La importancia de las celebraciones novohispanas.

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Uno de los aspectos en los que la Nueva España se unió al resto del mundo católico fue en el seguimiento del extenso santoral, donde se conmemoraba a las personas que, por sus acciones, alcanzaron la gracia divina, así como a las principales figuras como la Virgen María y Jesús. Estas conmemoraciones se convirtieron en eventos clave en la vida social del virreinato. El concepto barroco buscaba transmitir la espiritualidad católica a través de los sentidos, ya sea mediante las exuberantes artes plásticas de la época, la abundante literatura religiosa presente en los sermones de los religiosos y, por supuesto, en las festividades dedicadas a estas figuras espirituales. Esto permitió que una población prácticamente analfabeta adquiriera conocimientos sobre la religión al identificarlas a través de la iconografía de la época.

Los episodios relacionados con la vida y muerte de Cristo ocupaban un lugar central en el calendario novohispano, destacando la Semana Santa como un momento clave para la realización de grandes procesiones que incluían carromatos. La presencia de los indígenas era imprescindible en estas celebraciones, destacando por su profunda devoción manifestada en sus actos religiosos.

Dentro de la cultura festiva hispana, la tradición indígena logró integrarse con éxito al incorporar sus expresiones autóctonas en los elementos carnavalescos. Un ejemplo de esto es el uso de máscaras, que los indígenas podían usar sin temor a ser perseguidos por las autoridades religiosas, quienes permitían su fabricación y uso. Además, las danzas indígenas fueron aceptadas en los festejos, siguiendo el estilo de expresión barroca.

Después de los rituales religiosos, se celebraban eventos más laicos para la población. Las representaciones teatrales, como sainetes y comedias, eran muy populares, así como la recitación de poemas y entretenimientos como corridas de toros o peleas de gallos.

Estas manifestaciones festivas también tenían lugar en momentos de desastres naturales, como sequías, inundaciones, epidemias o terremotos. En tales ocasiones, se llevaba a cabo una procesión con el santo patrón para implorar su intercesión divina. En la Ciudad de México, era común la procesión de la Virgen de los Remedios desde su santuario en Naucalpan hasta la Catedral, buscando su ayuda para poner fin a las sequías.

Una de las fiestas religiosas más destacadas en el contexto novohispano fue la dedicada a Corpus Christi, que se celebraba 60 días después del Domingo de Pascua. Según los escritos de la época, se caracterizaba por su fastuosidad, que incluía carros alegóricos, vestuarios extravagantes, música, expresiones literarias, entre otros elementos. El punto central de la celebración era un carro alegórico que llevaba un monstruoso dragón de cartón llamado «la tarasca», que simbolizaba el pecado vencido por la presencia de Cristo.

La festividad de Corpus Christi era de gran importancia para las ciudades, y el ayuntamiento intervenía para garantizar los recursos necesarios. Durante la procesión, se dejaban ver todos los estamentos sociales, incluidos políticos y la Iglesia, luciendo sus mejores atuendos. Además, tanto las cofradías como los gremios de la ciudad participaban activamente en el evento.

Sin embargo, como una expresión del movimiento barroco, la fiesta de Corpus Christi se convirtió en una víctima del puritanismo religioso borbónico en el siglo XVIII. Se consideraba que estas manifestaciones extravagantes se alejaban del dogma y podrían caer en la herejía, por lo que la celebración comenzó a desaparecer, convirtiéndose en una ceremonia más solemne.

Las noticias relacionadas con asuntos religiosos capturaban la atención de la sociedad novohispana, que estaba pendiente de las novedades procedentes de Roma. Entre sus principales intereses se encontraban las nuevas canonizaciones de santos y santas, especialmente aquellos pertenecientes al mundo hispano como Santa Rosa de Lima, San Juan de Dios y San Francisco de Borja. Una vez recibida la noticia, el cabildo anunciaba la correspondiente procesión y celebración en su honor.

Las poblaciones se embellecían con arcos triunfales adornados con imágenes de los santos, y se organizaban sermones en las iglesias para destacar las virtudes del santo durante ocho días. Los indígenas también participaban en estas festividades, saliendo en grupos de danza para honrar al santo, mientras que la iglesia organizaba los cortejos para las procesiones y preparaba fuegos artificiales para las noches.

Aunque aún no había surgido la idea del patriotismo, comenzaron a aparecer algunas celebraciones destinadas a dar a los novohispanos un sentido de identidad dentro de la monarquía hispánica. Una de estas celebraciones fue el Paseo del Pendón, que se llevaba a cabo el 13 de agosto y conmemoraba la toma de Tenochtitlán por parte de Hernán Cortés, siendo muy popular en la época.

En la Ciudad de México, la llegada de los virreyes era un evento que capturaba toda la atención de los capitalinos. Tanto las autoridades eclesiásticas como las del ayuntamiento y la población civil se esmeraban en engalanar la ciudad para recibirlos. Uno de los recibimientos más destacados fue el de Diego López de Pacheco en 1640, quien ostentaba el título de «grande de España» y estaba emparentado con la familia real.

Además, es importante mencionar la relevancia de los festejos por los ascensos al trono de los monarcas, en los que participaban todos los sectores de la sociedad. Un ejemplo de ello fue la entronización de Carlos II, donde el virrey Payo Enríquez de Rivera no solo organizó las correspondientes celebraciones, sino que también incentivó a los literatos a escribir comedias en honor al monarca, siguiendo la moda del período barroco.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: María Dolores Bravo. La fiesta publica: Su tiempo y su espacio, del libro Historia de la vida cotidiana en México, volumen II: La ciudad barroca.

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Imagen: Regreso de la procesión a la Catedral, de la serie «Corpus Christi en el Cusco», 1675-1680.

Los olores en el ceremonial religioso mesoamericano.

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Una de las formas de manifestar el culto a los dioses consistía en dejar ofrendas olorosas para que pudieran captar su esencia etérea. Sin duda, uno de los elementos fundamentales era el copal, una resina que se quemaba con brasas y despedía un olor agradable y delicado. Era considerado una ofrenda básica para agradar a los dioses y poder rendirles tributo.

Se pensaba que sería imposible recrear cómo olían las ciudades o los centros ceremoniales mesoamericanos, pero gracias a los avances de la tecnología, la arqueología puede analizar los restos depositados tanto en las ofrendas como en los suelos, para luego analizar las partículas y así poder identificar los elementos que estuvieron presentes.

Por un lado, sabemos que en ceremonias de la religiosidad mesoamericana como los sacrificios humanos, era común que los centros ceremoniales olieran a sangre proveniente de las víctimas. También sabemos de la afición de los indígenas por las flores y cómo las cultivaban para ofrendarlas a las deidades.

El estatus social también se reflejaba en los hábitos de higiene de la nobleza, siendo fundamental que las altas esferas como los guerreros, dirigentes y mercaderes desprendieran un aroma agradable para diferenciarse del resto. Esto se lograba llevando ramilletes de flores o fumando tabaco aromatizado, ya que simbolizaba la prosperidad y la felicidad, considerándose un atributo de perfección. Por otro lado, los malos olores estaban asociados con faltas éticas y morales de los individuos. La presencia de estos aromas desagradables era vista como una señal de desequilibrio en la vida de las personas, indicando que estaban siendo dominados por la «suciedad» de sus acciones. Esto no solo los exponía a enfermedades, sino que también afectaba a sus seres queridos, quienes se veían influenciados por su mal comportamiento.

En la cultura nahua, se menciona la figura de Tlazoltéotl, conocida como «la diosa de la basura», que se encargaba de «devorar» los pecados de las personas. Aquellos que confesaban sus faltas ante esta deidad tenían la oportunidad de recobrar el equilibrio en sus vidas.

