Los sectores conservadores ante la década de los 70.

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En la década de los setenta, con la llegada de Luis Echeverría a la presidencia, se evidenciaron los límites del modelo del «desarrollo estabilizador», el cual había generado una concentración de la riqueza en una minoría mientras gran parte de la población se encontraba en la miseria y sin oportunidades. Para abordar esta situación, Echeverría propuso un enfoque de «desarrollo compartido» que buscaba una mayor redistribución de la riqueza para reactivar la economía y brindar oportunidades más amplias a la sociedad.

Sin embargo, factores globales, como la falta de demanda por las exportaciones mexicanas, contribuyeron a que la deuda acumulada en administraciones anteriores se convirtiera en un problema, aumentara la inflación y se volviera insostenible mantener la cotización fija del dólar. En este contexto, Echeverría se enfrentó a desafíos económicos significativos.

En cuanto a la democratización y apertura política, Echeverría inicialmente mostró disposición a permitir una mayor participación de otras agrupaciones políticas, como una forma de distanciarse de los eventos de 1968. Sin embargo, también se vio envuelto en acciones autoritarias, como la represión ejercida por los «Halcones» contra manifestaciones estudiantiles en 1971, así como en la llamada «guerra sucia» contra grupos de izquierda radicalizados, lo que generó controversia y críticas hacia su gobierno.

Dentro de las agrupaciones conservadoras, la Iglesia en México experimentó un período de reconfiguración de alianzas y estrategias para defender sus intereses ante el gobierno de Luis Echeverría. Esto condujo a la formación de tres facciones con diferentes posturas sobre la relación entre la Iglesia y el Estado. La primera facción abogaba por mantener el estatus quo, confiando en que la apertura política de Echeverría permitiría mantener una relación favorable para la Iglesia. La segunda facción buscaba una mayor participación del clero en la solución de problemas sociales, al tiempo que fortalecía su labor pastoral. La tercera facción, la más numerosa y con influencia en la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), abogaba por romper esta relación con el Estado y recuperar la autonomía de la Iglesia en la toma de decisiones.

Este cambio de postura se vio motivado por políticas gubernamentales que fueron percibidas como contrarias a la moral cristiana, como programas de planificación familiar, la inclusión de temas controversiales en los libros de texto gratuitos (como sexualidad, teoría de la evolución y sistemas socialistas), lo cual generó descontento entre los sectores conservadores de la sociedad. Este malestar se intensificó con el asesinato de dos líderes de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM) en noviembre de 1975, lo que exacerbó la animadversión hacia el gobierno y fortaleció la postura de la facción más crítica hacia la relación Iglesia-Estado.

En la década de 1970, la Iglesia católica enfrentó el desafío de la creciente diversificación religiosa en México, con la presencia en aumento de iglesias protestantes, el ateísmo y otras denominaciones. Este fenómeno fue especialmente notable en el sureste del país, donde el catolicismo comenzó a perder terreno, especialmente en regiones como Chiapas y Tabasco, donde aún mantenía una mayoría, pero con un porcentaje menor que en décadas anteriores.

Paralelamente, la administración de Luis Echeverría buscaba implementar reformas para una mayor redistribución de la riqueza, incluyendo una reforma fiscal que afectaría a los grandes empresarios, quienes vieron estas medidas como un ataque a la libertad de negocios y propiedad privada. Este descontento llevó a un distanciamiento creciente entre el sector empresarial y el gobierno, con actores como el Grupo Monterrey y la COPARMEX adoptando posturas más beligerantes, e incluso asociándose con la extrema derecha estadounidense a través de iniciativas como el Memorando Powell, que buscaba defender sus intereses mediante la formación de cuadros sociales.

Sin embargo, lo que marcó un punto de quiebre en la relación entre el gobierno y el sector empresarial fue la serie de asesinatos de empresarios prominentes como Eugenio Garza Sada y Fernando Aranguren, perpetrados por grupos socialistas radicales como la Liga 23 de Septiembre. Estos actos violentos proporcionaron a los empresarios argumentos sólidos para criticar al gobierno federal, acusándolo de fomentar ideologías socialistas y de no garantizar la seguridad de los ciudadanos y sus propiedades.

El surgimiento del Consejo Coordinador Empresarial (CCE) en mayo de 1975 marcó un punto crucial en la relación entre el gobierno y las agrupaciones empresariales en México. Esta unión se formó en respuesta a las políticas gubernamentales que afectaban los intereses económicos de los empresarios, especialmente en situaciones como las invasiones de tierras en el Valle del Río Yaqui en Sonora, donde campesinos alentados por el gobierno se apropiaban de terrenos, generando conflictos con los propietarios.

La crisis económica que se acentuó hacia el final del gobierno de Echeverría en 1976, con la devaluación del peso después de décadas de estabilidad, fue un golpe significativo para los empresarios. Esta situación llevó a una fuga de capitales mientras buscaban salvaguardar el valor de sus inversiones ante la incertidumbre económica.

En este contexto, el presidente Echeverría tomó medidas controvertidas el 17 de noviembre de 1976 al expropiar grandes extensiones de tierras en los valles del Río Yaqui y Mayo, así como agostaderos en otros municipios de Sonora. Esta acción fue interpretada como un castigo hacia los empresarios que habían mostrado desconfianza en las políticas económicas del gobierno y habían buscado proteger sus activos financieros.

Los Sinarquistas, un grupo radical y marginado dentro de los conservadores, intentaron reconstituirse políticamente bajo el liderazgo de Ignacio González Gollaz. Buscaron posicionarse como una alternativa real para el destino del país y se aliaron con el PAN en las elecciones de 1970, respaldando la candidatura de Efraín González Morfín como enlace con los sectores populares.

Después de las elecciones, los Sinarquistas intentaron nuevamente formar un partido propio, creando el Partido Democrático Mexicano en 1971. Sin embargo, no lograron cumplir con los requisitos de la nueva Ley Federal Electoral al no realizar las asambleas constitutivas necesarias. Aunque tuvieron cierta presencia en estados como Guanajuato, Michoacán, Jalisco, Querétaro y San Luis Potosí, su posición radical limitó su alcance en la sociedad. Los sectores populares conservadores también estaban en declive con el tiempo, lo que dificultó el avance de los Sinarquistas.

Finalmente, el registro del Partido Democrático Mexicano se logró de manera condicionada por parte de la Secretaría de Gobernación en 1978, marcando un hito para los Sinarquistas aunque con limitaciones significativas.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Tania Hernández Vicencio. Tras las huellas de la derecha. El PAN, 1939-2000.

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La dinámica del PAN en la sociedad de los 60.

Imagen: El Presidente Luis Echeverría Álvarez (al centro, con lentes) asistió a los servicios fúnebres del empresario Eugenio Garza Sada, septiembre de 1973. Fuente: https://www.elnorte.com/deja-luis-echeverria-huella-oscura-en-nl/ar2434381

El sitio de Guadalajara y la batalla de Calpulalpan, la derrota conservadora

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Por segunda vez durante la Guerra de Reforma, la ciudad de Guadalajara se convirtió en un campo de batalla entre liberales y conservadores a finales de septiembre y principios de octubre de 1860. Esta vez, los conservadores se habían atrincherado en la ciudad bajo el mando del general Severo Castillo, mientras que los liberales, inicialmente liderados por Jesús González Ortega y posteriormente reemplazado por Ignacio Zaragoza, tenían la misión de tomarla.

