La importancia de las celebraciones novohispanas.

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Uno de los aspectos en los que la Nueva España se unió al resto del mundo católico fue en el seguimiento del extenso santoral, donde se conmemoraba a las personas que, por sus acciones, alcanzaron la gracia divina, así como a las principales figuras como la Virgen María y Jesús. Estas conmemoraciones se convirtieron en eventos clave en la vida social del virreinato. El concepto barroco buscaba transmitir la espiritualidad católica a través de los sentidos, ya sea mediante las exuberantes artes plásticas de la época, la abundante literatura religiosa presente en los sermones de los religiosos y, por supuesto, en las festividades dedicadas a estas figuras espirituales. Esto permitió que una población prácticamente analfabeta adquiriera conocimientos sobre la religión al identificarlas a través de la iconografía de la época.

Los episodios relacionados con la vida y muerte de Cristo ocupaban un lugar central en el calendario novohispano, destacando la Semana Santa como un momento clave para la realización de grandes procesiones que incluían carromatos. La presencia de los indígenas era imprescindible en estas celebraciones, destacando por su profunda devoción manifestada en sus actos religiosos.

Dentro de la cultura festiva hispana, la tradición indígena logró integrarse con éxito al incorporar sus expresiones autóctonas en los elementos carnavalescos. Un ejemplo de esto es el uso de máscaras, que los indígenas podían usar sin temor a ser perseguidos por las autoridades religiosas, quienes permitían su fabricación y uso. Además, las danzas indígenas fueron aceptadas en los festejos, siguiendo el estilo de expresión barroca.

Después de los rituales religiosos, se celebraban eventos más laicos para la población. Las representaciones teatrales, como sainetes y comedias, eran muy populares, así como la recitación de poemas y entretenimientos como corridas de toros o peleas de gallos.

Estas manifestaciones festivas también tenían lugar en momentos de desastres naturales, como sequías, inundaciones, epidemias o terremotos. En tales ocasiones, se llevaba a cabo una procesión con el santo patrón para implorar su intercesión divina. En la Ciudad de México, era común la procesión de la Virgen de los Remedios desde su santuario en Naucalpan hasta la Catedral, buscando su ayuda para poner fin a las sequías.

Una de las fiestas religiosas más destacadas en el contexto novohispano fue la dedicada a Corpus Christi, que se celebraba 60 días después del Domingo de Pascua. Según los escritos de la época, se caracterizaba por su fastuosidad, que incluía carros alegóricos, vestuarios extravagantes, música, expresiones literarias, entre otros elementos. El punto central de la celebración era un carro alegórico que llevaba un monstruoso dragón de cartón llamado «la tarasca», que simbolizaba el pecado vencido por la presencia de Cristo.

La festividad de Corpus Christi era de gran importancia para las ciudades, y el ayuntamiento intervenía para garantizar los recursos necesarios. Durante la procesión, se dejaban ver todos los estamentos sociales, incluidos políticos y la Iglesia, luciendo sus mejores atuendos. Además, tanto las cofradías como los gremios de la ciudad participaban activamente en el evento.

Sin embargo, como una expresión del movimiento barroco, la fiesta de Corpus Christi se convirtió en una víctima del puritanismo religioso borbónico en el siglo XVIII. Se consideraba que estas manifestaciones extravagantes se alejaban del dogma y podrían caer en la herejía, por lo que la celebración comenzó a desaparecer, convirtiéndose en una ceremonia más solemne.

Las noticias relacionadas con asuntos religiosos capturaban la atención de la sociedad novohispana, que estaba pendiente de las novedades procedentes de Roma. Entre sus principales intereses se encontraban las nuevas canonizaciones de santos y santas, especialmente aquellos pertenecientes al mundo hispano como Santa Rosa de Lima, San Juan de Dios y San Francisco de Borja. Una vez recibida la noticia, el cabildo anunciaba la correspondiente procesión y celebración en su honor.

Las poblaciones se embellecían con arcos triunfales adornados con imágenes de los santos, y se organizaban sermones en las iglesias para destacar las virtudes del santo durante ocho días. Los indígenas también participaban en estas festividades, saliendo en grupos de danza para honrar al santo, mientras que la iglesia organizaba los cortejos para las procesiones y preparaba fuegos artificiales para las noches.

Aunque aún no había surgido la idea del patriotismo, comenzaron a aparecer algunas celebraciones destinadas a dar a los novohispanos un sentido de identidad dentro de la monarquía hispánica. Una de estas celebraciones fue el Paseo del Pendón, que se llevaba a cabo el 13 de agosto y conmemoraba la toma de Tenochtitlán por parte de Hernán Cortés, siendo muy popular en la época.

En la Ciudad de México, la llegada de los virreyes era un evento que capturaba toda la atención de los capitalinos. Tanto las autoridades eclesiásticas como las del ayuntamiento y la población civil se esmeraban en engalanar la ciudad para recibirlos. Uno de los recibimientos más destacados fue el de Diego López de Pacheco en 1640, quien ostentaba el título de «grande de España» y estaba emparentado con la familia real.

Además, es importante mencionar la relevancia de los festejos por los ascensos al trono de los monarcas, en los que participaban todos los sectores de la sociedad. Un ejemplo de ello fue la entronización de Carlos II, donde el virrey Payo Enríquez de Rivera no solo organizó las correspondientes celebraciones, sino que también incentivó a los literatos a escribir comedias en honor al monarca, siguiendo la moda del período barroco.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: María Dolores Bravo. La fiesta publica: Su tiempo y su espacio, del libro Historia de la vida cotidiana en México, volumen II: La ciudad barroca.

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Imagen: Regreso de la procesión a la Catedral, de la serie «Corpus Christi en el Cusco», 1675-1680.

Las repúblicas de indios y sus relaciones con los españoles.

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Para el proyecto de segregación colonial destinado a constituir las repúblicas de españoles y las de indios, se enfrentaron a una dificultad adicional debido a los efectos de las diversas epidemias que azotaron a lo largo del siglo XVI. Estas epidemias cambiaron su patrón de afectación, pasando de impactar a la población en edades comprendidas entre 0 y 30 años, a afectar a los niños neonatos hasta los 5 años, lo que tuvo un impacto significativo en la recuperación demográfica de los indígenas.

Esta situación se vio agravada por la imposición del matrimonio monogámico como parte de la vida cristiana, lo cual suprimió otras formas de relaciones familiares que eran comunes en tiempos prehispánicos, como la poligamia o la poliginia. Como resultado, las familias que seguían estos esquemas familiares fueron obligadas a disolverse para forzar al varón a elegir a su esposa legítima. Como consecuencia de estas decisiones, las otras parejas y su descendencia quedaban como ilegítimas, perdiendo así cualquier tipo de legitimidad. Estas familias eran expulsadas de la casa principal y quedaban en una situación de miseria, sin recibir ningún tipo de apoyo, incluso llegando al extremo de favorecer a la mujer que aceptara convertirse al cristianismo en detrimento de aquellas que no lo hacían.

Los trabajos de evangelización se llevaron a cabo en estrecha colaboración entre los frailes del convento y las autoridades indígenas del cabildo. Los frailes solicitaban a los miembros del cabildo la realización de diversas obras, como la construcción de conjuntos eclesiásticos, la decoración de templos, la financiación de la liturgia y el mantenimiento de escuelas de primeras letras para los niños.

El cabildo se organizaba para disponer de los miembros de la comunidad y llevar a cabo los trabajos necesarios. También se encargaba de adquirir los materiales necesarios para las actividades religiosas, siendo común enviar a alguien de la comunidad a comprar lo necesario en los grandes mercados fuera del pueblo.

Con la incorporación de las cofradías y las mayordomías como elementos de organización, las responsabilidades del cabildo disminuyeron gradualmente. Las cofradías se encargaban de realizar ciertos trabajos como parte de sus actividades devocionales al culto de su santo patrono y la organización de los festejos.