La dicotomía de los olores reflejaba la forma binaria en que se dividía el universo. Mientras que los olores agradables estaban relacionados con los cielos y los dioses celestes, considerados como su aliento de aroma agradable, el inframundo, siendo el opuesto de la superficie, estaba asociado con la podredumbre y lo fétido, con sus habitantes siendo considerados como «flatulentos», haciendo referencia a los gases liberados en el proceso de descomposición.

Los cielos se imaginaban como un espacio floral que otorgaba su delicado aroma a sus habitantes. Incluso hay relatos indígenas, como los de los quichés, que mencionan jardines de flores en el inframundo. Esta interpretación sugiere que esta imagen representaba la vitalidad que se conservaba después de la muerte y permitía la persistencia del ciclo de regeneración.

El olor estaba relacionado con el aliento, lo que llevó a los investigadores a considerar elementos gráficos como las vírgulas como símbolos de la palabra, el aliento y el aroma en la iconografía. Por lo tanto, en algunas representaciones, se pueden observar vírgulas emanando de ciertos objetos.

Además de saber que el copal era uno de los elementos odoríferos presentes en el contexto ritual, también había otros muy comunes. Entre ellos se encontraba la sangre, que resultaba agradable a los dioses, ya sea el olor de la sangre fresca o quemada. Además, se utilizaba el pericón o yauhtli, así como el hule, lo cual puede parecer extraño. En los códices, hay diferentes representaciones donde se formaban bolitas de hule para quemarlas o se salpicaba papel con hule líquido antes de quemarlo.

Los sahumerios utilizados en las ceremonias eran elementos de manifestaciones artísticas con un profundo contenido ritual. En los sahumerios más sofisticados, era común encontrar representaciones de serpientes o jaguares. La serpiente estaba asociada tanto con la forma de las vírgulas, la sangre y lo fluido, mientras que el jaguar era un símbolo del poder.

En la representación gráfica, era habitual simbolizar los olores agradables a los dioses en forma de flores, lo que reforzaba la idea del cielo florido. Esta idea llegó a sobrevivir en el mundo colonial, donde era común ver en los murales cielos llenos de flores, algo único dentro de la iconografía cristiana.

Uno de los simbolismos que puede relacionar el olor con las flores y el cielo se refleja en los ojos que a menudo representan el cielo estrellado. Estos podrían haber surgido de la iconografía de las flores, donde se representan a través de dos círculos concéntricos para simbolizar el estambre, considerado como el corazón de las flores. Esta asociación lo relaciona con la ofrenda más preciada que se podía hacer a los dioses, como los corazones humanos.

En varios códices, el ojo representado con un círculo dividido en dos mitades, una roja y otra blanca con la pupila, a menudo sustituye al estambre en algunos glifos de las flores. Además, hay escenas donde el humo de los sahumerios, en lugar de salir de las flores, se representa con ojos celestiales, lo que indica la relación entre los olores perfumados y los cielos.

En la actualidad, tanto los huicholes como los coras suelen identificar los campos floridos con los cielos, ya que ven la tierra como una jícara donde se refleja el cielo. Esto refleja la idea de que los olores agradables representan a los cielos, mientras que lo fétido debe fungir dentro del orden cósmico como el contrario complementario de lo que debería ser, revelando así el desorden y las faltas al orden establecido.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Élodie Dupey García, revista Arqueología Mexicana no. 135.

– Olores y sensibilidad olfativa en Mesoamérica.

– De vírgulas, serpientes y flores. Iconografía del olor en los códices del Centro de México.

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Imagen:

 – Izquierda: Nezahualpilli, hijo de Nezahualcóyotl. Códice Ixtlilxóchitl, siglo XVI.

 – Derecha: Sacerdote con un sahumerio. Códice Nutall, lamina 9, cultura mixteca, Posclásico Temprano.

Las repúblicas de indios y sus relaciones con los españoles.

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Para el proyecto de segregación colonial destinado a constituir las repúblicas de españoles y las de indios, se enfrentaron a una dificultad adicional debido a los efectos de las diversas epidemias que azotaron a lo largo del siglo XVI. Estas epidemias cambiaron su patrón de afectación, pasando de impactar a la población en edades comprendidas entre 0 y 30 años, a afectar a los niños neonatos hasta los 5 años, lo que tuvo un impacto significativo en la recuperación demográfica de los indígenas.

Esta situación se vio agravada por la imposición del matrimonio monogámico como parte de la vida cristiana, lo cual suprimió otras formas de relaciones familiares que eran comunes en tiempos prehispánicos, como la poligamia o la poliginia. Como resultado, las familias que seguían estos esquemas familiares fueron obligadas a disolverse para forzar al varón a elegir a su esposa legítima. Como consecuencia de estas decisiones, las otras parejas y su descendencia quedaban como ilegítimas, perdiendo así cualquier tipo de legitimidad. Estas familias eran expulsadas de la casa principal y quedaban en una situación de miseria, sin recibir ningún tipo de apoyo, incluso llegando al extremo de favorecer a la mujer que aceptara convertirse al cristianismo en detrimento de aquellas que no lo hacían.

Los trabajos de evangelización se llevaron a cabo en estrecha colaboración entre los frailes del convento y las autoridades indígenas del cabildo. Los frailes solicitaban a los miembros del cabildo la realización de diversas obras, como la construcción de conjuntos eclesiásticos, la decoración de templos, la financiación de la liturgia y el mantenimiento de escuelas de primeras letras para los niños.

El cabildo se organizaba para disponer de los miembros de la comunidad y llevar a cabo los trabajos necesarios. También se encargaba de adquirir los materiales necesarios para las actividades religiosas, siendo común enviar a alguien de la comunidad a comprar lo necesario en los grandes mercados fuera del pueblo.

Con la incorporación de las cofradías y las mayordomías como elementos de organización, las responsabilidades del cabildo disminuyeron gradualmente. Las cofradías se encargaban de realizar ciertos trabajos como parte de sus actividades devocionales al culto de su santo patrono y la organización de los festejos.

A pesar de que la división entre las comunidades españolas e indígenas tenía como objetivo evitar los abusos y garantizar una conversión adecuada al cristianismo, esto no impidió que los españoles cometieran actos de violencia contra los indígenas. Estos actos incluyeron casos extremos, como la ejecución ordenada por el obispo Juan de Zumárraga del cacique don Carlos Ometochtzin, así como decretos de exilio y castigos físicos como azotes o encarcelamientos en las celdas de los conventos. Además, hubo actos de agresión motivados por la arrogancia de los españoles.

Estas acciones generaron desconfianza entre los indígenas hacia los españoles. Frente a la falta de comprensión por parte de los funcionarios o los frailes, era común que los indígenas adoptaran una actitud cerrada hacia los españoles y mostraran sumisión para evitar provocar su ira y replicar la relación que existía entre ellos. Sin embargo, también es cierto que, junto con estas relaciones conflictivas, hubo casos de genuina amistad o entendimiento. Algunos frailes permitían la celebración de expresiones de la antigua religiosidad y actuaban como intermediarios frente a los abusos de otros españoles. Además, los niños españoles a menudo actuaban como un puente entre las dos comunidades al establecer relaciones sinceras con los niños indígenas, basadas en la amistad.

Como resultado del choque entre culturas tan diferentes, surgió una natural falta de comprensión tanto por parte de los españoles como de los indígenas hacia las actitudes que reflejaban su idiosincrasia. Los frailes fueron quienes más dificultades encontraron para entender estas diferencias, y solo lograron hacerlo a través de la convivencia y el trato directo con los indígenas. A su vez, los indígenas hicieron todo lo posible por preservar sus costumbres, adaptándolas y reinterpretándolas, convirtiendo algunas de sus creencias en supersticiones que fueron consideradas inocuas.

Dentro de su propio entendimiento, los indígenas llegaron a cuestionar lo que consideraban incoherencias de la cultura española. Por ejemplo, algunos, como don Carlos, llegaron a considerar a las diferentes órdenes mendicantes como religiones diferentes, lo que les llevaba a seguir practicando su religión original. También había quienes creían que podían deshacer el bautismo lavándose la cabeza después, e incluso algunos se negaban a comer los animales traídos por los españoles por temor a convertirse en ellos.