Sin embargo, se enfrentaban a la dificultad de la pronta llegada de refuerzos conservadores liderados por Leonardo Márquez y Tomás Mejía, quienes contaban con una fuerza de 4,300 hombres y estaban financiados con $200,000 pesos obtenidos de préstamos forzosos durante su victoriosa campaña por el Bajío. Zaragoza se vio presionado por el tiempo y decidió tomar Guadalajara a toda costa, a pesar de que las tropas conservadoras rondaban los 6,000 efectivos, cuyas fuerzas se veían mermadas por la falta de recursos.

Así, en la mañana del 29 de octubre, Zaragoza inició el asalto, desencadenando una batalla cruenta y sin cuartel que dejó la ciudad en ruinas y ninguno de los bandos se proclamaba como vencedor después de 14 horas de combate continuo, dejando exhaustas a ambas fuerzas.

A pesar de haber quedado igualados, la situación en el bando conservador estaba siendo más apremiante al quedarse sin dinero y sin parque. Por lo tanto, Castillo decide iniciar conversaciones con el general liberal Manuel Doblado, algo a lo que Zaragoza no se opuso, ya que esto le permitió preparar los morteros y continuar con el bombardeo al día siguiente. La reunión resultó en un armisticio de 15 días, durante los cuales las fuerzas conservadoras defensoras de Guadalajara no podían abrir fuego contra las tropas liberales. Esto permitió a Zaragoza concentrarse en atacar a Márquez, quien se encontraba en Zapotlanejo, a 34 km de la ciudad.

Para enfrentarlo, Zaragoza comisionó al general Nicolás Regules para perseguirlo y enfrentarlo en las Lomas de Calderón el 1ro de noviembre. La batalla se desencadenó después de que Márquez atacara como represalia contra Zaragoza por negarse a negociar, pero no pudo hacer frente a las tropas liberales y se dio a la fuga. Cerca de 3,000 soldados conservadores fueron capturados en la huida.

Como consecuencia de la derrota de Márquez, el general Castillo decide seguir sus pasos y abandona Guadalajara el 3 de noviembre, lo que representó una derrota decisiva para los conservadores al dejar en manos de los liberales los puntos más importantes del Occidente. Esto permitió a los liberales recuperar el Bajío y comenzar a prepararse, tanto comprando armamento a Estados Unidos como obteniéndolo de la ferrería de Tula. Reunieron una fuerza de 30,000 soldados y 180 cañones para dirigirse hacia la Ciudad de México.

Para finales de octubre, Miguel Miramón sabía que la causa conservadora estaba en desventaja. Un golpe moral fue el retiro de la legación británica, la cual desconoció su gobierno y se instaló en Xalapa. Ante esta situación, Miramón decide vender mobiliario y propiedades para pagar deudas y costear su huida a Europa junto con su familia. Una vez recibida la noticia de la toma de Guadalajara y la derrota de Márquez, Miramón declara el estado de sitio en la capital el 13 de noviembre y vuelve a imponer un préstamo forzoso de $300,000 pesos. Además, ordena a Márquez incautar los bonos de la legación británica por un valor de $660,000 pesos. Emitió una proclama donde admitía la situación crítica y preparaba a los capitalinos para la batalla.

La campaña final de los liberales contra los conservadores comenzó con una victoria para las tropas de Miramón en Toluca el 9 de diciembre, donde capturaron valiosos prisioneros como los generales Santos Degollado y Felipe Berriozábal, lo que les dio impulso para enfrentarse a las tropas de González Ortega, que habían tomado posiciones en la loma de San Miguelito en Calpulalpan con una fuerza de 16,000 hombres.

El día 21, Miramón llegó con la plana mayor de los comandantes conservadores, incluyendo a Márquez, Mejía, Marcelino Cobos y Miguel Negrete, para intentar infligir una derrota milagrosa utilizando los talentos del ejército federal. Esto marcó el inicio de la batalla de Calpulalpan el 22 de diciembre. Miramón decidió atacar el flanco izquierdo de las tropas de González Ortega, conformadas por la división de Michoacán. Sin embargo, tanto él como Zaragoza anticiparon su estrategia y enviaron a las fuerzas del general Regules a resistir el embate con las brigadas de Jalisco y San Luis Potosí. La estrategia de Miramón falló, y fue el turno de González Ortega de atacar a Miramón con las divisiones de Zacatecas y Guanajuato, con el apoyo del fuego de 30 cañones, resistiendo los conservadores durante cerca de una hora.

El ejército conservador finalmente sucumbe al ataque de González Ortega. Aunque tuvieron un breve momento de esperanza con la carga de caballería comandada por Joaquín Miramón (hermano de Miguel), no fue suficiente para cambiar el curso de la batalla. Poco a poco, los soldados conservadores se rinden y algunos cambian de bando, mientras que otros caen prisioneros. Miramón logra escapar de la batalla y se refugia en la Ciudad de México para preparar a su familia para su partida hacia Cuba. Él mismo encuentra refugio en la embajada española y deja la capital el 1 de enero de 1861. Las tropas de González Ortega entran en la ciudad el 25 de diciembre.

A partir del 1 de enero, se inician los festejos generalizados por parte de los liberales en todas las ciudades en celebración de su victoria. Se restaura el gobierno de la Constitución de 1857, y se consolida con el regreso del presidente Benito Juárez al Palacio Nacional el 11 de enero. Así, se pone fin a una guerra cruenta de tres años donde los mexicanos quedaron divididos en bandos irreconciliables. Sin embargo, pasarían algunos años más para la derrota final de los conservadores.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Will Fowler, La Guerra de Tres Años, el conflicto del que nació el estado laico, 1857-1861.

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Imagen: Casimiro Castro. Batalla de San Miguel Calpulalpan, decada de 1860.

La posición política del PAN en las elecciones de 1958.

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Durante la primera mitad del siglo XX, el activismo político cristiano cambió sus objetivos para seguir rigiéndose bajo dos documentos papales: la encíclica Rerum Novarum de León XIII de 1891 y la Quadragesimo Anno de Pío XI de 1931. Estos documentos llamaron a un acercamiento del clero a los sectores populares y a aplicar las enseñanzas del Evangelio para enfrentar las ideologías que influían en la causa obrera, como el socialismo y el anarquismo.

Con estas bases ideológicas, sumadas a los cambios en el pensamiento político como consecuencia del nuevo orden que trajo la Segunda Guerra Mundial, se conformó la llamada Democracia Cristiana en 1945. Esta nueva corriente se alejó de los intereses del alto clero para enfocarse en la resolución de los problemas de desigualdad social, asegurando así una importante base laborista en sus filas para defender al individuo y los derechos humanos.

La DC tenía afinidad tanto con algunas doctrinas del liberalismo como del socialismo. Por ejemplo, se respaldaba en el «personalismo», donde se reconocen todas las dimensiones del ser humano y su dignidad como respuesta a la visión antropocéntrica y secular del liberalismo. También tenía una orientación «comunitarista», donde la colectividad debe ponerse al servicio de todos sin anteponer a ningún grupo social sobre otro o reivindicar el poder del Estado, sino usar un criterio solidarista y pluralista donde tanto la Iglesia católica como las protestantes tenían su lugar.

Dentro de la derecha mexicana que se congregaba en las estructuras del PAN, el sector juvenil estaba atento a seguir los planteamientos surgidos de la DC, siendo uno de sus impulsores Hugo Gutiérrez Vega y otros líderes que criticaron el desempeño e ideas de los fundadores del partido, y pretendían actualizarlo según las circunstancias ideológicas contemporáneas. Este intento por modernizar al partido tuvo una respuesta negativa por parte de su fundador, Manuel Gómez Morin, quien criticó la posición de la DC sobre la participación de las instituciones religiosas en la resolución de problemas sociales. Gómez Morin reivindicaba la separación de la Iglesia y el Estado, argumentando que los planteamientos de la DC eran totalmente ajenos a la realidad nacional. Consideraba que el planteamiento político del PAN era la única respuesta adecuada desde el ámbito de la derecha.

