Los festejos novohispanos.

Las festividades constituían momentos en los que se quebrantaba la rutina diaria, proporcionando momentos de diversión para la población en general. Estos eventos destacaban fechas específicas que los gobiernos esperaban que quedaran grabadas en la sociedad al ofrecer momentos agradables. En el contexto novohispano, podríamos decir que la presencia de las festividades era completamente habitual.

Por un lado, teníamos aquellas que seguían el calendario civil dictado por los eventos de la monarquía hispánica. Estos eventos variaban según el monarca, destacando especialmente su ascensión al trono, su boda, el nacimiento de los príncipes y sus exequias fúnebres. También eran significativos tanto la llegada como la partida del virrey. No obstante, los eventos más importantes en la agenda social eran sin duda los festejos religiosos que coincidían con las fechas del santoral, destinados a rendir culto al santo del momento. Durante estas festividades, se reflejaba tanto la unión de la comunidad en su totalidad como la participación de miembros de algún gremio o cofradía.

El mundo festivo novohispano podría parecernos completamente ajeno a la realidad actual, ya que eran momentos en los que las autoridades civiles y religiosas hacían acto de presencia para presidir las ceremonias principales de los festejos. A esto se sumaba la presencia de elementos de arquitectura efímera, como arcos triunfales o piras funerarias que adornaban las ciudades. Además, eventos como las pastorelas o el Día de Corpus Christi tenían gran relevancia popular.

No se puede pasar por alto cómo los actos de justicia integraban esta fastuosidad en su ejecución, como es el caso de los autos de fe de la Santa Inquisición. En estas ocasiones, se realizaban procesiones desde el edificio principal hasta la sede del ajusticiamiento, donde desfilaban tanto los procesados como las órdenes religiosas, encabezadas por los dominicos que precedían a la institución. También contaban con la presencia de las autoridades virreinales y del público curioso.

Este espectáculo ofrecido por la Iglesia y el Estado tenía como objetivo recordar a la sociedad su control sobre todos los súbditos y la necesidad de seguir las reglas de la cristiandad y la monarquía. Todo ello seguía un esquema barroco donde lo crucial era cautivar a través de todos los sentidos al espectador para transmitir el mensaje, convirtiendo estas ceremonias en verdaderas puestas en escena teatrales.

Una de las funciones fundamentales de las cofradías era llevar a cabo las celebraciones en honor a los santos patronos a quienes estaban dedicadas. Los gastos de estas festividades eran financiados tanto por las limosnas de los cofrades como por las indulgencias que adquirían para mejorar su bienestar espiritual. Estos recursos cubrían los insumos necesarios para realizar tanto la misa como los festejos asociados. Un ejemplo de esto se puede observar en los festejos en honor al santo patrono del Santo Oficio, San Pedro Mártir, cuyo día de conmemoración es el 29 de abril. La cofradía, además de realizar actos de caridad hacia los desprotegidos, debía celebrar su día con misas suntuosas y festividades, que incluían la representación de algunas comedias.

Paralelamente a las festividades del santoral, se llevaban a cabo conmemoraciones fúnebres dedicadas tanto a miembros de la realeza como a personas ilustres del virreinato o de la región. Los gobiernos locales se esforzaban por vestir los principales edificios de la ciudad con decoraciones de luto y ordenaban a pregoneros anunciar la muerte, resaltando las virtudes del difunto, una práctica que era seguida por la sociedad en general.

De todos los personajes por los cuales se guardaba un gran respeto, las figuras del alto clero eran quienes despertaban una gran solidaridad en la sociedad. Cuando un obispo o arzobispo enfermaba gravemente, se anunciaba su situación seguido por la realización de misas en iglesias y conventos en su honor, con el propósito de rogar por su salud. Estos momentos generaban una gran preocupación entre los feligreses. En el momento de su fallecimiento, los funerales se convertían en eventos de gran interés popular, con la presencia de todos los estratos sociales, desde las autoridades virreinales y diversas cofradías hasta las órdenes mendicantes y el pueblo común. Todos asistían a las exequias para dar el último adiós.

Los sepelios se llevaban a cabo de manera glamorosa, con la construcción habitual de túmulos funerarios para el depósito del cuerpo. Se encendían numerosas veladoras para pedir por la salvación del difunto, y estos eventos ofrecían una oportunidad para que los literatos desplegaran su talento a través de poemas póstumos.

El flujo del ir y venir de las autoridades de la monarquía también era motivo para romper con la cotidianidad, y esto dependía de cuán querido llegara a ser el gobernante. Un caso destacado fue el del agustino fray Payo Enríquez de Rivera, conocido como el famoso Payo Obispo, quien fue arzobispo de México y ejerció como virrey de 1673 a 1680. Su gestión fue reconocida como beneficiosa por toda la sociedad novohispana debido a las numerosas obras que llevó a cabo, algo poco común ya que muchos virreyes decepcionaron en su desempeño. Según los testimonios de la época, el anuncio del fin de su mandato fue recibido con consternación por la sociedad, que lamentó su partida.

La entrega del poder al Cabildo, su salida de la Ciudad de México hacia Guadalupe y su despedida por el virrey entrante, el Conde de Paredes y Marqués de la Laguna, fueron momentos de gran tristeza para la sociedad capitalina. La rectitud y honestidad con la que fray Payo Enríquez se desempeñó como gobernante fueron recordadas en misas y repiques de campana realizados en su honor. Se dejó constancia de su generosidad, sobre todo porque fue un gobernante caritativo que benefició a los más pobres a través de obras de caridad, razón por la cual ganó el cariño del pueblo.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: María Dolores Bravo. La fiesta publica: Su tiempo y su espacio, del libro Historia de la vida cotidiana en México, volumen II: La ciudad barroca.

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Imagen: Anónimo. Traslado del convento de monjas de Santa Catalina de Siena en Valladolid, 1738

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