A pesar de la sumisión al orden virreinal, algunos indígenas buscaron rebelarse contra él. Algunos recurrían a la figura del nahual, que se transformaba en jaguar para atacar a los españoles que maltrataban a los indígenas. También hubo casos de indígenas que decidieron practicar sus costumbres ancestrales y fueron castigados por ello, como el sacerdote tlaxcalteca que fue lapidado por su pueblo.

El mestizaje fue un fenómeno generalizado tanto en el contexto hispano como en el mesoamericano, y se produjo de manera fluida, aunque con matices en su desarrollo. Una de las formas más destacadas fue la consensuada, que involucraba a las familias nobles indígenas, las cuales casaban a menudo a sus hijas con funcionarios españoles para asegurar sus privilegios en el orden virreinal.

Paralelamente, era común que los españoles que residían en las repúblicas de indios (ya fueran autoridades civiles, hacendados o miembros del clero) establecieran relaciones clandestinas o de amasiato con mujeres indígenas. A pesar de la ilegalidad de estas uniones, las familias indígenas no solían denunciarlas, guardando el secreto y considerando a los hijos de estas relaciones como indígenas, lo que propiciaba el mestizaje de forma encubierta.

El número de mestizos aumentó gradualmente, principalmente en contextos urbanos, donde quedaban fuera de las categorías de españoles e indígenas. Hacia finales del siglo XVIII, los mestizos se convirtieron en el grupo mayoritario, representando aproximadamente el 37% de la población.

Este proceso de mestizaje no solo fue demográfico, sino que también tuvo implicaciones culturales y sociales significativas, contribuyendo a la formación de una nueva identidad y un tejido social más complejo en la sociedad colonial.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía:

 – Pablo Escalante Gonzalbo y Antonio Rubial García. El ámbito civil, el orden y las personas, del libro Historia de la vida cotidiana, volumen 1

 – Elsa Malvido. La población, siglos XVI al XX.

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Imagen: Códice Azoyú 2, siglo XVI. 

El temor de los mesoamericanos a los eclipses.

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La cosmovisión mesoamericana se fundamenta en el principio de situar al Sol como el supremo gobernante de la existencia misma. Este astro dicta el orden de la realidad, estableciendo las funciones que deben cumplir tanto objetos, animales, seres humanos y dioses. Sin embargo, como todas las cosas tienen un fin, la finitud del Sol está determinada por la constante lucha entre Quetzalcóatl y Tezcatlipoca. Estas deidades se alternan el patronazgo de las eras, inicialmente asumiendo el papel de regentes del astro y luego siendo derrocadas mutuamente para dar lugar a otras deidades como Tláloc, Chalchiuhtlicue y Nanahuatzin, quien gobierna sobre el actual sol Nahui Ollin, «cuatro movimiento», subordinado a Tezcatlipoca. El fin del sol actual está predestinado por una serie de terremotos que eventualmente destruirán el mundo conocido.

Tras el fin de un sol, se inicia un período de anarquía donde las fuerzas nocturnas se apoderan del mundo, perdiéndose todo sentido existente y permitiendo que todos los seres realicen acciones contrarias a su naturaleza, como atacar a aquellos que no lo hacían o incluso consumirse entre sí. La existencia del Sol es fundamental para restaurar el orden en la realidad y garantizar que todos cumplan con su función.

El Sol mismo necesita ser nutrido para mantener su existencia, lo que le permite atravesar el inframundo durante la noche para resurgir al amanecer con sus fuerzas restauradas. Sin embargo, en la concepción indígena, hay momentos de crisis en los que el Sol podría «morir», como durante el Fuego Nuevo, que simboliza el fin del ciclo de 52 años, o durante los eclipses, referidos en náhuatl como Tonatiuh qualo o «el sol es comido», un disfraz cultural que también alude al acto sexual. Tanto en la iconografía prehispánica como en su posterior integración en tiempos coloniales, encontramos representaciones gráficas de un jaguar devorando un corazón, que corresponde al fin del primer Sol presidido por Tezcatlipoca cuando los jaguares empezaron a devorar a los gigantes, animal asociado con las fuerzas nocturnas. Esto se refleja en algunos documentos coloniales que hacen referencia a esta imagen, interpretándola como las fases del eclipse donde el Sol aparece «mordido».

Los indígenas modernos siguen manteniendo en sus creencias la idea de la lucha entre las fuerzas solares y nocturnas en los eclipses, representando al jaguar como el agente que devora al sol, así como a otros animales como águilas, murciélagos, serpientes e incluso hormigas. Además, se ha incorporado la religión católica al considerar este fenómeno como el momento en que «el Diablo le pega a Dios», recordando que Tezcatlipoca suele ser relacionado con el príncipe de las tinieblas.

Según los informes recopilados por los religiosos, cuando la sombra de la Luna comienza a proyectarse sobre el Sol, se considera una pérdida del equilibrio, como si estuviera «inquieto», lo que indica una ruptura del «orden y la moralidad». A medida que avanzan las etapas del eclipse, se interpreta como si el Sol estuviera muriendo. Para los mesoamericanos, era posible evitar esta muerte revitalizando al Sol mediante ofrendas de sangre, ya sea con sacrificios autosacrificiales o sacrificando personas con malformaciones como jorobados, albinos, leprosos, siameses y enanos (los tlaxcaltecas sacrificaban personas «bermejas» o pelirrojas), considerados encarnaciones o hijos de Xolotl-Nanahuatzin. Con esto, se intentaba recrear el mito del nacimiento del Sol actual.

Estos momentos eran aprovechados por los sacerdotes para reprender al pueblo por sus malas acciones contra el orden sagrado, advirtiendo que como castigo divino, los dioses ocultarían al Sol. Se llamaba a ofrecer sacrificios, sangre propia y hacer ruido para revitalizarlo, ya fuera entonando cantos guerreros para animarlo, llorando angustiados ante su muerte, o simplemente haciendo ruido, además de encender fogatas o incluso quemar sus casas para preservar el fuego.

El eclipse era un evento con consecuencias funestas, ya que durante este tiempo se creía que corría el «viento malo» y las tzitzimime, espíritus de mujeres muertas durante el embarazo que se transformaban en seres demoníacos devoradores de almas, tenían libertad para acechar. En esos momentos, la gente debía resguardarse en sus casas, evitar comer y beber agua hasta que el Sol reapareciera, ya que de lo contrario podrían enfermarse. Se consideraba que el Sol había perdido su calor, por lo que era común que las personas portaran elementos rojos para preservar este calor solar. La ausencia de este calor solar podía tener efectos graves en las mujeres, como alteraciones en sus ciclos menstruales, esterilidad o deformidades en los fetos, como el labio leporino. Por ello, se las escondía para protegerlas, y debían llevar consigo objetos afilados como protección.

Las consecuencias físicas de mirar directamente el eclipse, como la ceguera, se consideraban un castigo divino. Se le daban diferentes explicaciones simbólicas, como la ceguera temporal de los astros o el momento en que el Sol y la Luna mantenían relaciones, lo que lo convertía en un acto de transgresión que merecía castigo para los mortales (de ahí la superstición de que presenciar actos sexuales causa enfermedades oculares).

El eclipse era visto como un evento anómalo que perturbaba el orden establecido al interrumpir la trayectoria habitual del Sol con un momento de oscuridad. Se consideraba consecuencia de las acciones de los dioses, representando un lapso de debilidad del Sol que sucumbía ante las faltas de la humanidad, lo que podía llevarlo a la muerte y tener serias repercusiones en personas vulnerables como los neonatos o los niños, quienes podrían sufrir deformidades o transformarse en animales. Durante estos momentos, los religiosos aprovechaban para reprender a la sociedad, culpándola por el eclipse como resultado de sus faltas en sus deberes con los dioses. Se veía como una oportunidad para redirigir sus acciones y cumplir con sus obligaciones hacia los dioses.