A pesar de que la división entre las comunidades españolas e indígenas tenía como objetivo evitar los abusos y garantizar una conversión adecuada al cristianismo, esto no impidió que los españoles cometieran actos de violencia contra los indígenas. Estos actos incluyeron casos extremos, como la ejecución ordenada por el obispo Juan de Zumárraga del cacique don Carlos Ometochtzin, así como decretos de exilio y castigos físicos como azotes o encarcelamientos en las celdas de los conventos. Además, hubo actos de agresión motivados por la arrogancia de los españoles.

Estas acciones generaron desconfianza entre los indígenas hacia los españoles. Frente a la falta de comprensión por parte de los funcionarios o los frailes, era común que los indígenas adoptaran una actitud cerrada hacia los españoles y mostraran sumisión para evitar provocar su ira y replicar la relación que existía entre ellos. Sin embargo, también es cierto que, junto con estas relaciones conflictivas, hubo casos de genuina amistad o entendimiento. Algunos frailes permitían la celebración de expresiones de la antigua religiosidad y actuaban como intermediarios frente a los abusos de otros españoles. Además, los niños españoles a menudo actuaban como un puente entre las dos comunidades al establecer relaciones sinceras con los niños indígenas, basadas en la amistad.

Como resultado del choque entre culturas tan diferentes, surgió una natural falta de comprensión tanto por parte de los españoles como de los indígenas hacia las actitudes que reflejaban su idiosincrasia. Los frailes fueron quienes más dificultades encontraron para entender estas diferencias, y solo lograron hacerlo a través de la convivencia y el trato directo con los indígenas. A su vez, los indígenas hicieron todo lo posible por preservar sus costumbres, adaptándolas y reinterpretándolas, convirtiendo algunas de sus creencias en supersticiones que fueron consideradas inocuas.

Dentro de su propio entendimiento, los indígenas llegaron a cuestionar lo que consideraban incoherencias de la cultura española. Por ejemplo, algunos, como don Carlos, llegaron a considerar a las diferentes órdenes mendicantes como religiones diferentes, lo que les llevaba a seguir practicando su religión original. También había quienes creían que podían deshacer el bautismo lavándose la cabeza después, e incluso algunos se negaban a comer los animales traídos por los españoles por temor a convertirse en ellos.

A pesar de la sumisión al orden virreinal, algunos indígenas buscaron rebelarse contra él. Algunos recurrían a la figura del nahual, que se transformaba en jaguar para atacar a los españoles que maltrataban a los indígenas. También hubo casos de indígenas que decidieron practicar sus costumbres ancestrales y fueron castigados por ello, como el sacerdote tlaxcalteca que fue lapidado por su pueblo.

El mestizaje fue un fenómeno generalizado tanto en el contexto hispano como en el mesoamericano, y se produjo de manera fluida, aunque con matices en su desarrollo. Una de las formas más destacadas fue la consensuada, que involucraba a las familias nobles indígenas, las cuales casaban a menudo a sus hijas con funcionarios españoles para asegurar sus privilegios en el orden virreinal.

Paralelamente, era común que los españoles que residían en las repúblicas de indios (ya fueran autoridades civiles, hacendados o miembros del clero) establecieran relaciones clandestinas o de amasiato con mujeres indígenas. A pesar de la ilegalidad de estas uniones, las familias indígenas no solían denunciarlas, guardando el secreto y considerando a los hijos de estas relaciones como indígenas, lo que propiciaba el mestizaje de forma encubierta.

El número de mestizos aumentó gradualmente, principalmente en contextos urbanos, donde quedaban fuera de las categorías de españoles e indígenas. Hacia finales del siglo XVIII, los mestizos se convirtieron en el grupo mayoritario, representando aproximadamente el 37% de la población.

Este proceso de mestizaje no solo fue demográfico, sino que también tuvo implicaciones culturales y sociales significativas, contribuyendo a la formación de una nueva identidad y un tejido social más complejo en la sociedad colonial.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía:

 – Pablo Escalante Gonzalbo y Antonio Rubial García. El ámbito civil, el orden y las personas, del libro Historia de la vida cotidiana, volumen 1

 – Elsa Malvido. La población, siglos XVI al XX.

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Imagen: Códice Azoyú 2, siglo XVI. 

Los itzaes del Peten ante la conquista española.

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Para el periodo Posclásico, la península de Yucatán experimentó un proceso de unificación política bajo el dominio de una triple alianza de reinos. Chichén Itzá, habitada por los itzaes; Uxmal, por los Xiu; y Mayapán, con los cocom, conformaban esta alianza. Sin embargo, en el siglo XIII, esta triada se deshizo cuando los cocom invadieron Chichén Itzá, estableciéndose como la potencia hegemónica. La derrota obligó a los itzaes a huir y establecerse en el Petén, territorio que distaba de su periodo de esplendor durante el periodo Clásico. Mientras tanto, el resto de los estados mayas de la península se sumieron en un periodo de guerras que provocó su decadencia cultural y social.

Durante un lapso de 250 años, los itzaes lograron constituir una nueva capital en una isla en medio del lago Petén Itzá, la cual recibió el mismo nombre. También fue conocida como Tayasal o Nojpetén. Este nuevo reino se estableció como la potencia dominante en la región del Petén, que para entonces había perdido importancia frente a los pequeños estados mercantes de la costa yucateca y los cacicazgos internos.

El reino fue uno de los primeros en ser visitados por los españoles en la región, siendo Hernán Cortés quien lideró una expedición a la Hibueras el 16 de marzo de 1525, acompañado por su comitiva de guerreros mexicas y tlaxcaltecas (para ese entonces, ya había ejecutado a Cuauhtémoc en Itzamkanak). Fueron recibidos por el halach huinic Ah Canek, quien los atendió de manera cordial. Según los informes, le dijo a Cortés que ya tenían conocimiento de su presencia gracias a su campaña inicial en Tabasco, y les prometió su conversión al cristianismo y su aceptación de la sumisión a la corona española.

Aunque la breve estancia dejó muy buenas impresiones en Cortés, los pueblos vecinos, como los cehache, advirtieron sobre la beligerancia de los itzaes en la región y cómo eran considerados como formidables guerreros. Esto se confirmó más tarde cuando se informaron sobre las acciones de los españoles en los estados circundantes, lo que les permitió a los itzaes diseñar una estrategia para mantener su independencia y enfrentar la llegada de nuevas expediciones españolas.

Dado que la península yucateca resultó ser una decepción para los españoles en cuanto a los recursos que podían obtener de los indígenas, su control se restringió únicamente al noroeste. En el sureste, su presencia se limitaba a Bacalar, como resultado de la brutalidad de las campañas de conquista lideradas por Francisco de Montejo y las incursiones de Alonso de Ávila. Como respuesta a estas circunstancias, la corona dictó disposiciones que enfatizaban que cualquier avance hacia el resto de la península debía realizarse de manera pacífica y como parte del proceso de evangelización.

Fue así como hasta finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, los franciscanos comenzaron a hacer acto de presencia en la zona, principalmente en los alrededores de la bahía de Chetumal. Dos franciscanos llegaron a Petén Itza alrededor de 1618, procedentes de Mérida. Sin embargo, esta visita dejó una mala impresión entre los itzaes, ya que uno de los religiosos destruyó una estatua de su dios Tzimin Chac (según las historias, se trata de un caballo que Cortés dejó como regalo y que posteriormente fue deificado). En respuesta, los itzaes iniciaron una política de aislamiento e intolerancia hacia cualquier intento de visita por parte de misioneros o mayas conversos que pudieran servir como espías para los españoles.

Para entonces, los itzaes estaban bien informados sobre la creciente animadversión de los mayas habitantes de Bacalar hacia los abusos de los colonos y los problemas ocasionados por los cambios en el clero religioso, especialmente cuando los franciscanos fueron reemplazados por el clero secular. Estos últimos no lograron cumplir con el compromiso de la evangelización y tuvieron que ser sustituidos nuevamente por los franciscanos. Esta situación desencadenó una serie de problemas en el territorio vecino conocido como Dzul Winiko’ob, que incluía poblaciones como la antigua ciudad de Lamanai y Tipú. Ante esta situación, los itzaes comenzaron a promover la discordia para alejar a los españoles de sus fronteras.