La insistencia de Gómez Morin en seguir una línea institucional del partido generó una importante oposición a su liderazgo, encabezada por el grupo empresarial regiomontano y algunos partidarios de la DC. Muchos de sus seguidores, como Gutiérrez Vega, renunciaron al partido al percibir que la posición liberal de la dirigencia iba en contra del contexto de la época, donde movimientos sociales como la Revolución Cubana estaban ocurriendo y se alentaba la lucha sindical.

Para ese entonces, el PAN había reafirmado su posición de combatir al gobierno como un aparato autoritario, enarbolando tanto valores democráticos como éticos proporcionados por la religión. Esto se observa durante las dirigencias de Juan Gutiérrez Lascuráin de 1949 a 1956, Alfonso Ituarte Servín de 1956 a 1959 y José González Torres de 1959 a 1962, quienes provenían de asociaciones juveniles católicas como la ACJM y la ACM.

Mientras Gutiérrez Lascuráin mantenía una línea en concordancia con el pensamiento secular de Gómez Morin, tanto Ituarte Servín como González Torres estaban más en sintonía con las necesidades políticas de la Iglesia. En esta etapa, el partido se fortaleció mediante las asociaciones católicas en el país, lo que alejó al sector empresarial del partido y fortaleció la posición del PRI. El gobierno de Adolfo Ruiz Cortines ofreció garantías para la permanencia de su inversión, lo que atrajo a militantes radicales como los sinarquistas al PAN. Estos abandonaron el fallido PNM para buscar suerte en el PAN, imprimiéndole un tono radical con su agenda anticomunista, confesional e hispanista. Esto permitió que el partido ganara bases populares en estados donde el sinarquismo era fuerte, como en la región del Bajío.

A mediados de los años 50, el partido vivía un período de debate entre dos corrientes de pensamiento: una buscaba influir en la toma de decisiones de la presidencia, mientras que la otra pretendía redefinir el proyecto del partido y velar por la formación de la educación cívica de los mexicanos. En ambas posturas, los jóvenes jugaron un papel importante en las definiciones del partido, influyendo en la elección de Luis H. Álvarez como su candidato en las elecciones de 1958.

Durante su campaña electoral, Álvarez intentó presentarse como una verdadera alternativa al partido en el poder, respaldado por agrupaciones católicas que le proporcionaron apoyo propagandístico. Estas agrupaciones dieron voz a las quejas sobre el autoritarismo del PRI y el sistema de poder, destacando a los líderes juveniles como proponentes de la inclusión de la DC en la estructura ideológica del partido. Sin embargo, no pudieron revertir la situación donde el oficialismo demostró su poderío social, y las bases del panismo reivindicaron la orientación laica del partido en lugar de integrar los principios demócratas cristianos.

Ante esta situación, los partidarios de Álvarez intentaron fundar su propio partido llamado Movimiento Demócrata Cristiano, pero solo duraría unos meses debido a la falta de apoyo para sustentarlo a futuro.

Con la llegada de Adolfo López Mateos a la presidencia, se observó un deterioro rápido de la situación económica, donde el gobierno se endeudaba con préstamos extranjeros para compensar los ingresos de las exportaciones y financiar así las obras públicas. El objetivo era mantener la inversión del sector privado. Esta crisis se manifestó con la inconformidad de sectores sindicales y agraristas, como los ferrocarrileros, los maestros, los telegrafistas y el movimiento guerrillero de Rubén Jaramillo. Todos estos movimientos fueron reprimidos por la acción del entonces Secretario de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz, quien se encargó de perseguir a los líderes de los movimientos, encarcelándolos o, en el caso de Jaramillo, ejecutándolos.

Sin duda, lo que representó un cisma en el contexto geopolítico fue la asociación de la Revolución Cubana con el comunismo y la presencia de grupos guerrilleros tanto en Colombia como en Venezuela, que se vieron motivados por el triunfo de Fidel Castro. Esto se convirtió en una amenaza para Estados Unidos, especialmente cuando estalló la «Crisis de los Misiles». Ante esta situación, el PAN tuvo que ofrecer una respuesta en su papel de partido opositor.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Tania Hernández Vicencio. Tras las huellas de la derecha. El PAN, 1939-2000.

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Imagen: S/D. Luis H. Alvarez durante su campaña presidencial, 1958.

El nacimiento del estado de Morelos.

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A la llegada del emperador Maximiliano a mediados de 1864, se intentó establecer un nuevo orden territorial para poner fin a la anarquía que se había vuelto endémica en el país. El objetivo era eliminar algunas estructuras territoriales heredadas del virreinato que resultaban insuficientes para las necesidades políticas y poblacionales de la época. Para lograr esto, Maximiliano designó al sabio Manuel Orozco y Berra para llevar a cabo esta tarea. Orozco y Berra basó su trabajo en factores naturales, así como en el potencial poblacional y económico de cada región. Esto resultó en la división del país en 50 distritos más pequeños, creando territorios más manejables que los estados anteriores, que no podían ser administrados de manera eficiente.

Un ejemplo de esta reorganización ocurrió en el sur del Estado de México, donde los distritos de Cuernavaca y Cuautla se quejaban de la ineficiencia del gobierno de Toluca para atender sus necesidades. Estos distritos buscaron separarse, ya sea uniéndose al naciente estado de Guerrero, gracias a la influencia política de Juan Álvarez en la región, o estableciendo un estado propio, como lo proponían los hacendados azucareros, quienes no estaban dispuestos a seguir bajo el dominio del antiguo caudillo.

La propuesta de Orozco y Berra para resolver el problema de una nueva entidad política estaba en consonancia con la propuesta conservadora. Esta propuesta implicaba la incorporación, además de Cuernavaca y Cuautla, de los distritos de Taxco e Iguala del norte de Guerrero, dando lugar al llamado «Departamento de Iturbide». A diferencia de las expectativas de los hacendados de establecer la capital en Cuernavaca, el edicto imperial designó a Taxco como la capital del departamento.

El territorio designado para el Departamento de Iturbide tenía una población de 157,619 habitantes, de los cuales Taxco contaba con 5,000. Esto fue contrario a las preferencias del emperador, quien tenía una afinidad por Cuernavaca, convirtiéndola en su destino favorito para pasar el tiempo, como lo demuestran las referencias a sus visitas al Jardín Borda y su casa de campo en la Villa de Olindo.

Sin embargo, al igual que durante la Guerra de Reforma, estos territorios no lograron mantener una estabilidad administrativa debido a los constantes conflictos y enfrentamientos entre los bandos. Como resultado, en realidad existían dos gobiernos que asumían funciones cuando las tropas estaban presentes en la población: la administración imperial y la republicana, esta última asignada al territorio del Tercer Distrito Militar.

Hasta el momento, no se ha llevado a cabo suficiente investigación historiográfica para comprender completamente los movimientos de ambos bandos durante este período. Aunque el Tercer Distrito mantuvo su carácter itinerante para evitar caer en manos de los imperialistas, inicialmente siguieron el patrón de los caudillos conservadores al establecerse en Cuernavaca. Sin embargo, a partir de 1865, se vieron obligados a trasladarse a Taxco. Esta situación persistió hasta la primera mitad de 1867, cuando los republicanos lograron la victoria.