Hoy en día, muchas de estas creencias populares persisten, y algunas costumbres similares se practican aún en algunos pueblos, muchas veces desconocen el origen de estas practicas. Estas tradiciones forman parte de la rica herencia mesoamericana y representan un intento de explicar estos fenómenos naturales como una forma de relacionar la conducta humana con el cosmos y sus seres divinos.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Jaime Echeverria García. “El Sol es comido”: representaciones, practicas y simbolismos del eclipse solar entre los antiguos nahuas y otros grupos americanos, de la Revista Española de Antropología Americana, vol. 44, núm. 2.

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Imagen:

  • Izquierda: Serpiente aparece devorando al Sol. Codice Dresde, folio 57, cultura maya, Posclasco Temprano.
  • Centro: Representacion de un eclipse. Codice Borbonico, cultura mexica, Posclasico Tardio.
  • Izquierda: Eclipse solar con influencia europea. Codice Telleriano Remensis, t. I, parte III, lám. XXIX, siglo XVI.

La Costa Norte durante el Intermedio Tardío.

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Durante el período entre los siglos IX y XI, hubo una inestabilidad climática que alteró los patrones de lluvia y prolongó las sequías. Esto llevó al descrédito de las élites gobernantes al perder el favor de los dioses. Estos efectos se observan en la zona moche con el debilitamiento de su estructura cultural, lo que permitió la intervención de los Wari, cuya fuerza sirvió para legitimar el poder de algunos estados moche. Con la caída de los Wari y el debilitamiento ideológico moche, las estructuras de poder en la región se dividieron en dos estados: Lambayeque o Sicán y Chimu.

La fundación de Lambayeque, o Sicán, según una narrativa mítica, se atribuye al legendario rey Naylamp. Arqueológicamente, se cree que pudo tener su base en el sitio de Pampa Grande, que colapsó alrededor del 700 d.C. Resulta interesante que en la primera etapa de Sicán, hubo una gran influencia de Wari, Pachacamac y Cajamarca, período de madurez conocido como Sicán Temprano, que terminó en el 900.

Como herederos de los moche, Sicán siguió su legado de infraestructuras tanto para el culto religioso, con sus estructuras piramidales, como para sus redes de riego. Convirtieron los valles de Jequetepeque y La Leche en centros de abastecimiento de alimentos. Los investigadores estiman que el abastecimiento de agua logrado pudo garantizar el cultivo de dos cosechas al año.

El poder de Lambayeque se manifestó en la construcción de dos ciudades: Batán Grande, con veinte pirámides, y Túcume, con treinta. Todas ellas fueron construidas en adobe y, además de servir como centros religiosos, también fueron utilizadas como mausoleos para enterrar a sus reyes. Algunas de estas pirámides, si no todas, contaban con frisos murales realizados en barro.

Es en las tumbas donde observamos la importancia que mantenían los gobernantes dentro de la sociedad Lambayeque. Se encontraron prisioneros sacrificados en honor al difunto, artefactos de spondylus, joyas de oro y aleaciones, así como la presencia de «naipes», que eran placas de cobre que pudieron haber servido como moneda de uso corriente. Estos naipes se encontraron incluso hasta en Chincha, y se sabe que fueron producidos en territorio ecuatoriano.

La cultura de Lambayeque giraba en torno al culto al llamado «Dios Sicán», representado como un personaje con ojos almendrados, dos alas y colmillos en la boca. Se sabe que su culto se extendía más allá de los territorios de Lambayeque, llegando al sur de la costa central peruana y al norte de la costa ecuatoriana.

El Estado Chimú tiene su génesis en el valle Moche, y a diferencia de Lambayeque, fue un estado expansionista que llegó a dominar más de 1000 km de la costa peruana, desde Tumbes al norte hasta la cuenca del Chillon en la costa central. Se apoderó del 60% del territorio con vocación agrícola en la región y, en su momento de expansión, se enfrentó al señorío de Cajamarca en su intento por adentrarse en la sierra de La Libertad, llegando a su fin con el choque con los incas.

Mapa de la maxima extension del estado Chimú, en la esquina noroeste se encuentra el estado de Lambayeque. Fuente: https://pt.wikipedia.org/wiki/Reino_de_Chim%C3%BA#/media/Ficheiro:Mapa_cultura_chimu.png

Se cree que Lambayeque pudo haber ejercido como centro religioso en la dinámica de la Costa Norte, mientras que los Chimú, con su capital en Chan Chan, ejercían el dominio político y tenían una orientación completamente expansionista al someter a los estados periféricos. Se estima que la población del estado pudo haber llegado a los 500 mil habitantes, llevando una vida eminentemente rural, donde la capital debía tener unas decenas de miles de habitantes. En Chan Chan residía buena parte de la nobleza chimú en grandes residencias, seguidos por los artesanos que estaban a su servicio para producir objetos suntuarios que demostraban su estatus, así como la servidumbre que vivía en grandes canchones o ciudadelas en los alrededores de la ciudad (se estima que pudieron vivir alrededor de 3,000 personas en cada unidad). Esta misma estructura se reprodujo en los centros provinciales, pero a una escala menor que en la capital.

Entre todos los grupos artesanales presentes en Chan Chan, los metalurgistas destacaban especialmente. Habían alcanzado una gran calidad técnica gracias a la influencia Lambayeque, especializándose en la elaboración de objetos de oro, plata, cobre y sus aleaciones. Sus piezas tuvieron una gran demanda entre las élites, quienes las llegaron a enterrar en sus propias tumbas.

Además de la fabricación de joyería, los Chimú confeccionaron una variedad de objetos que incluían vasos, vajillas, figurillas, máscaras funerarias y los cuchillos ceremoniales conocidos como tumi. Aplicaron diferentes técnicas como el vaciado en cera perdida, el martillado, la soldadura e incluso el dorado y enchapado de objetos. La fama de los Chimú como metalurgistas era tal que, durante la conquista inca, sus artesanos fueron llevados a Cuzco junto al rey Minchancaman y su comitiva. Allí, se usaron para elaborar la decoración de los principales monumentos incas, como el Templo del Sol. Se dice incluso que fabricaron dos esculturas de los dioses Viracocha y Mama Ocllo. Estos hechos se confirman con las excavaciones arqueológicas que muestran la salida repentina de una parte de la población de Chan Chan.

Junto a la metalurgia, la elaboración de textiles fue muy importante dentro de la cultura Chimú, como lo demuestra la presencia de un barrio de tejedores en Chan Chan. También se sabe que fueron especialistas en el arte plumario y destacados ceramistas, aunque estos últimos tenían su centro de residencia en la llamada Pampa de los Burros en Lambayeque.

Buena parte de la población Chimú estaba constituida por agricultores, pastores de camélidos y pescadores. Los dos primeros rubros tenían intervención estatal tanto para regular el cultivo del algodón como para administrar las caravanas de llamas necesarias para el comercio interno y externo. Al igual que sus antecesores moche, los Chimú tuvieron una gran influencia en las redes comerciales andinas debido a su posición, lo que les permitía ser intermediarios en el comercio del spondylus extraído por los habitantes de la costa ecuatoriana. Introdujeron como moneda unas hachas de cobre, y se sabe que establecieron una fuerte asociación con los «mercaderes de Chincha» de la costa central.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Julián I. Santillán. Economía prehispánica en el área andina (Periodo Intermedio Temprano, Horizonte Medio y Periodo Intermedio Tardío), del libro Historia económica del Perú.

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Imagen: 

  • Izquierda: Entrada a la ciudadela de Chan Chan, Trujillo, cultura Chimu, periodo Intermedio Tardio.
  • Derecha: Cuchillo tumi con la imagen del dios Sican, cultura Lambayeque, periodo Intermedio Tardio.