Los esfuerzos de los itzaes tuvieron éxito al lograr fomentar la rebelión de Tipú y expulsar a los misioneros de la región durante la Cuaresma de 1633. Además, el escaso interés mostrado por los españoles hacia la región, al no encontrar recursos que explotar, llevó a la decisión de evacuar a los mayas manchés, de filiación chol, que se habían convertido al cristianismo. Este movimiento contribuyó a convertir al Petén en una zona de resistencia ante la dominación española.

Con esto, el sureste se convirtió en un territorio indómito al que los mayas del noroeste podían huir cuando sufrían abusos por parte de las autoridades españolas. Sin embargo, esto no significaba un completo aislamiento de los mayas rebeldes respecto a los territorios colonizados. Muchos de ellos mantenían lazos familiares en los pueblos hispanizados y continuaban comerciando entre sí. Como resultado, los mayas «teppche» comenzaron a adoptar ciertas costumbres occidentales, como la plena utilización de herramientas de hierro en las labores indígenas, el uso de camisones e incluso el inicio de un proceso de mestizaje religioso.

No se limitaba únicamente a Petén Itza, ya que esta solo era el centro político de varias poblaciones ocultas en la selva. Por lo tanto, los españoles nunca comprendieron completamente las dimensiones del enemigo. Incluso cuando lograron conquistar la ciudad hacia 1699, no podían estar seguros de su control, ya que la isla se convirtió en el único punto bajo su dominio frente a miles de enemigos que los rodeaban. Este problema nunca se resolvió y se manifestó en conflictos posteriores, como la rebelión de Jacinto Canek o la Guerra de Castas en el siglo XIX.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Sergio Angulo Uc. Los mayas del Peten y el presidio de Los Remedios. Historia de una colonización tardía, 1700-1760.

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Imagen: S. Puerto y O. Quintana. Esquema de los espacios urbanos del centro de Tayasal, 2014.

El tabaco en la sociedad novohispana.

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Una de las contribuciones más significativas del continente americano al mundo fue, sin duda, el tabaco. Esta planta estimulante fue utilizada por diversas sociedades indígenas. En el caso de Mesoamérica, su consumo estaba restringido a la nobleza y se llevaba a cabo en un contexto ceremonial. Los conquistadores, al entrar en contacto con el tabaco, quedaron fascinados por la nicotina que contiene. Sus propiedades estimulantes y medicinales llevaron a que los españoles lo incorporaran en su vida cotidiana, especialmente debido a su abundancia en la naturaleza.

Gonzalo Fernández de Oviedo, en 1535, menciona cómo los esclavos africanos se volvieron aficionados al consumo de tabaco para combatir el cansancio, lo que los llevó a explorar diferentes formas de procesamiento. La popularización del tabaco se debió en gran medida a los marineros encargados del comercio emergente con las Indias, quienes lo llevaron a diferentes puertos europeos. Desde allí, personas de diversos estratos sociales comenzaron a disfrutar del tabaco, ya que no estaba asociado con ninguna estigmatización religiosa por parte de las autoridades.

Gracias al éxito de su demanda, los españoles incursionaron en todo el proceso de producción del tabaco, desde su cultivo y maduración de las hojas hasta su comercialización. Sin embargo, es importante destacar que el cultivo y consumo del tabaco estaban ampliamente extendidos en la sociedad novohispana, y prácticamente cada hogar tenía la capacidad de producir la planta que necesitaba, así como de fabricar sus propios cigarrillos.

Aunque el tabaco era fácil de cultivar, no todos los lugares eran propicios para su cultivo, como en el caso de los centros mineros, los puertos y algunas villas y ciudades. Estos lugares representaron una oportunidad para la incipiente industria tabacalera, que encontró un mercado dispuesto a comprar el producto en vez de cultivarlo.

La forma de consumo era variada, ya que el tabaco se fumaba en pipa, en forma de polvo llamado rapé, en puros o en cigarrillos hechos por los propios consumidores. Según algunas fuentes, el cigarrillo tal como lo conocemos fue inventado por un hombre llamado Antonio Charro a principios del siglo XVIII. Este tipo de cigarrillos consistía en tabaco picado envuelto en papel, y Charro los vendía en el mercado del Baratillo en la capital. Para la época de José Gálvez, se registraban poco más de 500 cigarreras en la ciudad.

La distribución natural del tabaco abarcaba principalmente las regiones tropicales. Las principales zonas productoras incluían Veracruz, en torno a las ciudades de Orizaba, Córdoba, Jalapa y Papantla, así como el Occidente, con concentración en Compostela, Autlán, Guadalajara y algunos valles de Sinaloa y Tepic. Desde estas áreas se exportaba el tabaco hacia la Ciudad de México.

Además de estas regiones, también se reportaba producción de tabaco para consumo local en Yucatán, algunos valles de mediana altura en Oaxaca, Chiapas y Guatemala. En estas áreas, el tabaco se cultivaba para abastecer las ciudades y villas cercanas, y su producción y venta eran completamente libres bajo el gobierno.

El gobierno solo imponía impuestos relacionados con el comercio interno, como los peajes y los aranceles, pero no había restricciones para exportar el tabaco fuera de sus regiones de origen. Sin embargo, el comercio con Perú se vio afectado por una prohibición impuesta por la corona, que cortó los contactos comerciales entre ambos reinos coloniales.

Debido a las crecientes necesidades financieras de la monarquía española para mantener su presencia internacional, las autoridades empezaron a considerar al tabaco como una fuente de ingresos para el gobierno. Esta situación se vio agravada por la crisis derivada de las guerras en el Caribe durante la primera mitad del siglo XVII. Como respuesta, se vieron obligadas a establecer un monopolio real o estanco sobre la producción de tabaco.

Una de las primeras medidas fue establecer la exclusividad de la exportación del tabaco cubano a los países europeos, el cual llegaba a Sevilla y desde allí se procesaba para la fabricación de puros o rapé. Respecto al tabaco proveniente del resto de las Indias, el estanco se concedía a individuos que prestaban dinero a la corona, y así quedaba saldada su deuda.

Con la llegada de los Borbones en el siglo XVIII, las autoridades reales asumieron un papel más activo en la administración de los ingresos del estanco. Esto se reflejó en el decreto del monopolio del tabaco cubano en 1717, que estableció una factoría real encargada de su producción y exportación a Sevilla, con precios fijados. Posteriormente, se estableció el estanco en Perú, Venezuela, Nueva Granada, Filipinas y finalmente en la Nueva España, que se estableció en 1765.

Desde el contexto novohispano, virreyes como Juan Palafox y Mendoza ya habían considerado la imposición de impuestos al comercio del tabaco a mediados del siglo XVII con el fin de financiar a la Armada de Barlovento. A partir de entonces, surgieron diversas propuestas para implementar el estanco, pero con poco éxito. En 1748, se estimó que se podrían recaudar cerca de 12 millones de pesos a través de este impuesto.

A pesar de estas estimaciones, el virrey Revillagigedo se opuso a la implementación del impuesto debido a los intereses comprometidos por su aplicación, posponiendo la medida hasta la coronación de Carlos III y la llegada del virrey Cruillas en 1761. Sin embargo, la aplicación del edicto de establecimiento se pospuso nuevamente debido a la invasión inglesa a La Habana y Manila al año siguiente.

Finalmente, el impuesto solo comenzó a funcionar con la llegada del visitador José de Gálvez en 1765. Se estableció la Ciudad de México como centro organizacional, donde se ubicaron tanto la contaduría, la tesorería y los almacenes generales. Además, se administraron 11 factorías y 4 administraciones independientes encargadas de concentrar las producciones locales para luego distribuirlas a los estancos.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Clara Elena Suarez Argüello. De mercado libre a monopolio estatal: la producción tabacalera en Nueva España, 1760-1800, del libro Caminos y mercados de México.

