los siglos XIV y XV marcados por la Peste Negra, el Cisma de Aviñón, los múltiples conflictos dinásticos entre los reinos cristianos y las guerras religiosas, a esto hay que agregar las pugnas por dos ideas donde se buscaba cambiar la vida monástica, la primera era la conventual donde se hacía énfasis en la pobreza de sus miembros y la vida comunitaria, la segunda era la observantes que buscaba mantener las reglas y disciplina de las comunidades monásticas primitivas. En el contexto español, este conflicto se llevaría en forma más intensa con la formación de la Congregación Regular de la Observancia de los agustinos en 1438 quienes llevaron el pleito contra los conventuales, obteniendo el triunfo a finales de siglo con el apoyo que les dieron tanto los Reyes Católicos como el cardenal Cisneros, quedando como una de las principales ordenes que serían fundamentales hasta la época de esplendor en el llamado Siglo de Oro. Al poco tiempo les llego la sorpresa de haber encontrado al otro lado del océano grandes poblaciones que no habían sido cristianizadas, por lo que los agustinos y las otras ordenes mendicantes se apuntan para iniciar el proceso de evangelización al tener previamente experiencia en la labor en lugares como Europa Oriental o el norte de África, aunque fueron los últimos en llegar al adelantarse los franciscanos y dominicos a misionar en la Indias.

Al llegar las noticias del éxito obtenido por las otras ordenes mendicantes en la recién fundada Nueva España, los agustinos bajo la iniciativa de fray Juan Gallegos empieza a realizar los procedimientos para asentarse en las Indias dada la falta de misioneros, teniendo el visto bueno de la corona, por lo que empiezan a reclutar a frailes provenientes del convento de Salamanca. Conformaron un grupo de siete frailes para fundar la orden y estaba dirigida por fray Juan de Oseguera con el título de prelado y con la guía de fray Francisco de la Cruz, embarcándose para el 1533, constituyendo la Provincia del Santo Nombre de Jesús como dependiente de la de Castilla. Con este encargo, la orden tenía el compromiso de enviar desde España a frailes para que atendiesen los conventos novohispanos, llegando hasta 1564 un total de 180 agustinos, 40 de 1572 a 1575 y 15 de 1586 a 1596, de los cuales 12 estaban destinados exclusivamente para atender Michoacán. Hubo dos periodos en que se interrumpe el flujo de frailes, de 1564 a 1572 porque se desviaron 30 para dirigirlos a Perú y a partir de 1575 ya no hacían falta en la Nueva España, sino que los mandaban tanto a Sudamérica y sobre todo a las Filipinas donde hacían más falta, además de que la península atravesó un proceso de despoblamiento en el último cuarto de siglo y ya no era posible mandar religiosos a atender las misiones.

Uno de los hechos internos que vivió la orden fue que a principios del siglo XVII la provincia del Santo Nombre se divide para dar lugar a la de San Nicolas Tolentino de Michoacán, proceso instigado por los peninsulares para darles servicio en lugar de la provincia original al servicio de los criollos, por lo que tuvieron que solicitar más frailes españoles para que los pudiesen atender. Fuera de aquel proceso, la orden ya no mandaría frailes peninsulares a la Nueva España a partir de 1575 sino solo para realizar visitas a sus conventos o como paso para dirigirse a las Filipinas, aunque por lo común que eran las enfermedades y dolencias producidas por el trayecto, solo unos pocos se embarcaban y los convalecientes se quedaban en los hospitales hasta que se recuperasen, situación escandalosa porque mucho se quedaban en México y su manutención corría a cargo de la Real Hacienda, por lo que en 1599 el conde de Monterrey solicita que las ordenes instalasen casas para atender a sus hermanos, propuesta atendida por los agustinos y los dominicos para no provocar mayores problemas.

Pero esto no impidió que más frailes prefiriesen quedarse en Nueva España de lugar de proseguir su camino, por lo que en un principio se consideró que se mandasen a territorios novohispanos donde hiciesen falta religiosos para atender a los pueblos, esto no fue suficiente y en 1607 el problema se mezclaría con el de los agustinos de Michoacán dirigido por fray Diego de Águila, mientras la corona amenazaba con hacer efectiva la orden de traslado de los “filipinos y chinos” (los religiosos asignados para dirigirse a Filipinas) y que duraría 4 años terminando con que se comprometían a pagar el viaje de Sevilla. Gran parte de los agustinos eran religiosos muy preparados salidos de los centros de formación más importantes como Salamanca y Burgos, por lo que fueron los favoritos para asumir los puestos importantes dentro del alto clero, de lo que no se conoce bien es con respecto a la procedencia social, por lo que podemos encontrar desde hijos de campesinos, artesanos y nobles, como fray Alonso de Borja, fray Antonio de Roa o fray Nicolas de Wite, holandés de quien se dice era pariente de Carlos I.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Antonio Rubial. El convento agustino y la sociedad novohispana (1533-1630). 

Imagen: Murales del cubo de la escalera del Ex-Convento de San Pedro Actopan, Hidalgo, siglo XVI. Fuente: https://mediateca.inah.gob.mx/repositorio/islandora/object/museo%3A1528