Las variantes del mito creacionista maya en la tradición oral.

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Las similitudes y diferencias que encontramos en fuentes coloniales mayas como el Popol Vuh, el Memorial de Sololá y los Chilam Balam reflejan la existencia de una tradición cosmogónica común entre los mayas, tanto del altiplano guatemalteco como de la península yucateca. Esto se confirma mediante el rastreo tanto en la tradición oral de los grupos mayenses modernos como en los textos jeroglíficos y la cultura iconográfica maya del período Clásico. 

En el caso de las fuentes prehispánicas, contamos con datos adicionales como los cálculos matemáticos realizados por los religiosos para determinar la fecha de la creación del mundo según la tradición mítica. Por ejemplo, se encuentra un texto jeroglífico en Cobá, Quintana Roo, que data del 13 de agosto del 3114 a.C., fecha que coincide con la estela C de Quiriguá, Guatemala, donde está acompañada por una representación del dios Itzamná con forma de cocodrilo. Vale la pena destacar el caso de Palenque, con el tablero del Templo de la Cruz, donde se registra el nacimiento del «Primer Padre» el 16 de junio de 3122 a.C. y el de la «Primera Madre» el 7 de diciembre de 3,121 a.C., lo cual corresponde con la tradición de los quichés.

La persistencia de este relato se refleja nuevamente en fuentes del Posclásico, como el Códice Dresde en la página 74, donde se representa al dragón celeste Itzamna acompañado de la diosa anciana. En la narrativa, el dios provoca un diluvio sobre la tierra arrojando un torrente de agua desde sus fauces, mientras la diosa contribuye derramando agua desde una vasija, la cual cae sobre el dios Chaac, armado con dardos y lanzas, simbolizando la destrucción. 

Todos estos elementos del relato han sido transmitidos a través de la tradición oral entre los diferentes pueblos mayas, ya sea mediante los libros coloniales o de generación en generación, donde se han agregado elementos cristianos, pero se ha conservado el sentido original de la temporalidad cíclica. Es digno de destacar el relato tzotzil, que guarda similitudes con el quiché, describiendo una era primigenia de oscuridad habitada por demonios, jaguares, monos y «judíos» (reflejo de los prejuicios de la cultura cristiana de la época). Además, la Luna es vista como la Virgen María, quien queda embarazada de forma milagrosa para dar a luz a «Nuestro Padre Sol», Ojoroxtotil, quien asciende al cielo y al inframundo en dos días, resucita al tercero y al cuarto día mata a los seres de la oscuridad para dejar el mundo a los seres vivos.

Según el mito tzotzil, en la primera creación, el Sol creó a la primera pareja humana utilizando barro, pero carecían de entendimiento y, al tener hijos, los sacrificaban echándolos en agua hirviendo. Como consecuencia, el Sol los destruyó con un diluvio de agua ardiente, salvándose solo las ardillas, los monos y los mapaches, mientras que los niños fueron transformados en pájaros para sobrevivir. En la segunda creación, se creó a la humanidad con madera y pudieron multiplicarse, pero también carecían de entendimiento y no aprendían nada, lo que llevó a la destrucción del mundo por otra inundación. En esta ocasión, se salvó una pareja que fue transformada en monos, y algunos hombres no morían, sino que resucitaban al tercer día para vivir eternamente. La tercera creación mezcla el mito cristiano al presentar a Adán y Eva como creaciones del Sol, junto con la configuración de la tierra, los ríos y las formas de vida civilizada, como la agricultura, la ganadería, la religión y el sexo. Según la narrativa, la Virgen María proporcionó frutos para que pudieran comer, aunque con excreciones y parte de su cuerpo. Es importante destacar que, según esta narración, los primeros hombres hablaban español, pero debido a sus constantes conflictos, el Sol decidió otorgarles una lengua diferente a cada grupo para que pudieran convivir mejor.

Dentro del relato tzotzil, existe un componente racial que los distingue del resto de la humanidad: se consideran hijos directos del Padre Sol, mientras que a los mestizos y ladinos los consideran producto de la unión entre una sobreviviente de la humanidad de la primera época y su perro, lo que explicaría la persistencia de la lengua española. El fin del mundo también es un tema recurrente en las creencias tzotziles. Según sus mitos, la segunda época fue destruida por una inundación provocada por una banda de música proveniente de San Pedro Chenalhó, encabezada por San Garpar y San Alonso, llamando a sus almas. Como señal de la destrucción de la era actual, mencionan que los animales se acercarán a los humanos para ser sacrificados.

Otro grupo que conserva de manera destacada el relato del Popol Vuh en su tradición oral son los lacandones. En su versión, el dios K’akoch es el creador del mundo, y de una flor nacen el resto de los dioses, entre ellos Hachakyum, quien se encarga de ordenar el mundo creando el cielo y el inframundo. Finalmente, Hachakyum completa su obra al crear a la humanidad a partir de masa de pozol. Sin embargo, esta humanidad, que solo se alimentaba de dulces, quedó muy delgada, no practicaba la oración y comenzó a morir. Por ello, llamaron al dios Xulab, también conocido como «El Destructor», quien se convirtió en el planeta Venus y destruyó la tierra, dejando solo el mar. Entonces, Hachakyum tuvo que volver a crear el mundo y a sus habitantes, dando origen a los lacandones, seres perfectos cuyos ojos fueron sacados para tostarlos y evitar que vieran más allá. Cuando Hachakyum envejece, crea un doble que desciende al inframundo para enfrentarse al dios del inframundo, Kisin, y resucita varias veces. También sube al cielo para hablar con K’akoch y pedirle que evite la destrucción del mundo, creando al Sol para presidir desde él.

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Federico Flores Pérez

Bibliografía: Mercedes de la Garza. Origen, estructura y temporalidad del cosmos, del libro Religión Maya.

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Imagen:

 – Izquierda: Tablero del Templo de la Cruz, Palenque, periodo Posclásico, cultura maya.

 – Derecha: Ixchel derramando agua sobre Chaak, Códice Dresden, pag.74, periodo Posclásico, cultura maya

La evolución de Tlaloc a través del tiempo.

Mesoamérica logró constituirse como una civilización gracias a la agricultura. Esta práctica permitió concentrar grandes poblaciones sin necesidad de migrar constantemente en busca de sustento. Además, posibilitó la acumulación de reservas tanto para épocas difíciles como para el mantenimiento de sectores sociales, como artesanos, religiosos, guerreros y políticos. Estos grupos desempeñaron un papel crucial en el desarrollo de una cultura compleja que distinguió a Mesoamérica de otras regiones en el mundo.

Un elemento fundamental para este avance cultural fue la creación de un sistema religioso, encabezado por diversos dioses que controlaban los distintos elementos de la naturaleza, como los astros (Sol y Luna), la vegetación, el fuego y, sobre todo, el agua. Los ciclos caprichosos y las alteraciones aleatorias del agua podían provocar miseria entre los pueblos. Por lo tanto, el dios del agua y la lluvia se convirtió en una figura central para las comunidades agrícolas.

Todos los pueblos mesoamericanos comparten una cultura común, aunque ha sido adaptada según las diferencias étnicas y regionales. Algunas de las deidades acuáticas más conocidas son Tlaloc de la cultura nahua, Chaac de los mayas, Cocijo de los zapotecas y Dzahui de los mixtecas. A través de su representación artística, podemos apreciar cómo estas deidades comparten una misma raíz, que se remonta a la cultura olmeca.

El primer investigador que notó estas semejanzas fue el artista Miguel Covarrubias. Hacia 1946, elaboró un esquema ampliamente reconocido en el que comparó diferentes representaciones de los dioses de la lluvia con las esculturas de la figura mítica del hombre-jaguar. Encontró que todas estas figuras compartían rasgos comunes que permitían rastrear una línea evolutiva, revelando así la raíz directa de la religión olmeca.