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Imagen:

– Izquierda: S/D. Planta de tabaco.

– Derecha: Gustave Doré. Fábrica de tabacos de Sevilla. 1874.

Las primeras exploraciones a la península de Baja California.

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Una vez asegurado el dominio español sobre el imperio mexica, Hernán Cortés se dedicó a explorar el territorio en busca de oportunidades para expandirse tanto territorialmente como para aumentar su fortuna. Fue muy afortunado haber encontrado la costa del océano Pacífico, ya que esto le permitiría seguir el objetivo principal de la presencia ultramarina española: establecer un camino directo a Asia. Decidió establecer su primer astillero en Tehuantepec para comenzar a construir barcos para emprender el viaje transoceánico. En 1527, envió una expedición comandada por Álvaro de Saavedra Cerón hacia las Islas de la Especiería (Molucas) con el objetivo de localizar a la expedición de Jofre de Loaysa. Sin embargo, el establecimiento de la primera Audiencia de México, presidida por Nuño de Guzmán, frenó cualquier posibilidad de continuar su camino hacia el Lejano Oriente. Debido a estos obstáculos, Cortés se vio obligado a regresar a España en 1529 para presentarse ante la corte y defender sus derechos. Fue recibido por la reina Isabel de Portugal, quien le otorgó el Marquesado del Valle de Oaxaca y la autorización para descubrir y poblar islas en el Pacífico, así como para gobernar sobre tierras americanas del poniente que no estuvieran adjudicadas a gobernadores en funciones.

Con el respaldo real, Cortés regresó a la Nueva España para construir sus barcos tanto en Tehuantepec como en Acapulco. Se construyeron el Concepción y el San Lázaro en el primero, y el San Miguel y San Marcos en el segundo. La última nave fue utilizada para enviar a Diego Hurtado de Mendoza como avanzada, pero naufragó a finales de julio de 1532, resultando en la muerte del capitán. Sin embargo, los sobrevivientes afirmaron haber descubierto unas islas, las Marías.

La Audiencia de México hizo todo lo posible por obstaculizar la carrera de Cortés. Prohibió el uso de los cargadores tamemes para retrasar la construcción de las naves, lo que llevó a Cortés a reclamar al Supremo Consejo de Indias para que intercediera y le permitiera cumplir sus compromisos con la Corona. A pesar de los problemas, la pequeña armada quedó completa para octubre de 1533, zarpando del puerto de Santiago el Concepción bajo el mando de Diego Becerra y el San Lázaro con Hernando de Grijalva. Durante el viaje, el Concepción experimentó un conato de motín, tras el cual los rebeldes fueron dejados en las costas de Nueva Galicia. Mientras tanto, Grijalva parece haber logrado llegar a la isla de Revillagigedo.

Guiados por las historias transmitidas por los indígenas de Colima, las cuales mencionaban la existencia de unas islas con grandes riquezas y pobladas exclusivamente por mujeres, Hernán Cortés se sintió motivado a continuar las exploraciones en el Pacífico. Durante una expedición liderada por Fortún Jiménez en el Concepción, se afirmó haber encontrado una gran isla donde se criaban perlas. Sin embargo, esta expedición tuvo un final trágico: Jiménez murió a manos de los indígenas junto con otros veinte expedicionarios, mientras que el resto logró hacerse a la mar y llegar a la villa de La Purificación. A pesar de las pérdidas, Cortés se convenció de continuar con su empresa de explorar el océano, con la esperanza de encontrar grandes riquezas.

Aunque no se sabe cuándo recibió este nombre, la semejanza de la isla con las historias de los indígenas de Colima llevó a Cortés a llamar a este nuevo territorio California. Este nombre se relaciona con un territorio de las historias europeas, como la novela «Las Sergas de Esplandián», donde se atribuían grandes riquezas a un lugar habitado por guerreras amazonas.

A pesar de contar con el beneplácito de la corona, la audiencia dirigida por Guzmán tenía amplias facultades legales para disputar la soberanía de los territorios descubiertos. Comenzaron incautando la nave Concepción aprovechando su localización en la Nueva Galicia, lo que provocó que Cortés se dirigiera a reclamar su posesión ante Nuño de Guzmán mientras enviaba tres naves rumbo a Chiametla. Al no obtener resultados, Cortés decidió encabezar personalmente la expedición y partió al territorio que hoy ocupa la capital, La Paz, llegando el 1 de mayo de 1535 y desembarcando el 3 de mayo. Decidió llamar al lugar Santa Cruz en honor al día del santoral. Cortés se encargó de organizar la nueva colonia mientras enviaba sus naves para transportar colonos y provisiones desde Nueva Galicia. Sin embargo, solo lograron llevar los suministros, ya que la hostilidad del territorio impidió que la colonia prosperara. Además, el interés por las perlas, que eran el principal atractivo, disminuyó a medida que la necesidad de buscar sustento se volvió más apremiante.

Los esfuerzos de Cortés por sostener su nueva colonia resultaron en un fracaso, y con la llegada del primer virrey, Antonio de Mendoza, se solicitó la evacuación de Santa Cruz. Sin embargo, esto no detuvo a Cortés. En julio de 1539, envió al capitán Francisco de Ulloa para continuar explorando la «isla» en busca de tierras fértiles. Esta expedición descubrió que no se trataba de una isla, sino de una península, aunque terminó perdiéndose. Con esto, Cortés vio finalizada su carrera como explorador, y sería el gobierno de Mendoza quien continuaría con la exploración de las costas del Pacífico.

A pesar de que otras expediciones, como la de Hernando de Alarcón, que llegó al delta del río Colorado, demostraron que era una península, persistió la idea errónea de que era una isla. Ninguna expedición logró encontrar algo que motivara la colonización de la península, y este objetivo fue olvidado tras el descubrimiento y conquista de Filipinas. Sin embargo, paradójicamente, el descubrimiento de la ruta del Tornaviaje, donde los barcos navegaban hacia el norte para que las corrientes los llevaran por la costa hacia Acapulco, hizo que el control de California fuera vital para la ruta hacia Oriente. Esta importancia también fue reconocida por los piratas ingleses que llegaron a la zona.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Ignacio del Rio. A la diestra mano de las Indias. Descubrimiento y ocupación colonial de la Baja California.

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Imagen: Diego Muñoz Camargo. Conquista de «Tonatiuh Yuetziyan», identificado como California. Lienzo de Tlaxcala, lamina 73, original del siglo XVI con edición facsimilar del siglo XVIII.

La complicación de la situación española en el Caribe.

Gracias a las circunstancias del contexto europeo, donde tanto Gran Bretaña como los Países Bajos se encontraron en un periodo de crisis interna, España logró acordar un periodo de tregua entre 1600 y 1621. Durante este lapso, estas naciones redujeron su hostilidad hacia los dominios del Caribe español, lo que permitió a España preparar las defensas de sus islas principales, financiadas en parte con el situado novohispano.

Sin embargo, las cosas se complicaron con el inicio de la Guerra de los Treinta Años en 1618, la cual involucró a todas las naciones europeas y planteó nuevos desafíos para España. La guerra aumentó los gastos y el endeudamiento del país, ya que tuvo que ocuparse de la defensa de sus principados europeos subordinados. Además, España enfrentó el quiebre interno simbolizado por las rebeliones de Portugal y Cataluña en 1640.

Estos conflictos europeos se reflejaron en América, especialmente en el Atlántico, donde España sufrió ataques de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales (WIC), la cual logró invadir una parte de Brasil e intentó apoderarse de Puerto Rico. Además, llevaron a cabo ataques piratas en el Caribe, capturando numerosas embarcaciones que transportaban las riquezas de las Indias.

Para intentar detener la amenaza holandesa, la corona española aumentó la cantidad del situado destinado a las líneas de defensa, alcanzando un gasto de $1,983,888 pesos. De esta suma, el 71% se destinó a fortificar La Habana y San Agustín, mientras que el resto se repartió entre Puerto Rico, Santo Domingo y San Martín. Esta cifra se incrementó aún más hasta alcanzar los $2,609,900 pesos entre 1630 y 1639, manteniendo la misma distribución.

