Uno de los aspectos en los que la Nueva España se unió al resto del mundo católico fue en el seguimiento del extenso santoral, donde se conmemoraba a las personas que, por sus acciones, alcanzaron la gracia divina, así como a las principales figuras como la Virgen María y Jesús. Estas conmemoraciones se convirtieron en eventos clave en la vida social del virreinato. El concepto barroco buscaba transmitir la espiritualidad católica a través de los sentidos, ya sea mediante las exuberantes artes plásticas de la época, la abundante literatura religiosa presente en los sermones de los religiosos y, por supuesto, en las festividades dedicadas a estas figuras espirituales. Esto permitió que una población prácticamente analfabeta adquiriera conocimientos sobre la religión al identificarlas a través de la iconografía de la época.
Los episodios relacionados con la vida y muerte de Cristo ocupaban un lugar central en el calendario novohispano, destacando la Semana Santa como un momento clave para la realización de grandes procesiones que incluían carromatos. La presencia de los indígenas era imprescindible en estas celebraciones, destacando por su profunda devoción manifestada en sus actos religiosos.
Dentro de la cultura festiva hispana, la tradición indígena logró integrarse con éxito al incorporar sus expresiones autóctonas en los elementos carnavalescos. Un ejemplo de esto es el uso de máscaras, que los indígenas podían usar sin temor a ser perseguidos por las autoridades religiosas, quienes permitían su fabricación y uso. Además, las danzas indígenas fueron aceptadas en los festejos, siguiendo el estilo de expresión barroca.
Después de los rituales religiosos, se celebraban eventos más laicos para la población. Las representaciones teatrales, como sainetes y comedias, eran muy populares, así como la recitación de poemas y entretenimientos como corridas de toros o peleas de gallos.
Estas manifestaciones festivas también tenían lugar en momentos de desastres naturales, como sequías, inundaciones, epidemias o terremotos. En tales ocasiones, se llevaba a cabo una procesión con el santo patrón para implorar su intercesión divina. En la Ciudad de México, era común la procesión de la Virgen de los Remedios desde su santuario en Naucalpan hasta la Catedral, buscando su ayuda para poner fin a las sequías.
Una de las fiestas religiosas más destacadas en el contexto novohispano fue la dedicada a Corpus Christi, que se celebraba 60 días después del Domingo de Pascua. Según los escritos de la época, se caracterizaba por su fastuosidad, que incluía carros alegóricos, vestuarios extravagantes, música, expresiones literarias, entre otros elementos. El punto central de la celebración era un carro alegórico que llevaba un monstruoso dragón de cartón llamado «la tarasca», que simbolizaba el pecado vencido por la presencia de Cristo.
La festividad de Corpus Christi era de gran importancia para las ciudades, y el ayuntamiento intervenía para garantizar los recursos necesarios. Durante la procesión, se dejaban ver todos los estamentos sociales, incluidos políticos y la Iglesia, luciendo sus mejores atuendos. Además, tanto las cofradías como los gremios de la ciudad participaban activamente en el evento.
Sin embargo, como una expresión del movimiento barroco, la fiesta de Corpus Christi se convirtió en una víctima del puritanismo religioso borbónico en el siglo XVIII. Se consideraba que estas manifestaciones extravagantes se alejaban del dogma y podrían caer en la herejía, por lo que la celebración comenzó a desaparecer, convirtiéndose en una ceremonia más solemne.
Las noticias relacionadas con asuntos religiosos capturaban la atención de la sociedad novohispana, que estaba pendiente de las novedades procedentes de Roma. Entre sus principales intereses se encontraban las nuevas canonizaciones de santos y santas, especialmente aquellos pertenecientes al mundo hispano como Santa Rosa de Lima, San Juan de Dios y San Francisco de Borja. Una vez recibida la noticia, el cabildo anunciaba la correspondiente procesión y celebración en su honor.
Las poblaciones se embellecían con arcos triunfales adornados con imágenes de los santos, y se organizaban sermones en las iglesias para destacar las virtudes del santo durante ocho días. Los indígenas también participaban en estas festividades, saliendo en grupos de danza para honrar al santo, mientras que la iglesia organizaba los cortejos para las procesiones y preparaba fuegos artificiales para las noches.
Aunque aún no había surgido la idea del patriotismo, comenzaron a aparecer algunas celebraciones destinadas a dar a los novohispanos un sentido de identidad dentro de la monarquía hispánica. Una de estas celebraciones fue el Paseo del Pendón, que se llevaba a cabo el 13 de agosto y conmemoraba la toma de Tenochtitlán por parte de Hernán Cortés, siendo muy popular en la época.
En la Ciudad de México, la llegada de los virreyes era un evento que capturaba toda la atención de los capitalinos. Tanto las autoridades eclesiásticas como las del ayuntamiento y la población civil se esmeraban en engalanar la ciudad para recibirlos. Uno de los recibimientos más destacados fue el de Diego López de Pacheco en 1640, quien ostentaba el título de «grande de España» y estaba emparentado con la familia real.
Además, es importante mencionar la relevancia de los festejos por los ascensos al trono de los monarcas, en los que participaban todos los sectores de la sociedad. Un ejemplo de ello fue la entronización de Carlos II, donde el virrey Payo Enríquez de Rivera no solo organizó las correspondientes celebraciones, sino que también incentivó a los literatos a escribir comedias en honor al monarca, siguiendo la moda del período barroco.
Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.
Federico Flores Pérez.
Bibliografía: María Dolores Bravo. La fiesta publica: Su tiempo y su espacio, del libro Historia de la vida cotidiana en México, volumen II: La ciudad barroca.
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Imagen: Regreso de la procesión a la Catedral, de la serie «Corpus Christi en el Cusco», 1675-1680.