A través de vestigios iconográficos olmecas, se puede interpretar que fueron los iniciadores del culto al concepto de la montaña sagrada. Esta montaña sagrada se define como un gran depósito de donde provienen las semillas de las plantas, el agua, las lluvias, los vientos e incluso las almas de los seres vivos (como el Tlalocan o Witz). Este concepto se convirtió en la base ideológica para la construcción de los centros ceremoniales, siendo posiblemente el primero San Lorenzo Tenochtitlan.

Para concretar la visión cosmogónica de su culto, concibieron a un ser híbrido entre el cocodrilo y el jaguar para resaltar la relación entre el agua y la tierra. Es por eso que vemos la combinación de elementos felinos con los del saurio en sus representaciones, y estos rasgos se transformarían con el paso del tiempo.

Con el paso de los años, se han descubierto más representaciones tanto a través de investigaciones como, desafortunadamente, debido al saqueo. Esto llevó al doctor Karl Taube a actualizar el ejercicio de Covarrubias, incorporando estos nuevos elementos. Los resultados continúan confirmando la tesis del vínculo evolutivo entre el dios olmeca y el resto de las deidades de la lluvia, con algunas variantes.

Izquierda: Esquema original creado por Miguel Covarrubias. Derecha: Esquema actualizado con los datos aportados por Karl Taube. Tomado de la misma fuente bibliográfica.

En ambos esquemas, se observa que Chaac y Cocijo fueron los dioses más cercanos a la deidad olmeca al preservar los rasgos felinos y reptilianos. En cambio, en el caso de Tlaloc-Dzahui, se produjo un proceso de mayor abstracción de sus elementos, que culminaron en rasgos como el «bigote», los grandes colmillos y las anteojeras.

Así, las representaciones de los dioses de la lluvia convergen en rasgos tanto del cocodrilo como del jaguar, combinándose para formar un ser sobrenatural. Estos diseños siguen la directriz de aludir a las cualidades del agua, tanto en estado líquido como en su forma gaseosa, como las nubes. Por lo tanto, sus diseños son curvilíneos para resaltar su naturaleza.

Durante el Preclásico, las deidades del agua de todas las culturas mesoamericanas comparten similitudes, destacándose un vínculo más fuerte con el jaguar, evidenciado en la forma de la boca que recuerda a la del felino, con sus dos colmillos, y una ceja prominente en la parte superior que podría aludir a las protuberancias oculares de los cocodrilos, evolucionando más tarde en las anteojeras presentes en todos los dioses de la lluvia.

Además, los artistas y sacerdotes mesoamericanos integraron en la serie de rasgos de la deidad elementos de otros animales acuáticos, contribuyendo a la esencia acuática. Se observa la presencia de la serpiente como lengua en las representaciones de Cocijo, y en el rostro de Tlaloc, algunos trabajos sugieren su conformación como dos serpientes entrelazadas. En el caso de Chaac, posiblemente se hayan integrado características del tapir, como su trompa.

Las espirales también son un elemento común que conforma el cuerpo de la deidad, especialmente en la cabeza, donde puede constituir parte de ella o un penacho. Incluso, estas espirales pueden transformarse, asemejándose a una mazorca de maíz para enfatizar su conexión con la agricultura.

Todo parece indicar que los olmecas de la «zona nuclear», comenzando por San Lorenzo, fueron quienes establecieron las pautas para el quehacer político-religioso en gran parte de Mesoamérica (con la excepción del Occidente, donde encontramos representaciones de Tlaloc del Clásico). Introdujeron el concepto de la montaña sagrada como la base del poder político para gobernar. Al hacerlo, adaptaron este concepto a sus circunstancias particulares, iniciando así la diversificación de factores superficiales ligados a las culturas locales. Sin embargo, la esencia fue la misma, tanto para la concepción de una dimensión acuática que ocupa el mismo lugar que el mundo terrenal, como para la creencia en una deidad de naturaleza anfibia que lo rige.

Muchas de estas creencias han perdurado en las comunidades indígenas, que han incorporado este espíritu en algunos santos del catolicismo, como San Miguel o San Marcos. También persiste la presencia de sus ayudantes, que se mantienen en el monte o en las fuentes de agua para cuidarlas y evitar su uso indebido.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Karl A. Taube. El dios de la lluvia olmeca, de la revista Arqueología Mexicana no. 96.

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Imagen: Miguel Covarrubias. Comparación entre el hombre-jaguar olmeca y los dioses de la lluvia, 1946.

La portentosa vida de la muerte.

La cultura mexicana se ha caracterizado por su peculiar relación con la muerte, la cual suele abordarse con cierta sorna y burla al referirse a ciertas personalidades de la sociedad. Esta actitud tiene raíces tanto en la cultura medieval introducida por los españoles, haciendo referencia al culto que resalta el triunfo de Cristo sobre la muerte con la resurrección, además de generar conciencia sobre la fragilidad de la vida humana y recordar que en cualquier momento se puede morir.

Es bastante difuso cómo se desarrolló la concepción de esta burla a la muerte en la sociedad novohispana. Existen sospechas de que pudieron haber referencias literarias o gráficas a nivel popular en los llamados pasquines. El problema radica en que estas publicaciones se realizaron en papel de mala calidad y la mayoría de ellas desapareció con el tiempo. Además, la existencia de aparatos censores como la Santa Inquisición impidió la supervivencia de materiales que cuestionaran el dogma, sin importar el sentido en que fueran creados.

Sin embargo, a finales del siglo XVIII surge una obra literaria novohispana que presenta referencias a esta cultura asociada a la muerte y al humor con el que se ha abordado este tema.

Es importante recordar que la literatura novohispana se centraba casi exclusivamente en la creación de contenido religioso, con poca presencia de literatura secular que explorara la ficción y se alejara de los temas eclesiásticos. No fue sino hasta finales del siglo XVII y el siglo XVIII que surgieron las primeras novelas en este contexto. Es en este contexto que aparece fray Joaquín Hermenegildo Bolaños, un fraile franciscano michoacano nacido en 1741 y residente en el convento de Guadalupe en Zacatecas. A él se le ocurrió relatar de manera ingeniosa y coloquial las peripecias de la muerte, adaptando las enseñanzas bíblicas. Además, contó con un apartado gráfico para ilustrar cómo imaginaba que sucedieron los hechos (se cree que las ilustraciones podrían haber sido obra del grabador Francisco Agüera).

Esta obra fue impresa en la Ciudad de México alrededor de 1792. Se narró de manera episódica a lo largo de 40 capítulos, detallando el nacimiento, las peripecias y la muerte de la propia muerte. Incluye un supuesto testamento de la muerte, destacando por su narración irreverente sobre el tema, pero manteniendo un tono eclesiástico para evitar la censura de la Inquisición.

Por la manera en que redactó el texto, es evidente que fray Joaquín Bolaños tenía muy presente la forma de predicar surgida de la Contrarreforma del siglo XVI. Atribuyó a la muerte un carácter que oscila entre la benevolencia y la crueldad, con la razón de asegurar en los mortales la obediencia a los mandatos de Dios, dejándoles mensajes moralizantes para su reflexión. En esta obra también se manifiesta el temor hacia la difusión de lo que consideraban ateísmo y el alejamiento de los valores de la cristiandad. Se percibe cierto aire milenarista propio de la orden franciscana, vinculado con el cristianismo primitivo, donde se fomenta el igualitarismo social. Sin embargo, dado que esta idea era perseguida por el clero secular al relacionarla con el protestantismo, Bolaños debió autocensurarse.

Sabemos que Bolaños tuvo actividad misionera en el Reino de Nuevo León y que posiblemente inició la redacción de su novela durante su estancia en Monterrey entre 1784 y 1785. Durante este tiempo, se enfrentó a la tarea de pacificar a los nómadas, a sus ataques a los pueblos y, sobre todo, tuvo que enfrentar la gran sequía que asoló al septentrión. Este podría haber sido el motivo que lo impulsó a iniciar su carrera como literato y a elegir a la muerte como vehículo para transmitir un mensaje propio de los predicadores.