Una de las luchas importantes ocurrió en la isla de San Martín, situada al sureste de Puerto Rico, debido a su importancia estratégica por sus salinas y su escasa población. Desde 1624, tanto franceses como holandeses la disputaron. Ante esta situación, los españoles decidieron recuperarla dada su relevancia. En 1633, aprovecharon la llegada de López Diez de Aux, marqués de Cadereyta, quien asumiría el cargo de virrey de la Nueva España, para recobrar la isla. Dejaron una guarnición de 250 infantes con sus oficiales, estableciendo así un presidio que recibiría financiación cercana al 10% dos años más tarde.

Sin embargo, estos esfuerzos no disminuyeron la tenacidad de los rivales. Francia y Holanda formaron una alianza para acabar con los españoles, y a partir de 1630, los holandeses recibieron financiamiento francés. Mientras tanto, los recursos españoles se agotaron y en 1640 tuvieron que recurrir a préstamos de altos intereses de banqueros genoveses.

Con este panorama desafiante, España entró en un periodo de declive marcado por pérdidas significativas. Perdieron batallas decisivas ante los holandeses, como en Las Dunas e Itamaracá, y frente a Francia en la batalla de Rocroi. Además, enfrentaron desafíos internos con la rebelión portuguesa y catalana. En el Caribe, los corsarios holandeses aprovecharon esta situación para capturar varias naves españolas.

La monarquía española se vio obligada a reducir la cantidad asignada al situado a solo $1,443,311 pesos. Esta reducción se vio agravada por la crisis minera novohispana, causada por la disminución en la cantidad de mercurio traído de Almadén. Como resultado, se vieron obligados a redistribuir responsabilidades, asignando la financiación de Puerto Rico y Santo Domingo al virreinato de Perú.

A pesar de estas reasignaciones, el tesoro novohispano no logró reducir sus gastos. Los gastos anuales ascendían a $400,000, distribuidos entre las defensas del Caribe, las Filipinas y la frontera norte. Además, se sumaban los costos del presidio de Santiago de Cuba y el mantenimiento de la Armada de Barlovento.

La crisis económica comenzó a afectar a los presidios más débiles, como San Agustín y San Martín. Entre los años 1643 y 1644, solo se enviaron dos situados parciales para su mantenimiento, y en los dos años siguientes se suspendió por completo su envío. Esto provocó la caída de San Martín, ya que las enfermedades diezmaron su guarnición y se vieron obligados a abandonarla. El único puerto que mantuvo su nivel de financiamiento fue La Habana, debido a su papel como principal puerto de las Indias.

La situación no mejoró en la segunda mitad del siglo XVII. Además de enfrentar los movimientos independentistas en Portugal y Cataluña, así como la embestida franco-holandesa, España tuvo que lidiar con la Inglaterra republicana de Oliver Cromwell, dispuesta a revitalizar el conflicto. Gran parte de los esfuerzos bélicos se concentraron en Europa, sin embargo, esta intensificación del conflicto no repercutió en las Indias. El único revés significativo fue la pérdida de Jamaica ante Inglaterra en 1655, que España intentó recuperar enviando destacamentos novohispanos en los siguientes cinco años. Sin embargo, estos esfuerzos fueron en vano, y España se vio obligada a reconocer su pérdida en los Tratados de Madrid de 1670.

A pesar del revés sufrido por las posesiones hispanas con la pérdida de Jamaica, este evento tuvo como beneficio la redistribución de los recursos destinados a la isla hacia el resto de las posesiones del Caribe. La principal beneficiaria fue Cuba, donde los recursos se dividieron entre La Habana y Santiago. Además, para ese entonces, los recursos provenientes de las arcas peruanas ya estaban contribuyendo al mejoramiento del financiamiento de Puerto Rico y Santo Domingo.

Durante la década de los 50, los ingresos del situado se redujeron significativamente, alcanzando solo $1,255,719 pesos en 1658. Además, México tuvo que aportar $10,000 a Puerto Rico para completar el situado peruano en el mismo año. De estas cifras, a La Habana le correspondieron $693,798 pesos y a San Agustín $553,380 pesos. Una parte de los ingresos destinados a Cuba tuvo que ser utilizada para reforzar las defensas de Santiago, ubicada frente a Jamaica.

En 1665, estalló una crisis debido a la muerte del rey Felipe IV y la regencia de Mariana de Austria durante la minoría de edad de Carlos II. En este contexto, España se vio obligada a reconocer la independencia de Portugal en 1668 y entró en conflicto con Francia por el dominio de Flandes durante la Guerra de Devolución de 1667 a 1668.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Rafal Reichert. El situado novohispano para la manutención de los presidios españoles en la región del Golfo de México y el Caribe durante el siglo XVII, de la revista Estudios de Historia Novohispana no. 46.

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Imagen: Anónimo. Expedición de don Lope de Hoces al Brasil. 1636.

La campaña de evangelización jesuita en las islas Marianas.

El control de las Filipinas era un tema demasiado complejo. Por un lado, el gobernador español tenía que lidiar con los ataques de potencias rivales como Holanda e Inglaterra. También existía la amenaza de una posible invasión china incentivada por caudillos piratas como Koxinga. Además, se enfrentaban al peligro real que representaban los sultanatos de Mindanao y Joló, quienes realizaban ataques que sumían en el caos a las frágiles aldeas bajo su dominio.

Es por estas razones que territorios como las islas Marianas no resultaban una prioridad para su sujeción, a diferencia de las islas Molucas. En estas últimas, al menos se contaba con la garantía de su producción de especias, tan solicitadas por el mercado europeo. Incluso la comunicación desde Manila hacia Guam resultaba peligrosa, razón por la cual la única vía de tránsito era a través de las expediciones que llegaban de Acapulco para abastecerse en ella.

Esta forma de pensar era diametralmente opuesta a la que tenían los jesuitas, quienes priorizaban la salvación de las almas de los gentiles. Esto fue expuesto por el padre Jerónimo de San Vitores y su continua insistencia en evangelizar las Marianas, sopesando el factor económico. Este último era el tema de debate sobre la conservación o el abandono de las Filipinas, al considerarse más una carga que una pieza de valor para la monarquía hispana.

Finalmente, dentro de la conciencia de los reyes, primaría su compromiso por difundir y proteger a los cristianos en el mundo, sobre todo porque el archipiélago ya contaba con un importante número de fieles producto de los años de evangelización desde la llegada de Legazpi. Sin embargo, tendrían que hacerlo de una forma muy precaria para poder solventar los gastos tanto para la manutención de las parroquias como, sobre todo, para su defensa.

Lo que se sabía de las Marianas desde la perspectiva hispano-filipina era tanto la hostilidad de los isleños hacia su presencia como la escasa disponibilidad de recursos. Solo se contaba con pescado, algo que no podía costear las apretadas arcas de la capitanía. Además, se tenía conocimiento de que los nativos solían ganarse la confianza de los misioneros para después asesinarlos, de ahi que originalmente al archipiélago se le conociese hasta ese entonces como las «islas de los Ladrones».

Tanto el arzobispo de Manila, Miguel de Poblete, como el gobernador saliente, Sabiniano Manrique de Lara, y su sucesor, Diego de Salcedo (a cargo de 1663 a 1668), estaban en contra de apoyar ese tipo de campañas misioneras en territorios de los cuales no se podía obtener ningún provecho. Ni que decir tiene de la sociedad manileña, que era reducida y estaba dividida entre los que se dedicaban a las labores comerciales del puerto y las actividades de defensa.

En 1665, con la muerte del rey Felipe IV, se entró en un periodo políticamente complicado al asumir la regencia la reina consorte Mariana de Austria debido a la minoría de edad del príncipe Carlos (quien ascendió formalmente al trono en 1675). Este fue un periodo complicado ante la debilidad política frente a rivales acérrimos como Francia, llegándose a plantear la posibilidad de abandonar las Filipinas.