Bajo el régimen imperial, se restableció la figura conservadora de los prefectos y subprefectos, que habían sido eliminados por la Constitución estatal de 1861. Estos funcionarios tenían la tarea de liderar los esfuerzos para el desarrollo económico de sus regiones, respaldados por un Consejo de Gobierno Departamental. Este consejo estaba integrado por un funcionario judicial, un administrador de rentas, un propietario agricultor, un comerciante y un minero o industrial.

Además, se establecieron las figuras de los comisarios imperiales y los visitadores para salvaguardar la justicia en el interior. Su función era vigilar las actividades de los funcionarios públicos de los departamentos. Sin embargo, en la práctica, estos comisarios y visitadores también fueron propensos a cometer abusos, caer en la corrupción y no cumplir con sus responsabilidades.

En el ámbito militar, el imperio se dividió en tres distritos militares para hacer frente a la resistencia republicana. Estos distritos estaban asignados a diferentes generales y militares leales al emperador. El distrito al que le correspondía el Departamento de Iturbide se compartía con el Valle de México, Toluca, Guerrero, Acapulco, Michoacán, Tula y Tulancingo, teniendo su capital en Toluca.

Como todo lo relacionado con el Segundo Imperio, el departamento de Iturbide llegó a su fin con su derrota a mediados de 1867, cuando las tropas de Mariano Escobedo capturaron a Maximiliano en Querétaro. La historiografía mexicana ha condenado cualquier referencia a los trabajos realizados durante este breve periodo. Con ello, en parte se restauró el antiguo orden, devolviendo al estado de Guerrero su extensión original.

Sin embargo, en el caso del Estado de México, las cosas no podían mantenerse igual. Se otorgaron facultades autónomas al territorio del Tercer Distrito para abordar temporalmente la gobernabilidad de Cuautla y Cuernavaca.

Finalmente, las discusiones políticas comenzaron con la República Restaurada en 1867 y concluyeron hacia 1869, dando lugar al nacimiento del Estado de Morelos tal como lo conocemos hoy en día. Dentro de los debates que se llevaron a cabo, se propuso la adhesión al Tercer Distrito de los distritos de Chalco y Tlalpan, una propuesta que también había sido planteada durante el intento anexionista de Álvarez al estado de Guerrero.

Aunque esto puso fin a la disputa por el surgimiento de una nueva entidad estatal, no resolvió los problemas sociales de sus habitantes. Estos seguían viviendo a merced de las relaciones entre las comunidades y las haciendas, las cuales aún estaban afectadas por años de inestabilidad desde el inicio de la guerra de independencia. El bandolerismo se arraigó como una forma de vida que contribuyó a perpetuar el desorden y la violencia en la región.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Carlos Barreto Zamudio. Rebeldes y bandoleros en el Morelos del siglo XIX (1856-1876).

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Imagen: 

 – Izquierda: Mapa del estado de Morelos, 1880.

 – Derecha: Osuna. Catedral de Cuernavaca-Morelos, Mexico, principios de siglo XX.

La situación del ejército mexicano en la primera mitad del siglo XIX.

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El México independiente, tras su llegada en 1821, enfrentó como principal desafío la herencia de las estructuras sociales novohispanas. Estas estructuras, aunque estaban quedando obsoletas frente a las necesidades de la nueva nación y su inserción en el contexto internacional, permitían la cohesión del vasto territorio que habían heredado. Por un lado, se encontraba la influencia predominante de la Iglesia, y por el otro, la influencia del ejército.

La inmadurez política del país en este período provocó una era oscura de inestabilidad, donde las diferentes facciones luchaban por el poder. En este escenario, el ejército se convirtió en una fuerza clave capaz de inclinar la balanza a favor de aquellos que aseguraran sus intereses. Estos intereses solían consistir en una serie de prebendas que les garantizaban un estatus privilegiado en comparación con el resto de la sociedad.

El problema radicaba en la falta de un mando único en el ejército, el cual estaba dividido entre diferentes jefes regionales. Esta división provocaba serias disputas dentro del ejército, lo que resultaba en conspiraciones constantes tanto entre los soldados como entre los mandos. Para cubrir sus bajas, el ejército recurría frecuentemente a la leva en las comunidades, lo que generaba tensiones adicionales.

Su posición de superioridad con respecto al resto del pueblo llevaba a que los miembros del ejército estuvieran por encima de las leyes civiles. Esto permitía que cometieran abusos contra la población y que sus crímenes quedaran impunes, ya que quedaban bajo el criterio de los mandos militares, quienes tenían la potestad de juzgarlos o no. Una de las razones por las cuales el gobierno permitía esta situación era la constante quiebra de las arcas del estado, que no podían financiar adecuadamente al ejército. Era muy común que el ejército careciera del armamento necesario, que no pudiera mantener el pago completo de los soldados, lo que provocaba la constante desaparición de batallones, o que les otorgaran salarios incompletos. Este sistema de privilegios era el único incentivo para el reclutamiento.

El problema de la falta de presupuesto era tan grave que buena parte de las milicias estatales desaparecieron. Solo quedaban las de Veracruz, Puebla, México, Oaxaca, Distrito Federal, Yucatán, Michoacán, Jalisco, Guanajuato y San Luis Potosí, además de las compañías veteranas de Oriente y Occidente, y las compañías de Guarda Costa.

Las constantes reducciones del presupuesto generaron un problema con los mandos militares, ya que había un exceso de ellos en comparación con el número de batallones disponibles. Muchos de estos mandos tenían que esperar a que se desocupara una plaza para poder trabajar, y era muy común que gran parte de ellos fueran licenciados del servicio. Además del ejército, las fuerzas armadas estaban compuestas por milicias cívicas formadas por miembros de la sociedad civil. Estas milicias fueron constituidas por los mandos realistas durante la guerra de independencia para combatir a la insurgencia, mientras que el ejército se enfocaba en proteger los intereses de los grupos de poder. Esta división se reflejó en la situación mexicana, ya que el ejército quedó bajo la influencia de los conservadores, mientras que las milicias se transformaron en guardias estatales a favor de los liberales.

Los políticos centralistas-conservadores continuamente trataban de incentivar la concentración del poder en el ejército, al mismo tiempo que debilitaban las estructuras de las guardias civiles. Esto provocaba tensiones entre los miembros de ambos cuerpos.

Un ejemplo de esto lo vemos en lo ocurrido en Zacatecas entre 1832 y 1835, donde su gobierno promovió la creación de su propia guardia, la cual llegó a ser muy numerosa. Esto provocó el recelo tanto de la capital como de Antonio López de Santa Anna, quien proclamó la “ley para el arreglo de la milicia local”, que obligaba a contar con un miliciano por cada 500 habitantes. Ante la negativa de los zacatecanos de cumplir con esta ley, Santa Anna realizó una incursión y como castigo separó Aguascalientes del estado de Zacatecas.

A pesar de la defensa del gobierno central en apoyar al ejército, esto no les aseguraba ni el futuro de los soldados ni les garantizaba una posición de estabilidad. Esto hacía que la tropa fuera susceptible de apoyar a cualquier general o caudillo que buscara levantarse contra el gobierno para derrocarlo, ya que de esta manera podrían obtener un medio de subsistencia con un empleo asegurado.

Dentro de la ideología conservadora, tanto la Iglesia como el ejército eran considerados figuras que debían permanecer para asegurar el futuro del país, ya que se consideraban representantes de los intereses nacionales. Por ello, se permitió que estuvieran fuera del orden civil y se los convirtió en un agente desestabilizador para establecer un orden constitucional.