Dada su experiencia en el norte, es plausible que Bolaños haya recurrido a la tradición medieval, donde la presencia de la muerte se manifestaba tanto en lo gráfico como en las conocidas «danzas macabras». Estas danzas cumplían la función de advertir a los vivos sobre la finitud de la vida y la inminencia del Apocalipsis, instándolos a arrepentirse de sus pecados para acceder al paraíso. Como parte de este mensaje y siguiendo el espíritu franciscano, Bolaños imprime en la novela la idea del abandono de las ambiciones y riquezas, consideradas inútiles para el alma. La narrativa refleja cómo la Muerte se encarga de poner fin a las vidas, ya sea de nobles o incluso de la alta jerarquía católica, que solo busca enriquecerse. Asimismo, critica la soberbia con la que el racionalismo y el cientificismo intentan sustituir los valores de la Iglesia.

Todo esto tiene el propósito de recordar el mensaje del fin de los tiempos, evidenciando en el libro cómo se manifiestan las señales de la venida de Cristo y, con ello, también el fin de la existencia de la Muerte. Esto destaca la escasa preparación de la humanidad para enfrentar el Juicio Final.

Esta obra refleja los sentimientos de desasosiego e incertidumbre que se tenían respecto al destino del mundo, especialmente ante los profundos cambios que ocurrían como respuesta a la modernización implementada por los Borbones y su intento de someter a la Iglesia a sus intereses. Bolaños, en este contexto, resucita la idea de la cercanía del Fin del Mundo para guiar a sus lectores hacia un buen comportamiento. Se vale de la ficción, basándose en sus estudios en la Biblia y añadiendo ideas del milenarismo franciscano. Su objetivo es llamar a los creyentes a llevar vidas austeras, utilizando a una Muerte sin formalidades para hacer sentir la amenaza de manera más cercana al lector.

No se sabe con certeza si este manejo coloquial de la muerte proviene de la vida cotidiana novohispana o del impacto que tuvo la obra en la sociedad. Sin embargo, aquí se vislumbra un posible antecedente de esta costumbre literaria que se volvería muy popular en el siglo XIX y que inspiraría la exploración de la muerte a través de la comedia, como se observa en las famosas calaveras literarias que aparecen cada año a principios de noviembre.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Mercedes Serna Arnaiz. La portentosa vida de la muerte, de fray Joaquín Bolaños: un texto apocalíptico y milenarista, de la Revista de Indias, vol. LXXVII, núm. 269.

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Imagen: Grabados del libro «La portentosa vida de la muerte», 1792

Tiwanaku y el contexto andino.

Una característica singular del desarrollo político-cultural andino fue el surgimiento de una potencia expansionista compuesta por dos estados que se dividieron las funciones. Por un lado, se encontraba Wari, que, como vimos, constituía la parte operativa en cuanto a la organización económica y el control militar. Por otro lado, estaba Tiwanaku, que fungía como el nuevo centro religioso de este conglomerado.

Las condiciones en las que se desarrolló Tiwanaku fueron especialmente difíciles. Se localiza en una de las regiones de mayor altitud, la cuenca del lago Titicaca, que se encuentra a 3.800 msnm. Este territorio frío e inhóspito suele ser azotado tanto por heladas y granizadas frecuentes como por intensas sequías, lo cual dificultaba el desarrollo de un estado organizado.

Sin embargo, Tiwanaku encontró en la religión una forma de articular las redes de intercambio de las aldeas de la región. Esto le permitió convertirse en un estado fuerte que, con el tiempo, también se volvería una potencia expansionista.

Según las investigaciones realizadas, la ciudad de Tiwanaku alcanzó una extensión de 6,5 kilómetros cuadrados, con una concentración poblacional estimada entre 10.000 y 30.000 habitantes a partir del año 400 d.C. A su vez, controlaba centros secundarios como Lukurmata, Pajchiri y Khonko Wankané, que por sus similitudes arquitectónicas se cree que pudieron funcionar como representaciones locales de la metrópoli original.

La organización social de los habitantes de Tiwanaku permitió a las élites distribuir el trabajo de forma eficiente para la producción tanto ganadera como agrícola. En este último ámbito, destaca el uso de los «campos elevados» o «camellones», plataformas de tierra construidas sobre terrenos inundables como las orillas de lagos o ríos. Estos sistemas de canales llegaron a tener hasta 19.000 hectáreas de extensión, similares a las chinampas mesoamericanas.

Para compensar la falta de nutrientes del suelo, los campesinos utilizaban el estiércol de los camélidos como fertilizante natural, a lo que se sumaba la recolección del lodo que se iba acumulando en el fondo de los canales. Además, construyeron tanto canales como acueductos para desviar el agua de los ríos y mantener abastecidos de agua estos campos. Algunos investigadores proponen que algunos de estos campos pudieron ser asignados a corporaciones para su gestión y explotación.

La tecnología hidráulica desarrollada por Tiwanaku fue fundamental para su éxito como civilización. Los canales y acueductos permitieron el riego de grandes extensiones de tierra, lo que a su vez posibilitó la producción de alimentos a gran escala. Esta producción agrícola fue vital para el crecimiento y desarrollo de la ciudad, así como para el mantenimiento de su población.

La crianza de camélidos como llamas y alpacas fue fundamental para la sociedad Tiwanaku. Estos animales proporcionaban alimento a través de su carne y leche, y también lana para la elaboración de textiles. Además, eran utilizados como animales de carga en las caravanas que transportaban mercancías a otras regiones de los Andes. Incluso, formaban parte de los rituales religiosos como víctimas de sacrificio.

Los dominios de Tiwanaku se extendieron por una amplia región, integrando zonas que antes habían permanecido al margen del desarrollo civilizatorio andino. Su influencia abarcaba desde gran parte del suroeste de Bolivia (departamentos de Cochabamba, Chuquisaca y Tarija) hasta el norte de Chile (Antofagasta), la esquina noroeste de Argentina (Jujuy) y el sur de Perú (llegando hasta el sur de Ica). Esta expansión territorial les permitió acceder a diversos ecosistemas productivos, como la yunga y la cuenca de Moquegua.

Según las investigaciones, el poder religioso de Tiwanaku fue un factor clave para mantener el control sobre estos territorios sin necesidad de recurrir a la fuerza militar. Se implementaron estrategias políticas de control tanto directas como indirectas, adaptándose a las características de cada región.

Las necesidades económicas de Tiwanaku impulsaron la colonización de ciertos territorios estratégicos. Entre ellos se encontraban Cochabamba, la cuenca de Azapa en Chile y Moquegua, regiones con gran potencial para la producción de maíz y hoja de coca. Estos productos eran fundamentales para las actividades ceremoniales y el sustento de la élite religiosa, por lo que su cultivo se manejaba de forma restringida.

En Moquegua se evidencia la importancia de la colonización. Los Tiwanaku construyeron allí grandes centros político-religiosos para administrar el sistema de chacras que abastecía tanto a los caseríos como a las unidades habitacionales. Un ejemplo notable es el templo de Omo, que replicaba los esquemas metropolitanos y donde se celebraban grandes rituales comunitarios como banquetes.

La presencia de cerámica del altiplano del Titicaca en Omo, Cochabamba y San Pedro de Atacama confirma la presencia de población Tiwanaku en estas zonas. Esta población demandaba productos de su tierra natal como forma de mantener sus vínculos culturales y fortalecer la identidad Tiwanaku en las colonias.

El período Tiwanaku V (750-1000 d.C.) se caracterizó por una notable expansión hacia los valles costeros. Se estableció una red de intercambio donde las caravanas de estos territorios transportaban materias primas a Tiawanaku, a cambio de objetos manufacturados en la ciudad. Esta dinámica comercial explica la presencia de elementos Tiawanaku en las tumbas de los gobernantes regionales.