Sin embargo, la reina Mariana recibió apoyo crucial de su confesor, Juan Everardo Nithard, un jesuita austriaco. Nithard defendió la política providencialista de la monarquía e incentivó la ejecución de proyectos misioneros jesuíticos, incluyendo el de San Vitores. Como resultado, la reina emitió una Real Cédula para oficializar la campaña y asignó 21,000 pesos para financiarla. Este gesto de agradecimiento por parte de los jesuitas llevó al cambio de nombre del archipiélago de Islas de los Ladrones a Marianas.

A pesar del patrocinio real, el gobernador Salcedo se negó a facilitar el transporte a Guam para los misioneros de San Vitores. Como resultado, él, junto con los padres Tomás Cardeñoso y Felipe Sonsón, tuvieron que tomar un barco con dirección a Acapulco, obtener fondos en la Nueva España y regresar con ellos para refundar la misión de Guam.

San Vitores llegó a Acapulco en enero de 1668 y se trasladó a la Ciudad de México para entrevistarse con el virrey Antonio Sebastián de Toledo Molina y Salazar, marqués de Mancera. Este encuentro se logró gracias a la intercesión de su confesor y prefecto del colegio jesuita de San Pedro y San Pablo, Francisco Ximénez, lo cual facilitó que el virrey aceptara darle 10,000 pesos de las Cajas Reales a cuenta del situado de las Filipinas, además de algunos sirvientes y otros donativos.

Con el objetivo logrado y la adhesión de otros 5 misioneros jesuitas, San Vitores regresó embarcándose en Acapulco en marzo para llegar a Guam en junio. Comenzaron las labores tanto de evangelización como de construcción, que se verían reflejadas con la edificación del templo de San Ignacio de Agaña en febrero de 1669. Sin embargo, al mismo tiempo, aumentaba la tensión entre los nativos chamorros, quienes se sintieron molestos por la destrucción de sus ídolos y la prohibición de costumbres como la poligamia.

Así, los micronesios empezaron a cazar a los misioneros jesuitas que llegaban a las diferentes islas, desvaneciéndose la idea de San Vitores de lograr una conversión pacífica. Se vieron obligados a encomendar al gobernador entrante, Manuel de León, que a su paso les dejara algunos hombres y armas para su defensa y solicitara donativos para su manutención.

A pesar de las dificultades que se iban sumando a la presencia jesuita en las Marianas, lograron ganarse el favor popular gracias tanto al trabajo de la Compañía de Jesús para comunicar a su feligresía sus esfuerzos evangelizadores en las islas como al aumento de la devoción hacia el mártir Felipe de Jesús. Las labores de Felipe de Jesús en Filipinas y su martirio en Japón eran motivo de orgullo para la sociedad novohispana.

Con esto, los jesuitas pudieron recaudar las limosnas suficientes para sostener el trabajo de San Vitores en Guam, permitiendo con ello depender menos de la administración filipina. Sin embargo, la población nativa seguía manteniendo su animadversión hacia la presencia de los misioneros en las islas, lo que iba a dificultar su estancia.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Alexandre Coello de la Rosa. El peso de la salvación: Misioneros y procuradores jesuitas de las islas Marianas y la Nueva España (1660-1672), de la revista Historia Mexicana no 71.

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Imagen: Giuseppe Antonelli. Convento de Agaña en la isla de Guam, 1841.

La portentosa vida de la muerte.

La cultura mexicana se ha caracterizado por su peculiar relación con la muerte, la cual suele abordarse con cierta sorna y burla al referirse a ciertas personalidades de la sociedad. Esta actitud tiene raíces tanto en la cultura medieval introducida por los españoles, haciendo referencia al culto que resalta el triunfo de Cristo sobre la muerte con la resurrección, además de generar conciencia sobre la fragilidad de la vida humana y recordar que en cualquier momento se puede morir.

Es bastante difuso cómo se desarrolló la concepción de esta burla a la muerte en la sociedad novohispana. Existen sospechas de que pudieron haber referencias literarias o gráficas a nivel popular en los llamados pasquines. El problema radica en que estas publicaciones se realizaron en papel de mala calidad y la mayoría de ellas desapareció con el tiempo. Además, la existencia de aparatos censores como la Santa Inquisición impidió la supervivencia de materiales que cuestionaran el dogma, sin importar el sentido en que fueran creados.

Sin embargo, a finales del siglo XVIII surge una obra literaria novohispana que presenta referencias a esta cultura asociada a la muerte y al humor con el que se ha abordado este tema.

Es importante recordar que la literatura novohispana se centraba casi exclusivamente en la creación de contenido religioso, con poca presencia de literatura secular que explorara la ficción y se alejara de los temas eclesiásticos. No fue sino hasta finales del siglo XVII y el siglo XVIII que surgieron las primeras novelas en este contexto. Es en este contexto que aparece fray Joaquín Hermenegildo Bolaños, un fraile franciscano michoacano nacido en 1741 y residente en el convento de Guadalupe en Zacatecas. A él se le ocurrió relatar de manera ingeniosa y coloquial las peripecias de la muerte, adaptando las enseñanzas bíblicas. Además, contó con un apartado gráfico para ilustrar cómo imaginaba que sucedieron los hechos (se cree que las ilustraciones podrían haber sido obra del grabador Francisco Agüera).

Esta obra fue impresa en la Ciudad de México alrededor de 1792. Se narró de manera episódica a lo largo de 40 capítulos, detallando el nacimiento, las peripecias y la muerte de la propia muerte. Incluye un supuesto testamento de la muerte, destacando por su narración irreverente sobre el tema, pero manteniendo un tono eclesiástico para evitar la censura de la Inquisición.

Por la manera en que redactó el texto, es evidente que fray Joaquín Bolaños tenía muy presente la forma de predicar surgida de la Contrarreforma del siglo XVI. Atribuyó a la muerte un carácter que oscila entre la benevolencia y la crueldad, con la razón de asegurar en los mortales la obediencia a los mandatos de Dios, dejándoles mensajes moralizantes para su reflexión. En esta obra también se manifiesta el temor hacia la difusión de lo que consideraban ateísmo y el alejamiento de los valores de la cristiandad. Se percibe cierto aire milenarista propio de la orden franciscana, vinculado con el cristianismo primitivo, donde se fomenta el igualitarismo social. Sin embargo, dado que esta idea era perseguida por el clero secular al relacionarla con el protestantismo, Bolaños debió autocensurarse.

Sabemos que Bolaños tuvo actividad misionera en el Reino de Nuevo León y que posiblemente inició la redacción de su novela durante su estancia en Monterrey entre 1784 y 1785. Durante este tiempo, se enfrentó a la tarea de pacificar a los nómadas, a sus ataques a los pueblos y, sobre todo, tuvo que enfrentar la gran sequía que asoló al septentrión. Este podría haber sido el motivo que lo impulsó a iniciar su carrera como literato y a elegir a la muerte como vehículo para transmitir un mensaje propio de los predicadores.

Dada su experiencia en el norte, es plausible que Bolaños haya recurrido a la tradición medieval, donde la presencia de la muerte se manifestaba tanto en lo gráfico como en las conocidas «danzas macabras». Estas danzas cumplían la función de advertir a los vivos sobre la finitud de la vida y la inminencia del Apocalipsis, instándolos a arrepentirse de sus pecados para acceder al paraíso. Como parte de este mensaje y siguiendo el espíritu franciscano, Bolaños imprime en la novela la idea del abandono de las ambiciones y riquezas, consideradas inútiles para el alma. La narrativa refleja cómo la Muerte se encarga de poner fin a las vidas, ya sea de nobles o incluso de la alta jerarquía católica, que solo busca enriquecerse. Asimismo, critica la soberbia con la que el racionalismo y el cientificismo intentan sustituir los valores de la Iglesia.