Todos estos factores contribuyeron a que el ejército se convirtiera en un organismo ineficiente que solo actuaba en función de sus propios intereses. Esta crisis se evidenció con la Guerra de Texas de 1835 y la invasión francesa a Veracruz en 1838, donde las fuerzas mexicanas fueron derrotadas. Estos eventos proporcionaron argumentos a los liberales sobre la necesidad de reformar y modernizar el ejército. Buscaban formar una fuerza de 32 mil hombres reclutados por sorteo, con solo 12 generales de división y 24 de brigada bajo control de la capital.

Sin embargo, estos cambios no se implementaron hasta los inicios de la invasión estadounidense, cuando el vicepresidente Valentín Gómez Farías decretó en 1846 la creación de la Guardia Nacional. Esta Guardia Nacional serviría como unidades estatales encargadas de respaldar al desprestigiado ejército. Se convirtieron en agentes importantes para enfrentar a los invasores y, a pesar de la derrota, contribuyeron a reconstruir las relaciones entre los estados y a promover la unidad nacional.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Raúl Gonzales Lezama. La difícil génesis del ejercito liberal, del libro Historia de los ejércitos mexicanos.

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Imagen:

 – Izquierda: Richard Knötel. Militares mexicanos hacia 1826, 1890.

 – Derecha: Frederic Remington. Tropas mexicanas en Sonora, 8 de agosto de 1886.

El fin de la rebelión religionera.

Entre 1874 y 1875, los religioneros lograron expandirse por buena parte del territorio michoacano sin que el ejército federal pudiera frenarlos, ya que recibían el apoyo de muchas comunidades que no toleraban la actitud anticlerical mostrada por el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, quien llevaba a la radicalidad los postulados de la Constitución de 1857. A pesar de lo que se podría creer, la lucha religionera estaba sustentada en una serie de objetivos políticos a cumplir una vez que hubieran derrotado a las fuerzas del gobierno, como el Plan de Terremendo suscrito por el caudillo Socorro Reyes en octubre de 1874. Sin embargo, el objetivo con mayor alcance fue formulado por Jesús Ortega, alias «El Licenciado», en enero de 1875. En este documento, se reafirma que los objetivos del movimiento son llevar al país a la democracia y a la libertad plena. A pesar de esto, hay una contradicción en la cuestión religiosa, ya que establece como objetivo la derogación de la libertad de cultos, aunque tampoco aboga por establecer un estado teocrático.

Todo se configura entre los meses de febrero y marzo, cuando los principales liderazgos religioneros se reúnen en el pueblo de Nuevo Urecho y acuerdan un plan generalizado promulgado el 3 de marzo, respaldado por el Manifiesto de Tzitzio. En este documento, deslegitiman a la Constitución por haberse impuesto por las armas y por atacar uno de los pilares de la nación, la religión. Establecen como objetivos el desconocimiento de la Constitución y del presidente Lerdo de Tejada. Proponen la designación de un presidente interino que respete el catolicismo y nombre a un ministro plenipotenciario para enviarlo al Vaticano y negociar con el Papa la formulación de un concordato, que establecería a la Iglesia católica como la religión del estado. Al mismo tiempo, llaman a elecciones populares para establecer una república representativa y popular.

A pesar de ser una agenda conservadora, el plan no aborda las causas de su antiguo aliado, el ejército, ya que lo que quedaba del ejército conservador e imperial se ha integrado a las gavillas guerrilleras en contra del gobierno, perdiendo sus reivindicaciones como grupo de interés.

Avanzó el año y las fuerzas federales no lograban acabar con la resistencia religionera. Descubrieron que, además de recibir el apoyo de los pueblos, también contaban con la financiación de algunos sectores de la clase media urbana. Zamora fue la que más respaldó a los rebeldes. Sin embargo, hacia finales de año, la tendencia comenzó a cambiar como consecuencia de los abusos y saqueos cometidos, que estuvieron a la par de lo ocurrido en Cotija, como el caso de Tlazazalca donde quemaron 500 casas de civiles.

Fue así como Lerdo de Tejada tuvo que recurrir a uno de los veteranos prestigiados del liberalismo para combatirlos, Mariano Escobedo. Su estrategia consistía en acudir a las víctimas de los religioneros para convertirlas en aliados del gobierno, ayudándolos a combatirlos denunciando su ubicación o formando parte de las guardias civiles. La estrategia fue un éxito y a partir de 1876, las gavillas religioneras comenzaron a sufrir importantes derrotas, y sus filas empezaron a reducirse. Esto se debió a que algunos decidieron abandonarlos a su suerte o se acogieron al indulto ofrecido por el gobierno. Así, lograron capturar a los principales cabecillas y los enviaron a la horca.

Otro factor decisivo para la derrota religionera fue el limitado alcance de sus objetivos al capturar ciudades, ya que carecían de capacidad gubernativa y no sabían cómo mantenerlas tras su posesión. Solo en la Tierra Caliente se llegó a conformar una especie de gobierno religionero, pero perdieron el apoyo de los sectores católicos. Tampoco ayudó que las altas jerarquías católicas se deslindaran de la rebelión al mismo tiempo que se promulgaba el Plan de Nuevo Urecho. En marzo, los arzobispos de México, Guadalajara y Michoacán suscribieron la «Instrucción Pastoral», donde hicieron pública su condena hacia los actos violentos contra el gobierno, sin acusar directamente a los religioneros. Esta declaración marcó la postura de la Iglesia frente al Estado, presentándose como un organismo moderado y descartando cualquier beligerancia hacia él. Este enfoque fue impulsado por Pelagio Antonio Labastida y Dávalos, arzobispo y acérrimo enemigo de los liberales, quien supo interpretar los nuevos tiempos del país. Esta posición fue respaldada por el arzobispo de Morelia, José Ignacio Árciga, mientras que el único que mantenía una postura favorable a los objetivos religioneros fue el obispo de Zamora, José Antonio de la Peña, aunque nunca manifestó públicamente sus preferencias y finalmente tuvo que seguir el ejemplo.

Para finales de 1876, el movimiento religionero estaba en vías de extinción debido a la implacable campaña de Escobedo. Sin embargo, lograron colarse entre el amplio descontento político hacia el gobierno de Lerdo de Tejada, liderado por la rebelión del general Porfirio Díaz y su Plan de Tuxtepec, promulgado en enero. Para poder sobrevivir, se replegaron a la Tierra Caliente e intentaron avivar el movimiento en el estado de Guerrero.

A principios de año, se sabe que existían algunos contactos entre religioneros y porfiristas, sin comprometerse realmente. Sin embargo, con la debacle en el campo de batalla, varios caudillos se sumaron a la rebelión porfirista a partir de julio. Se informó que algunos grupos lanzaban vivas a la religión y a la Constitución de 1857. A finales de 1876 y principios de 1877, los caudillos religioneros lucharon a favor de la causa tuxtepecana y comenzaron a capturar bajo su bandera las ciudades michoacanas. Colocaron como gobernador al eximperialista Felipe N. Chacón. Sin embargo, poco tiempo después de que Díaz ascendiera a la presidencia, la mayoría de los caudillos murieron asesinados en circunstancias poco claras. A pesar de esto, Díaz optó por establecer una relación más pragmática con la Iglesia, dejando de lado los radicalismos liberales para poder gobernar.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Ulises Iñiguez Mendoza. Los religioneros contra la Republica Restaurada: ¡Viva la religión y mueran los protestantes! De la revista Historia Mexicana no.72.