Las redes de intercambio de Tiwanaku V tenían un alcance considerable. Llegaban hasta puntos lejanos como el Lago Poopó (a 300 km), donde el yacimiento de Querenita proporcionaba basalto para la elaboración de herramientas y armas.

Los alucinógenos también desempeñaron un papel importante en el comercio. La vilca, un alucinógeno extraído de un árbol, era uno de los productos más preciados. Se han encontrado restos de vilca en diversos objetos rituales, así como en representaciones artísticas como las de Conchopata, cerca de Wari. Incluso, se ha sugerido que el arte de monumentos como la Portada del Sol pudo inspirarse en las visiones producidas por estos alucinógenos.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Julián I. Santillán. Economía prehispánica en el área andina (Periodo Intermedio Temprano, Horizonte Medio y Periodo Intermedio Tardío), del libro Historia económica del Perú.

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Imagen:

  • Izquierda: Puerta del Sol. Tiwanaku, Bolivia, Horizonte Medio.
  • Derecha: Vaso de jaguar, cultura Tiwanaku, Horizonte Medio.

La llegada de las ordenes de monjas novohispanas.

Desde la conquista española y de forma más limitada durante el siglo XX, los conventos de monjas han desempeñado un papel crucial como medio de conexión entre la sociedad y el clero. Estos conventos han otorgado a las mujeres cierto nivel de participación en los procesos de dirección de las devociones religiosas de la población, lo que se ha traducido en la prestación de servicios caritativos a las clases menos privilegiadas.

De esta manera, los conventos han proporcionado a las mujeres un papel activo en la sociedad. Por ejemplo, en el caso de los potentados novohispanos, para ganar el prestigio de sus familias y ser considerados como piadosos y devotos, a menudo ofrecían generosas limosnas para mantener los conventos o enviaban a sus hijas a profesar como monjas, cubriendo la dote como «novias de Cristo» para formalizar su vida como novicias.

Los recursos obtenidos tanto a través de las limosnas como de las dotes no solo se destinaban al sustento de las monjas, sino que también se utilizaban para financiar programas educativos como la enseñanza de primeras letras y catecismo para mujeres, así como para proporcionar servicios hospitalarios. Además, estos recursos se empleaban para financiar la formación y consagración de mujeres con vocación religiosa que carecían de los medios económicos para costearlo por sí mismas.

Siendo la primera orden en llegar a la Nueva España, los franciscanos organizaron el proceso de integración de las mujeres a la vida religiosa, junto con la tarea de la evangelización. Esto se llevó a cabo mediante la formación de congregaciones de laicas a través de las segundas y terceras órdenes, donde los frailes ejercían como guías espirituales para hijas de conquistadores o de la nobleza indígena.

Para consolidar el modelo monacal, se siguieron las directrices establecidas en el Concilio de Trento, que requerían que las órdenes guardaran los votos de clausura absoluta y obligatoria para mantener un estilo de vida contemplativo. Sin embargo, también se permitió que ciertas congregaciones mantuvieran cierto contacto con la sociedad o encontraran formas de sustento a través de la producción de bienes.

El modelo monacal tuvo tanto éxito que hacia finales del siglo XVIII se contabilizaban alrededor de medio centenar de conventos en la Nueva España, destinados a atender a diferentes sectores sociales. Además de la presencia de clarisas como una rama de la Orden de San Francisco, también había dominicas, carmelitas y jerónimas, cada una con diferencias profundas en cuanto a las actividades doctrinales y las funciones que desempeñaban ante la sociedad.

Una de las particularidades del establecimiento de las órdenes monásticas femeninas en la Nueva España es que no surgió por iniciativa de las órdenes mendicantes, sino que fue impulsada por mujeres de las primeras generaciones coloniales que se encontraban marginadas de la sociedad, como viudas, doncellas y huérfanas españolas. Para estas mujeres, ingresar a un convento representaba una forma de encontrar protección social y espiritual, y el clero vio en esto una oportunidad para ayudarlas.

El primer sistema de organización confesional para las mujeres fue a través de los beaterios, donde las «beatas» o beguinas eran laicas que asumían votos y compromisos religiosos bajo la supervisión de un sacerdote o fraile. Este sistema de beaterios persistió incluso después del establecimiento de los monasterios, sirviendo como alternativa para mujeres muy pobres. A partir de los beaterios, surgieron las clarisas, las concepcionistas y las dominicas, mientras que en el siglo XVII llegaron las carmelitas descalzas y las agustinas.

Por ejemplo, el Convento de la Concepción en la Ciudad de México se estableció a partir del beaterio de la Madre de Dios, las carmelitas descalzas del beaterio de San Nicasio y las dominicas de Santa Catalina del beaterio de Nuestra Señora de Santa Ana. Estos beaterios incentivaron la llegada de monjas profesas, invitadas por las mismas beatas debido a la afinidad que sentían hacia determinadas órdenes.

La fundación de un nuevo convento conllevaba todo un ritual, que comenzaba con la invitación de la comunidad solicitante a los monasterios matrices. Estos enviaban una primera generación de hermanas, que llevaban un velo negro hasta llegar a su nuevo hogar. Estas hermanas debían establecer tanto las reglas de su propia orden adaptándolas al lugar, como el establecimiento del coro.

En algunos casos, las monjas que salían del convento para fundar otro cambiaban de orden en el nuevo, un proceso que requería la aprobación papal.

Una de las preocupaciones de las monjas era proporcionar protección a las mujeres desamparadas de las comunidades donde se establecían. Para ello, implementaban programas de reclusión forzosa para las recogidas de casadas, «perdidas» y «arrepentidas», transformándolos en conventos o colegios monacales. También se encargaban de integrar a la vida religiosa los beaterios que se encontraban en las poblaciones, con el objetivo de convertir a las beatas en religiosas. Sin embargo, muchas veces estas últimas se negaban y preferían mantener su vida «laica».

El primer convento de monjas en la Nueva España fue el de la Purísima Concepción, fundado bajo la iniciativa del obispo fray Juan de Zumárraga en 1540. Sin embargo, su reconocimiento tanto ante la ley como ante el rey no se produjo hasta 1567. Desde entonces y hasta 1633, se fomentó la fundación de nuevos monasterios en la Nueva España, llegando a un total de 30, que representaban más de la mitad de los conventos fundados en ese período.

La necesidad de establecer comunidades monásticas se debió a la consolidación de la población virreinal en las ciudades, que crecía tanto de forma natural como por la llegada de migrantes. Además, existía un fervor devocional hacia Santa Teresa de Ávila, cuya devoción fue aprobada por Roma a pesar de su temprana muerte en 1582. Esto fue un reflejo de la consolidación de la influencia cultural española en las Indias.

Las comunidades monacales se concentraron principalmente en las grandes ciudades, siendo la Ciudad de México y Puebla las que albergaban la mayoría. Otras ciudades como Guadalajara, Oaxaca, Valladolid, Querétaro, Mérida, San Cristóbal de las Casas y Atlixco solo fundaron un convento cada una. Las órdenes más numerosas fueron las concepcionistas con 13 conventos, seguidas de las clarisas con 5, las dominicas con 6, las jerónimas descalzas con 3 y las carmelitas descalzas con 1.

El auge de las comunidades monacales llegó a su fin con la llegada del virrey-obispo Juan Palafox y Mendoza en 1641, quien aceleró la secularización del clero y asumió la administración de los recursos de los conventos bajo el episcopado.

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Federico Flores Pérez

Bibliografía: Rosalva Loreto López. Hermanas en Cristo. Balances, aproximaciones y problemáticas del monacato novohispano, del libro Mujeres en la Nueva España.    

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Imagen:

  • Izquierda: Convento de la Purisima Concepcion, Ciudad de Mexico, siglo XVI.
  • Derecha: Anónimo. Monja capuchina leyendo a un nativo, siglo XVIII.