Todo esto tiene el propósito de recordar el mensaje del fin de los tiempos, evidenciando en el libro cómo se manifiestan las señales de la venida de Cristo y, con ello, también el fin de la existencia de la Muerte. Esto destaca la escasa preparación de la humanidad para enfrentar el Juicio Final.

Esta obra refleja los sentimientos de desasosiego e incertidumbre que se tenían respecto al destino del mundo, especialmente ante los profundos cambios que ocurrían como respuesta a la modernización implementada por los Borbones y su intento de someter a la Iglesia a sus intereses. Bolaños, en este contexto, resucita la idea de la cercanía del Fin del Mundo para guiar a sus lectores hacia un buen comportamiento. Se vale de la ficción, basándose en sus estudios en la Biblia y añadiendo ideas del milenarismo franciscano. Su objetivo es llamar a los creyentes a llevar vidas austeras, utilizando a una Muerte sin formalidades para hacer sentir la amenaza de manera más cercana al lector.

No se sabe con certeza si este manejo coloquial de la muerte proviene de la vida cotidiana novohispana o del impacto que tuvo la obra en la sociedad. Sin embargo, aquí se vislumbra un posible antecedente de esta costumbre literaria que se volvería muy popular en el siglo XIX y que inspiraría la exploración de la muerte a través de la comedia, como se observa en las famosas calaveras literarias que aparecen cada año a principios de noviembre.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Mercedes Serna Arnaiz. La portentosa vida de la muerte, de fray Joaquín Bolaños: un texto apocalíptico y milenarista, de la Revista de Indias, vol. LXXVII, núm. 269.

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Imagen: Grabados del libro «La portentosa vida de la muerte», 1792

La llegada de las ordenes de monjas novohispanas.

Desde la conquista española y de forma más limitada durante el siglo XX, los conventos de monjas han desempeñado un papel crucial como medio de conexión entre la sociedad y el clero. Estos conventos han otorgado a las mujeres cierto nivel de participación en los procesos de dirección de las devociones religiosas de la población, lo que se ha traducido en la prestación de servicios caritativos a las clases menos privilegiadas.

De esta manera, los conventos han proporcionado a las mujeres un papel activo en la sociedad. Por ejemplo, en el caso de los potentados novohispanos, para ganar el prestigio de sus familias y ser considerados como piadosos y devotos, a menudo ofrecían generosas limosnas para mantener los conventos o enviaban a sus hijas a profesar como monjas, cubriendo la dote como «novias de Cristo» para formalizar su vida como novicias.

Los recursos obtenidos tanto a través de las limosnas como de las dotes no solo se destinaban al sustento de las monjas, sino que también se utilizaban para financiar programas educativos como la enseñanza de primeras letras y catecismo para mujeres, así como para proporcionar servicios hospitalarios. Además, estos recursos se empleaban para financiar la formación y consagración de mujeres con vocación religiosa que carecían de los medios económicos para costearlo por sí mismas.

Siendo la primera orden en llegar a la Nueva España, los franciscanos organizaron el proceso de integración de las mujeres a la vida religiosa, junto con la tarea de la evangelización. Esto se llevó a cabo mediante la formación de congregaciones de laicas a través de las segundas y terceras órdenes, donde los frailes ejercían como guías espirituales para hijas de conquistadores o de la nobleza indígena.

Para consolidar el modelo monacal, se siguieron las directrices establecidas en el Concilio de Trento, que requerían que las órdenes guardaran los votos de clausura absoluta y obligatoria para mantener un estilo de vida contemplativo. Sin embargo, también se permitió que ciertas congregaciones mantuvieran cierto contacto con la sociedad o encontraran formas de sustento a través de la producción de bienes.

El modelo monacal tuvo tanto éxito que hacia finales del siglo XVIII se contabilizaban alrededor de medio centenar de conventos en la Nueva España, destinados a atender a diferentes sectores sociales. Además de la presencia de clarisas como una rama de la Orden de San Francisco, también había dominicas, carmelitas y jerónimas, cada una con diferencias profundas en cuanto a las actividades doctrinales y las funciones que desempeñaban ante la sociedad.

Una de las particularidades del establecimiento de las órdenes monásticas femeninas en la Nueva España es que no surgió por iniciativa de las órdenes mendicantes, sino que fue impulsada por mujeres de las primeras generaciones coloniales que se encontraban marginadas de la sociedad, como viudas, doncellas y huérfanas españolas. Para estas mujeres, ingresar a un convento representaba una forma de encontrar protección social y espiritual, y el clero vio en esto una oportunidad para ayudarlas.

El primer sistema de organización confesional para las mujeres fue a través de los beaterios, donde las «beatas» o beguinas eran laicas que asumían votos y compromisos religiosos bajo la supervisión de un sacerdote o fraile. Este sistema de beaterios persistió incluso después del establecimiento de los monasterios, sirviendo como alternativa para mujeres muy pobres. A partir de los beaterios, surgieron las clarisas, las concepcionistas y las dominicas, mientras que en el siglo XVII llegaron las carmelitas descalzas y las agustinas.

Por ejemplo, el Convento de la Concepción en la Ciudad de México se estableció a partir del beaterio de la Madre de Dios, las carmelitas descalzas del beaterio de San Nicasio y las dominicas de Santa Catalina del beaterio de Nuestra Señora de Santa Ana. Estos beaterios incentivaron la llegada de monjas profesas, invitadas por las mismas beatas debido a la afinidad que sentían hacia determinadas órdenes.

La fundación de un nuevo convento conllevaba todo un ritual, que comenzaba con la invitación de la comunidad solicitante a los monasterios matrices. Estos enviaban una primera generación de hermanas, que llevaban un velo negro hasta llegar a su nuevo hogar. Estas hermanas debían establecer tanto las reglas de su propia orden adaptándolas al lugar, como el establecimiento del coro.

En algunos casos, las monjas que salían del convento para fundar otro cambiaban de orden en el nuevo, un proceso que requería la aprobación papal.

Una de las preocupaciones de las monjas era proporcionar protección a las mujeres desamparadas de las comunidades donde se establecían. Para ello, implementaban programas de reclusión forzosa para las recogidas de casadas, «perdidas» y «arrepentidas», transformándolos en conventos o colegios monacales. También se encargaban de integrar a la vida religiosa los beaterios que se encontraban en las poblaciones, con el objetivo de convertir a las beatas en religiosas. Sin embargo, muchas veces estas últimas se negaban y preferían mantener su vida «laica».

El primer convento de monjas en la Nueva España fue el de la Purísima Concepción, fundado bajo la iniciativa del obispo fray Juan de Zumárraga en 1540. Sin embargo, su reconocimiento tanto ante la ley como ante el rey no se produjo hasta 1567. Desde entonces y hasta 1633, se fomentó la fundación de nuevos monasterios en la Nueva España, llegando a un total de 30, que representaban más de la mitad de los conventos fundados en ese período.

La necesidad de establecer comunidades monásticas se debió a la consolidación de la población virreinal en las ciudades, que crecía tanto de forma natural como por la llegada de migrantes. Además, existía un fervor devocional hacia Santa Teresa de Ávila, cuya devoción fue aprobada por Roma a pesar de su temprana muerte en 1582. Esto fue un reflejo de la consolidación de la influencia cultural española en las Indias.

Las comunidades monacales se concentraron principalmente en las grandes ciudades, siendo la Ciudad de México y Puebla las que albergaban la mayoría. Otras ciudades como Guadalajara, Oaxaca, Valladolid, Querétaro, Mérida, San Cristóbal de las Casas y Atlixco solo fundaron un convento cada una. Las órdenes más numerosas fueron las concepcionistas con 13 conventos, seguidas de las clarisas con 5, las dominicas con 6, las jerónimas descalzas con 3 y las carmelitas descalzas con 1.

El auge de las comunidades monacales llegó a su fin con la llegada del virrey-obispo Juan Palafox y Mendoza en 1641, quien aceleró la secularización del clero y asumió la administración de los recursos de los conventos bajo el episcopado.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura

Federico Flores Pérez

Bibliografía: Rosalva Loreto López. Hermanas en Cristo. Balances, aproximaciones y problemáticas del monacato novohispano, del libro Mujeres en la Nueva España.    