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Imagen: Anónimo. Calle Real (hoy Hidalgo) de Zamora a finales del siglo XIX. Fuente: https://www.facebook.com/photo.php?fbid=661914379447707&set=pb.100068874514076.-2207520000&type=3

El acoplamiento del PAN al presidencialismo de mitad del siglo XX.

Desde el gobierno de Manuel Ávila Camacho, se logró alcanzar una tregua con las organizaciones políticas de centro-derecha, como el naciente PAN, donde se congregó la clase empresarial del país. El Estado, con la intención de ser un ente omnipresente, facilitaría tanto la realización de negocios como la imposición de un orden proteccionista que impedía la entrada de competidores extranjeros. Sin embargo, esto no exentó al sector empresarial de divisiones internas. Por un lado, estaba la facción que respaldaba las políticas proteccionistas del gobierno, al ver cómo eliminaban competidores y les proporcionaban acceso a precios garantizados que maximizaban sus ganancias. Por otro lado, estaban aquellos que se oponían a la presencia del Estado en la economía, al considerar que no representaba una garantía de desarrollo. Esta facción se volvería predominante en los años ochenta.

El periodo de Manuel Gómez Morín en la presidencia del partido terminó en 1949, siendo sucedido por Juan Gutiérrez Lascurain, quien tuvo el compromiso tanto de consolidar la formación de cuadros de militancia política como de ayudar a su consolidación, enfrentando sobre todo un contexto dominado completamente por el PRI.

Uno de los resultados positivos de la gestión de Gutiérrez Lascurain fue haber conformado un candidato presidencial para las elecciones de 1952, eligiendo al empresario jalisciense Efraín González Luna. Su propuesta reflejaba los valores representados en el PAN, como la promoción de la doctrina social de la Iglesia como base de las acciones a seguir, la colocación de la educación como soporte para promover los valores democráticos y la aspiración de lograr que todos los mexicanos alcancen el mismo nivel de vida. Sin embargo, el dominio absoluto del PRI impidió que la candidatura panista llegara muy lejos, y el siguiente presidente fue Adolfo Ruiz Cortines.

Ruiz Cortines tuvo que enfrentar una situación compleja, ya que, como consecuencia de la Guerra de Corea, la economía se desaceleró siguiendo el modelo anterior. Como solución, implementó la reducción del gasto público para estabilizar los precios y apoyar al sector agrario con inversión para producir los granos básicos. Aunque logró mantener el control de precios y mejorar los salarios de los trabajadores, no logró un mejoramiento económico significativo. En 1954, retomaría el gasto público, provocando un desequilibrio presupuestal que aumentó la inflación y provocó la devaluación del peso frente al dólar, generando un ambiente de malestar social.

Aprovechando esta situación, la Iglesia intentaría participar en política mediante fuertes críticas sobre la situación del país. Iniciaron una campaña con la intención de derogar las leyes anticlericales que limitaban su campo de acción e incluso llegaron a plantear la conformación de sindicatos católicos para tener presencia dentro de la clase obrera. En esos años, la Iglesia tenía claro que ya no existía una base católica que pudiera movilizar para seguir sus intereses, sino que se trataba de una sociedad dividida en varios sectores con intereses diferentes, como el obrero, el campesino y el patronal. Para lograr sus objetivos, tenían que moverse a través de liderazgos católicos civiles que los organizaran. Decidieron impulsar la creación de agrupaciones vinculadas con la Iglesia y que atendieran a cada uno de estos bloques sociales. Un ejemplo fue la Corporación de Estudiantes Mexicanos, ligada a los jesuitas, pero una que tendría un gran arraigo tanto en los sectores empresariales como entre algunos miembros del priismo, fue la llegada de la representación del Opus Dei, una organización española del alto clero de tendencia radical.

La oportunidad para llevar a cabo esta estrategia se daría durante las elecciones legislativas de 1955, donde las agrupaciones católicas elevarían el tono para politizar a la feligresía y llevarlos a votar por el PAN. Lograron ganar 6 curules en la Cámara de Diputados y aumentaron su presencia a nivel estatal, como sucedió en el Distrito Federal, donde su intención de voto aumentó del 12% al 30%. Ante los buenos resultados, el Episcopado de México emitió un documento detallando los pasos a seguir en la acción política. Estos incluían respetar las reglas del sistema político mexicano siempre que no contradigan los principios de la fe y la conciencia, apoyar a los candidatos que sirvan a los intereses del bien común y de la Iglesia, cooperar con el Estado para el mejoramiento de la sociedad y la obligación de participar en los procesos democráticos.

Así, en los siguientes 5 años empezaron a surgir diferentes organizaciones católicas para conformar este electorado de derechas. Sin duda, la más polémica que surgiría en aquel entonces fue la Organización Nacional del Yunque, caracterizada por sus objetivos radicales y por contar con la participación de miembros destacados en la política.

Después de haber sido desintegrados dentro del orden político, los sinarquistas intentaron reorganizarse de manera paralela a los esfuerzos del PAN, tratando de conformar el Partido de la Unidad Nacional y cumpliendo escrupulosamente con los postulados de la ley. Sin embargo, su proselitismo religioso proporcionó al gobierno la justificación para negarles el registro. Esto llevó a muchos sinarquistas a integrarse a las filas del Partido Nacionalista Mexicano del excaudillo cristero Salvador Rivero Martínez, que logró el registro en 1957, pero su bajo desempeño resultó en la pérdida del registro en 1964.

Aunque el PAN se consolidó como una alternativa, perdió a buena parte del sector empresarial, que pasó a respaldar al PRI debido a las políticas proteccionistas que ofrecía. En contraposición, comenzaron a ganar presencia en los sectores de la clase media urbana, que los veían como una opción contra el autoritarismo. Los nuevos liderazgos del partido imprimirían un tono contrario al gobierno para captar nuevos adeptos.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Tania Hernández Vicencio. Tras las huellas de la derecha. El PAN, 1939-2000.

Imagen: Tomas Montero Torres. Efrain Gonzales Luna durante su cierre de campaña en las elecciones presidenciales de 1952.

Las gavillas conservadoras frente al gobierno de Juárez.

Con la derrota de los conservadores en la Guerra de Reforma, la lucha estaba lejos de terminar, ya que sus líderes quedaron dispersados y fuera de control, buscando oportunidades para derrotar a los liberales. Personajes como el «presidente» Félix María Zuloaga, Leonardo Márquez, Tomás Mejía, José María Cobos, Juan Vicario, Lindoro Cagiga y Manuel Lozada fueron catalogados como criminales.

Sin embargo, durante 1861 y como consecuencia de la degradación de las relaciones exteriores con las potencias europeas debido a la suspensión del pago de la deuda, Benito Juárez se vio obligado a ofrecer amnistía a los caudillos conservadores. Esto se hizo tanto para sumarlos a la defensa frente a una inminente invasión como para evitar que se unieran a los enemigos.

La única excepción a esta regla fue Márquez, quien, debido a las atroces matanzas que llevó a cabo durante la guerra y sobre todo por ser el ejecutor de destacados liberales como Melchor Ocampo, Santos Degollado y Leandro Valle, no recibió el perdón.

Con el avance de la crisis y la revelación de Francia como el verdadero enemigo, las defensas republicanas tuvieron que prepararse tanto para enfrentar a los franceses como para repeler los ataques de la banda de Márquez, la cual los atacaba sin mucho éxito, pero representaba un desvío de tropas para enfrentarlo.

Al ingresar los franceses a Orizaba, se enfrentaron a una visión poco alentadora tanto de los refuerzos conservadores como de las tropas de leva de los republicanos. Las carencias eran evidentes, desde la falta de armamento adecuado hasta la ausencia de uniformes. Según sus testimonios, muchos soldados mexicanos prácticamente andaban en harapos, lo que provocaba que, a su paso, algunos desertaran para unirse a las filas francesas en busca de paga o incluso comida.