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Imagen:

  • Izquierda: Convento de la Purisima Concepcion, Ciudad de Mexico, siglo XVI.
  • Derecha: Anónimo. Monja capuchina leyendo a un nativo, siglo XVIII.

La construcción de la narrativa de Cuauhtémoc.

A lo largo del tiempo, las narraciones sobre ciertos eventos adquieren diferentes significados según los intereses de la época, ya sea exaltando episodios o personajes específicos por el significado que se les atribuye. En el caso de México, uno de los temas centrales es la Conquista de Tenochtitlan, cuyo simbolismo ha variado desde la celebración por la integración al mundo occidental hasta la condena por la destrucción de la civilización indígena.

Uno de los personajes que se ha convertido en un héroe del nacionalismo mexicano es Cuauhtémoc, el último tlatoani de la Triple Alianza. A él le tocó liderar la resistencia contra las tropas hispanas y sus aliados indígenas, comandadas por Hernán Cortés. Cuauhtémoc se encontró acorralado en Tlatelolco y trató de escapar con una comitiva en secreto, pero fue descubierto por un bergantín que lo capturó. Fue martirizado para que confesara dónde estaba el tesoro real y finalmente fue ahorcado en un proceso polémico durante el viaje de Cortés a las Hibueras.

La construcción de la identidad de Cuauhtémoc comenzó con las primeras narraciones, que varían en cuanto a su edad. Algunas lo presentan como un joven príncipe de 17 o 18 años, sobrino de Moctezuma Xocoyotzin, como lo menciona la crónica de Francisco de Aguilar. Por otro lado, Bernal Díaz del Castillo lo describe con 25 o 26 años. Cabe destacar que ambos estuvieron presentes en los hechos, por lo que diferentes escritores eligen la fuente que mejor les conviene y ofrecen distintas versiones. Por ejemplo, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl apuesta por la imagen del príncipe adolescente, mientras que Antonio de Solís se inclina por la versión de Díaz del Castillo.

Con el paso del tiempo, la identidad criolla novohispana se fortalece y comienza a asociarse más con el bando indígena que con el de los conquistadores (aunque los frailes evangelizadores siguen siendo vistos como los salvadores de los indígenas). En consecuencia, las nuevas narraciones le otorgan a Cuauhtémoc virtudes y hazañas para enaltecer esta visión heroica y trágica de su vida. Este fenómeno se acentúa con la llegada de la independencia, donde se resalta la asociación nacionalista con el devenir de los mexicas, y por ende, sus líderes son considerados héroes. Tanto liberales como conservadores recibieron con agrado la versión ofrecida por el historiador estadounidense William Prescott en su «Historia de la Conquista de México», quien retrata a Cuauhtémoc como un gran guerrero y lo asocia a la relación que tuvo Aníbal con los romanos.

Con el transcurso de los años, esta actitud se radicaliza hacia una posición más extrema, presentando a Cuauhtémoc como el defensor de los valores de la mexicanidad frente a los invasores extranjeros. Para los liberales, exaltar las figuras de aquellos que enfrentaron a los españoles, como Cuitláhuac, Cacama y Coanacoch, se convirtió en una forma de enaltecer la valentía originaria. Incluso se incluiría en este relato patrio a aquellos que fueron contrarios a los mexicas, como Xicoténcatl el Joven o el mítico Tlahuicole, quienes servían como ejemplo de valentía ancestral.

El episodio de la huida sucedida cuando Tlatelolco estaba casi tomada fue relatado por el religioso Francisco López de Gómara, cuya obra es polémica porque nunca viajó a las Indias, pero sí conoció a muchos de los conquistadores de México, como el propio Cortés, y basándose en ello hizo su versión de la conquista. En su relato, destaca la fascinación causada por la huida y captura de Cuauhtémoc, a quien ve como parte de un estratega cuyo objetivo era continuar la guerra.

Mientras que Francisco de Aguilar señala que Cuauhtémoc fue capturado en una canoa pequeña con un remero, Gómara magnifica la escena, presentando a una gran comitiva capturada por el bergantín al mando de García Holguín. Además, Gómara describe al joven tlatoani en una actitud de resistencia, hasta que se da cuenta de lo bien armada que iba la embarcación y decide rendirse, una versión que también comparte Bernal Díaz del Castillo.

Todo esto se adereza con el tormento infligido a Cuauhtémoc para que revelara la ubicación del tesoro. Gómara escribe que cuando le quemaron los pies y le preguntaron por el tesoro, Cuauhtémoc respondió: «¿Estoy yo en algún deleite o baño?» Esta frase fue retomada en 1870 por el escritor y político Eligio Ancona en su novela «Los Mártires del Anáhuac», transformándola en «¿Estoy yo acaso en un lecho de rosas?»

Los cultos patrios en torno a los «héroes prehispánicos» jugaron un papel fundamental en el contexto del siglo XIX para ayudar a forjar la identidad nacionalista, especialmente en las primeras décadas, cuando el país enfrentaba varias invasiones extranjeras. La figura de Cuauhtémoc sirvió para infundir en los mexicanos que lucharon contra estadounidenses, franceses y españoles el espíritu de resistencia y la disposición para dar la vida por la patria.

El éxito de la facción liberal en la lucha contra los conservadores y en la derrota de la intervención francesa fortaleció la visión indigenista en la sociedad. Mientras tanto, figuras como Cortés y La Malinche fueron vistas como representantes de la facción derrotada, que simbolizaba a los extranjeros y a los traidores. La nación moderna emergente, victoriosa, pudo enorgullecerse de haber vengado a Cuauhtémoc y a los mexicas.

Este discurso se consolidó durante el Porfiriato, un período en el que finalmente llegó la ansiada «paz», lo que permitió al Estado consolidar el discurso nacionalista. Una de las grandes obras de este período fue el «Monumento a Cuauhtémoc» de 1887, creado por el escultor Miguel Noreña y el ingeniero Francisco M. Jiménez. Esta obra combinó elementos grecorromanos del legado clásico de la Academia de San Carlos con uno de los primeros ejemplos de arte «neoindigenista», inspirado en el arte prehispánico.

La exaltación de estos valores patrios realizada a finales del siglo XIX tenía como objetivo no solo educar al pueblo, que se encontraba en un proceso lento de instrucción, sino también enaltecer al régimen y al presidente Díaz. Se intentó vincular directamente a Díaz con Cuauhtémoc al distribuir biografías tanto del líder indígena como del general, para afianzar la idea de su papel como defensores de la «patria». Sin embargo, esta actitud fue observada por los medios críticos, como «El Hijo del Ahuizote», que en su caricatura «Una fiesta a Cuauhtémoc» expuso cómo toda esta parafernalia era simplemente una excusa para fortalecer el culto al presidente, construyendo la imagen oficialista de que el Estado era el heredero de la resistencia mexica, de Hidalgo y Juárez, y donde el general Díaz sería el heredero de la voluntad patria.

Esto contribuyó a que la figura de Cuauhtémoc trascendiera al régimen porfirista, al quedar definitivamente fijada como héroe en la sociedad. Su culto continuaría a través del aparato político del régimen revolucionario, impulsando la propaganda con su imagen e incluso inventando la supuesta tumba de Ixcateopan y su relato para dar mayor veracidad a las construcciones ideológicas realizadas en ese tiempo.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía:

  • Citlali Salazar Torres. En consecuencia, con la imagen. La imagen de un héroe y monumento: Cuauhtémoc, 1887-1913.
  • Guy Rozat Dupeyron. Cuauhtémoc. Tan cerca y tan lejos, de la revista Relatos e historias en México no. 48.

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Imagen:

  • Izquierda: S/D. Monumento a Cuauhtémoc, Miguel Noreña y Francisco M. Jiménez, hacia 1915.
  • Derecha: Joaquin Ramirez, La rendicion de Cuauhtémoc, 1892.