En cuanto a la seguridad de los caminos, estaban prácticamente a merced de bandoleros que subsistían mediante asaltos a los transeúntes. Según sus descripciones, era común que los viajeros de México a Veracruz llegaran prácticamente desnudos a su destino, ya que las diligencias eran asaltadas hasta seis veces en el trayecto. Se señalaba a los indígenas como los principales perpetradores, y se mencionaba que esta situación había comenzado hacía pocos años.

Se ha argumentado que la implementación de la Ley Lerdo desde 1856, que despojó a la Iglesia de sus propiedades y desamortizó las tierras de las comunidades indígenas, fue la responsable del aumento de la delincuencia. La pérdida de tierras, la falta de medios de vida estables y los efectos de la guerra crearon el entorno propicio para el incremento del bandolerismo, apoyado por autoridades corruptas que permitían la impunidad de los crímenes.

Este clima de crimen en el contexto mexicano no era generalizado, ya que se inscribía dentro de la categoría de «bandolerismo social». Estos grupos se dedicaban a asaltar y atacar a personas adineradas, pero mantenían códigos que les impedían atacar a los campesinos, de quienes formaban parte. Así, fueron vistos como una suerte de justicieros que distribuían el botín entre los más necesitados. La ruina económica que vivió el país durante la primera mitad del siglo XIX alentó este tipo de prácticas. Dado un gobierno débil y quebrado por la inestabilidad política, resultaba imposible invertir en seguridad e infraestructura básica como los caminos, convirtiendo los viajes a lo largo del país en un verdadero riesgo para quienes necesitaban trasladarse de una ciudad a otra.

Ante este panorama anárquico, las comunidades se veían obligadas a unirse para repeler el despojo de los latifundistas o para intentar superar la desigualdad de siglos. Este fue el momento en el que surgieron movimientos agraristas para defender la vida comunal, como lo evidencian los movimientos conocidos como «guerras de castas», donde los indígenas se rebelaban contra el orden criollo, como en el caso maya o el de Manuel Lozada en Nayarit.

Occidente fue una región donde las agrupaciones reaccionarias tuvieron una mayor proliferación de movimientos populares conservadores. En este contexto, los caudillos ofrecían al campesinado una forma de defenderse de los abusos de un gobierno que no podía resolver sus problemas ni enfrentarlos, destacando el movimiento de Lozada, quien logró construir una «república campesina» que intentaba pactar tanto con el gobierno de Juárez como con el Segundo Imperio. Este movimiento no fue simplemente una revuelta campesina más, sino que contaba con el respaldo de los caudillos conservadores, quienes veían en él una oportunidad para mantener viva la lucha. Además, recibía apoyo de la burguesía de Tepic, como la familia García Vargas, los hermanos Rivas y la firma inglesa Barron Forbes.

Todo comenzó con una disputa de las comunidades indígenas del pueblo de San Luis contra la hacienda La Mojarra, acusada de haberles despojado de sus tierras en los últimos años de la colonia. El enfrentamiento se desató cuando Lozada, con armas en mano, exigió la devolución de las tierras al juzgado. Otras comunidades del cantón de Tepic y el sur de Jalisco se sumaron al conflicto, y en el contexto de la Guerra de Reforma, recibieron el apoyo de la Iglesia.

La adhesión de Lozada al conservadurismo era natural. Mientras los liberales contaban con el respaldo de los hacendados que se beneficiaban de las nuevas condiciones de tenencia de la tierra, él estaba del lado de las comunidades que luchaban por su supervivencia. Para él, era fundamental preservar el orden campesino que hasta entonces se mantenía, y la Iglesia representaba un símbolo de esa preservación. Lozada fue uno de los generales que se acogió al indulto de Juárez en 1862, pero como el gobierno de Jalisco no cumplió con lo pactado, los lozadistas tomaron Tepic y Santiago Ixcuintla, declarando su adhesión al imperio. Los franceses les garantizarían el financiamiento de su ejército.

La lucha de Lozada tenía implicaciones más amplias, como el intento de las élites de Tepic de separarse políticamente del estado de Jalisco. La rebelión agrarista cimentó las condiciones para lograr la autonomía al convertir a Tepic en un «distrito militar» dependiente del gobierno federal. A pesar de haber combatido del lado de los conservadores y el imperio, la fuerza que lograron hizo que, años después de su ejecución en 1873, el gobierno de Juárez tuviera que respetar los pactos.

Gracias por su atención y los espero en la siguiente lectura.

Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Gerardo Palomo Gonzales. Gavillas de bandoleros, “Bandas conservadoras” y Guerra de Intervención francesa (1863), de la revista Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de Mexico no. 23.

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Imagen: S/D. Guerrilleros mexicanos, 1872.

La primera etapa del nacionalismo mexicano.

La independencia mexicana no llegó de la mano de la insurgencia de Miguel Hidalgo o José María Morelos, sino a través de la defensa realista. Esta defensa observó cómo el orden liberal impuesto por el golpe del General Del Riego reinstauró la Constitución de Cádiz, afectando a los grandes potentados. Estos decidieron apostar por la separación de la monarquía española, apoyándose en el mismo ejército realista. Es relevante destacar que gran parte de la primera generación de la clase política mexicana provino de los mandos criollos del ejército realista, entre ellos Agustín de Iturbide, Anastasio Bustamante, Manuel Gómez Pedraza, Antonio López de Santa Anna, Joaquín Herrera, entre otros. Durante su juventud, lucharon contra los insurgentes, una situación similar a la vivida en países como Perú, donde los militares criollos dictaron la vida política de la nación. En cambio, en otros países hispanoamericanos como Venezuela o Argentina, fueron los grandes caudillos quienes formaron el gobierno.

Para asegurar la supervivencia del joven país, el gobierno tuvo que valerse del ejército virreinal, transformado ya en un ejército nacional, para garantizar la cohesión de la nación. Es importante recordar cómo se heredó un territorio gigantesco, conformado por regiones que desarrollaron identidades propias durante la etapa colonial, sin una fuerte conexión con la capital del reino. Lo único que tenían en común era la lealtad a la figura del rey de España. Por esta razón, territorios que disfrutaron de gran autonomía, como la Capitanía de Guatemala, lograron su separación, mientras que otros, como Yucatán, siempre mantuvieron una posición amenazante en cuanto a su independencia.

Fue necesario que el gobierno mexicano confiara en el ejército como su principal cuerpo ejecutivo para poner fin a estos movimientos autonomistas. La nación fue dividida en 17 comandancias generales, cada una controlando un estado (posteriormente aumentó a 21), las cuales acaparaban hasta el 80% de los ingresos recaudados por impuestos y gozaban de autonomía con respecto a los gobiernos locales, teniendo solo al presidente de la república como su superior.

Prácticamente, el país fue dividido en verdaderos feudos militares, donde cada caudillo insurgente o realista le fue concedido un territorio para controlar a su voluntad, lo que siempre representó una amenaza para los gobiernos estatales que lucharon por no sucumbir ante los caprichos de los caudillos. Debido a que cada caudillo mantenía recelos hacia cualquiera que amenazara su poder regional, se creó una situación de inestabilidad política constante. Esta anarquía llevó a la falta de rumbo de la nación, ya que ni liberales, conservadores, radicales ni moderados tenían tiempo suficiente para gobernar, lo que empeoró la caótica situación del país.

En la sociedad, al no haber tenido precedentes de su integración en la toma de decisiones, hizo que se internalizara la idea de la llegada del «elegido por la Providencia» que solucionaría todos los problemas y encaminaría al país hacia la paz y el progreso. Se consideró establecer un modelo monárquico de los conservadores, que esperaban traer a un príncipe europeo o establecer una dictadura, donde la figura de Santa Anna con su carisma natural sería recurrente en todas las facciones políticas. Sin embargo, la presencia de Santa Anna en la política solo ayudó a perpetuar el fracaso de un sistema que no lograba consolidarse. La presencia de su círculo de funcionarios, caracterizado por la presencia de personas ignorantes o corruptas, contribuyó a mantener el ambiente anárquico en México.

Esta situación solo se superó como resultado del fracaso en la defensa ante la invasión estadounidense de 1846, que puso de manifiesto las deficiencias del ejército virreinal convertido en republicano. La nueva generación de mexicanos comenzó a escalar posiciones en el gobierno para reemplazar al antiguo ejército realista. Los presidentes de esa generación, como Joaquín Herrera y Mariano Arista, intentaron integrar a los liberales moderados para rebajar la creciente animosidad entre ambos bandos, pero ya era demasiado tarde. La lucha estaba pactada de antemano: la población civil exigía mayor participación en la política, mientras el ejército y la Iglesia querían conservar su sistema de prebendas y privilegios. Esta lucha definiría el rumbo de México en el mundo.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: David Brading. Los orígenes del nacionalismo mexicano.

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Imagen:

– Izquierda: S/D. Paisaje rocoso de Mexico, 1818.

– Derecha: F. Flores. Alegoría de Miguel Hidalgo

El sitio de Puebla.

Para marzo de 1863, la ofensiva francesa liderada por Federico Forey estaba lista para eliminar la vergüenza de la derrota del 5 de mayo del año anterior y tomar la capital poblana. La ciudad estaba bajo el mando de Jesús González Ortega, quien ordenó fortificarla para repeler a los invasores y repetir la hazaña de Zaragoza. El 16 de marzo, los franceses iniciaron la maniobra para rodear la ciudad, mientras Forey estableció su cuartel en el Cerro de San Juan, ubicado a 2 km del Fuerte de San Javier. Este último se consideró el objetivo principal, pensando que era el corazón defensivo de la ciudad, una suposición que demostraría ser errónea con el tiempo.

Hacia mediados de abril, al darse cuenta de que la caballería sería inútil para los sitiados, González Ortega ordenó su salida y puso a Tomás O’Horan a cargo. Lograron romper el cerco francés, con la intención de unirse a las fuerzas de Ignacio Comonfort y, cuando llegara la oportunidad, romper el asedio. En respuesta, Forey ordenó cavar trincheras alrededor de la ciudad para aumentar la efectividad del cerco.

Tanto los mexicanos como la artillería francesa descubrieron la eficacia de la arquitectura conventual como fortalezas. Los bombardeos realizados por los franceses tuvieron poco efecto para amedrentar las posiciones del sitio, y, por el contrario, aumentaron el ánimo de los sitiados para ganar la batalla. A partir del 29 de marzo, iniciaron los ataques sobre San Javier, logrando entrar en la fortaleza al día siguiente. Sin embargo, pronto descubrieron la inutilidad de tomar los fuertes, ya que al ingresar desde allí a la ciudad, se enfrentaban a las defensas mexicanas que habían adoptado la estrategia de guerrilla urbana. Los franceses se desgastaban al tener que librar batalla casa por casa y manzana por manzana.

Las semanas pasaron y los franceses no lograban completar la misión, por lo que el fantasma de otro 5 de mayo estaba aún presente. Ante esta situación, Forey intentó negociar la entrega de la ciudad con González Ortega, pero este se negó, confiado tanto por la cercanía de la temporada de lluvias como por contar con el respaldo de las fuerzas de Comonfort.

Con el tiempo en su contra, Forey encontró una oportunidad al norte de la ciudad. La División del Centro de Comonfort se había establecido en San Lorenzo Almecatla con la intención de romper el sitio y llevar víveres a los sitiados. Sin embargo, una serie de descuidos tácticos permitieron que Forey aprovechara la situación, infligiendo una dura derrota el 8 de mayo con un gran número de bajas para el frente mexicano y obligando a las tropas de Comonfort a dispersarse.

Al entrevistarse con los prisioneros y observar el cargamento de los mexicanos, Forey se dio cuenta de que la situación de la ciudad no era favorable. Para hacerla caer, bastaba con fortalecer el cerco e impedir cualquier entrada del exterior, forzándolos a rendirse por hambre. Aunque esto no resultaba muy honorable, evitaría un consumo de recursos por parte de los franceses y, sobre todo, sería un golpe a la moral de los mexicanos. Dentro de la ciudad, al enterarse de la derrota en San Lorenzo, varios militares mexicanos le propusieron a González Ortega abandonar la ciudad. Aunque se negó inicialmente, la realidad era que no estaban en condiciones de continuar la resistencia.

Para el 15 de mayo, las condiciones de la defensa eran graves, ya que el parque estaba a punto de agotarse y no había señales de que el gobierno estuviera organizando una fuerza para romper el sitio. Al día siguiente, González Ortega envió un enviado a Forey para explorar la posibilidad de capitular, pero este rechazó la opción y les comunicó que la única forma de poner fin a esto era mediante la rendición. González Ortega aceptó las condiciones de los franceses, pero no sin antes ordenar la destrucción de lo que quedaba de su armamento y la quema de las banderas para evitar que fueran utilizadas como trofeos de guerra. También dispuso dispersar las tropas, dejando solo a él, su cuerpo de generales, jefes y oficiales para entregarse como prisioneros cuando las tropas francesas entraran el día 17.

La actitud de los prisioneros causó admiración entre los invasores, ya que rompieron sus espadas para evitar entregárselas y rechazaron la oferta de libertad que se les hizo, la cual requería que firmaran un documento comprometiéndose, bajo palabra de honor, a no volver a tomar las armas ni participar en la resistencia. Ante esto, los prisioneros fueron enviados a Francia, donde varios lograron escapar en el camino a Veracruz.

Así, el 19 de mayo, Puebla estuvo en condiciones de recibir la ocupación de las tropas de Forey y, poco tiempo después, el 10 de junio, lograron entrar en la Ciudad de México sin resistencia. Benito Juárez era consciente de no tener los recursos necesarios para evitar la ocupación, por lo que apostó por hacerles la guerra en todo el país. El 31 de mayo, el Congreso cerró sesiones e inició el proceso para trasladar el gobierno hacia el norte.

A pesar de que las grandes ciudades fueron ocupadas sin mucho esfuerzo, los franceses y los conservadores cayeron en la trampa. Ahora, tenían que estar a la defensiva para proteger sus avances, lo que resultaría en un mayor gasto de recursos. Además, crecía el descontento de los conservadores por la conformación de un orden imperial y liberal que reafirmaba las acciones de Juárez. Mientras tanto, los mexicanos, a diferencia de la invasión estadounidense, ya contaban con un sentimiento patrio y una conciencia nacional. Esto permitió mantener la guerra de guerrillas, que eventualmente saldría victoriosa en 1867.

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Federico Flores Pérez.

Bibliografía: Juan Macias Guzmán. El gran sitio de 1863. La verdadera batalla de Puebla, del libro El Sitio de Puebla. 150 Aniversario.

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Imagen: Jean-Adolphe Beaucé. El General Bazaine ataca el fuerte de San Javier durante el sitio de Puebla, 29 de marzo de 1863, 1867.